Daniel Krohn no había llamado a nadie.
Ni a Marion. Ni a Tina. Ni a Oliver.
Había pasado la tarde en el salón, sentado en el sofá, dejándose adormecer con lentitud por el paisaje nevado al otro lado de la ventana. Esa vista le había parecido extraordinariamente tranquilizadora, había sentido que su furia contra Jaana Ilander, contra el policía, sobre todo contra sí mismo, se allanaba poco a poco y se filtraba en la nada.
Había perdido la noción del tiempo, y de manera extrañamente incómoda se había sentido libre, ingrávido, desinteresado, lento. Había convertido en una especie de broma el oír de vez en cuando su buzón de voz.
Con satisfacción, había comprobado cómo se acumulaban los mensajes: cuatro de Marion, irritada, aunque preocupada; tres de Oliver, sólo irritado. Al parecer, Tina había tenido algo mejor que hacer que perseguirle por teléfono.
Había estado sentado en el sofá, contemplando el lago helado, los árboles blancos. De vez en cuando escuchaba el móvil y se divertía a costa de Marion y Oliver.
Había absorbido el gris blanquecino tras la ventana, hasta que ardió tan claro en sus ojos que tuvo que cerrarlos.
Despertó al oír el traqueteante motor del cochecito. Se incorporó y trató de sacudirse el sueño. Cuando sintió que no lo conseguía lo bastante deprisa se puso en pie de un salto; sin saber por qué, no quería que el policía lo encontrase durmiendo. Fue hacia el televisor, tomó el mando a distancia y lo conectó.
Oyó girar la llave en la cerradura y se preguntó a qué venía su nerviosismo. ¿Por qué iba a tener miedo de ese hombre, que le había recibido con tanta amabilidad?
—Hola —dijo el policía.
Daniel se volvió en dirección a él.
—Hola.
El miedo ya había desaparecido; no comprendía de dónde había salido. En la pantalla había un partido de hockey sobre hielo, un resumen, se veía un gol tras otro. Daniel cambió, una película de dibujos animados, luego una en blanco y negro, la predicción del tiempo, otra vez hockey sobre hielo.
—¿He pulsado los botones equivocados, o realmente no hay más que cuatro canales? —preguntó.
El policía asintió:
—Cuatro canales.
—Me gusta —dijo Daniel—. No entiendo una palabra, y en mi país se sintonizan alrededor de cuarenta canales, pero me gusta…, uno no se siente tan atiborrado.
El policía le miró intrigado:
—¿Atibo…?
—Atiborrado…, seguro que aquí no ponen tantas tonterías como en la televisión alemana. Naturalmente, en realidad yo no debería hablar así, mi agencia también vive de la publicidad televisiva.
—En Finlandia también se pueden ver muchos más canales, vía satélite, pero yo veo poco la televisión…
Daniel alzó la vista, porque el policía se había detenido. Miraba la pantalla con atención y parecía completamente ensimismado en un pensamiento que Daniel no conocía.
En la pantalla, un anciano predecía el tiempo.
—¿Qué pasa? —preguntó Daniel.
—Nada…, es el meteorólogo más conocido de Finlandia. Hace poco hubo un artículo muy largo en el periódico porque cumplía su trigésimo… ¿cómo se dice?
—¿Aniversario, año de servicio?
—… sí, eso… predice mucha nieve para los próximos días.
Daniel asintió.
—¿Lo encuentra… gracioso? —preguntó el policía.
—¿A quién? —preguntó Daniel.
—Al hombre del tiempo.
Daniel miró hacia la pantalla.
—¿Por qué?
El policía calló y pareció volver a pensar.
—¿Le gustaría comer alguna cosa? —preguntó tras una larga pausa.
—Encantado. Por cierto, el soufflé estaba muy bueno —dijo Daniel.
El policía asintió y fue hacia la cocina. Daniel le siguió. Mientras caminaba detrás de él, sintió cómo la ira volvía a invadirle. ¿Por qué ese hombre hablaba todo el tiempo de forma tan enigmática? ¿Qué pretendía con ese meteorólogo? ¿Qué le ocultaba? Daniel estaba seguro de que le ocultaba algo importante.
—Creo que me debe unas cuantas explicaciones —dijo en la cocina, junto al hombre, mientras miraba cómo ponía la mesa.
El policía le miró, intrigado.
—¿Por qué me ha alojado aquí? ¿Por qué me ha llamado usted y no un notario, alguien a quien el testamento le hubiera sido confiado? Tengo la impresión de que tiene usted un interés especial en mí, y no comprendo en absoluto por qué.
Mientras Daniel hablaba, el policía había seguido poniendo la mesa.
—Siéntese —dijo—. ¿Quiere leche o agua?
—Leche —dijo Daniel.
Normalmente tomaba vino para cenar, pero, ¿por qué no leche? No pudo evitar echarse a reír cuando el policía se la sirvió. Si Oliver pudiera verle ahora. Además, por alguna razón había pensado que los finlandeses estaban siempre borrachos. ¿A base de leche?
—¿De qué se ríe?
—Nada importante —dijo Daniel—. ¿Recuerda las preguntas que acabo de hacerle? Quizá no se haya dado cuenta de que estoy un poco… irritado —recalcó las últimas palabras, de alguna manera lograría sacar de su reserva a ese policía finlandés, pero el policía se limitó a asentir y guardar silencio. Ese silencio empezaba a atacar los nervios de Daniel, pero justo cuando iba a volver a empezar, obtuvo una respuesta:
—Comprendo que se sorprenda —dijo el policía.
Y calló.
Una vez más, siguió hablando justo en el momento en el que Daniel iba a invitarle a hacerlo. Planteó por su parte una pregunta que dejó perplejo a Daniel.
—¿Prometió usted realmente visitarla?
—¿Qué?
—A Jaana Ilander.
—¿Qué quiere usted decir?
—Jaana Ilander esperaba que usted viniera a visitarla.
—¿Cómo lo sabe usted? ¿A qué viene eso ahora?
—Jaana Ilander tiene que haberle querido mucho. Su foto estaba a la cabecera de su cama.
—¿Qué?
—¿Entiende por qué le ha dejado su casa?
Daniel calló.
—Le ha obligado a cumplir la promesa que le hizo.
—¿Ah, sí?
—¿No le prometió usted venir a Finlandia?
—Yo…
—¿Cómo es que no vino, si lo había prometido?
—¿A qué viene esto? ¿Qué pretende usted? ¿Por qué se inmiscuye en mis asuntos? —Daniel se había puesto en pie, miraba al policía, que rehuía su mirada.
—¿Qué significa esto? —preguntó Daniel.
—Disculpe —dijo el policía.
—¿Conoció usted a Jaana Ilander? —preguntó Daniel.
El policía negó con la cabeza.
—Entonces, ¿a qué viene tanto interés? ¿Por qué le da tantas vueltas a Jaana Ilander, por qué le interesa saber cómo era mi relación con ella?
El policía guardó un largo silencio.
—Mi mujer ha muerto hace poco.
¿A qué venía eso ahora?
—Lo siento mucho —dijo titubeante Daniel.
—Antes le pregunté por el hombre del tiempo…
—¿Sí?
—A Sanna le parecía divertido. Siempre se reía al verlo.
Daniel esperó entender por fin lo que el hombre quería decirle.
—Todo cuanto veo tiene algo que ver con Sanna. Siempre hay una… conexión mental. ¿Comprende?
—No del todo.
—Quería que viniera aquí. Quería que supiera lo que ha pasado. Quería que se hiciera cargo de la situación…, es una situación parecida. Una persona a la que usted quiso ha muerto…, quería que usted… quería que no rehuyera usted el asunto.
Daniel asintió lentamente. Entendía. De algún modo.
Tenía la sensación de tener que pensar en ello.
—Antes, cuando llegué a casa, me alegré de que la luz estuviera encendida —dijo el policía—. Es estupendo que esté usted aquí.
—Me alegra saberlo —dijo Daniel. Ni él mismo sabía si lo decía irónicamente o en serio. Vio el vaso de leche ante él en la mesa y volvió a sentir deseos de reír, aunque no había nada de lo que reír.
Se tragó la risa.
—Hábleme de Jaana Ilander —dijo el policía.
Ahora Daniel no pudo evitar reírse. ¿De qué, en realidad?
—¿De qué se ríe? —preguntó el policía.
Daniel Krohn tomó el vaso, se bebió la leche de un trago y pidió al policía que le sirviera más.
Ganar tiempo, pensó Daniel.
El policía se levantó, tomó el brik de leche de la nevera y le sirvió. Luego se sentó y miró a Daniel, paciente, esperando; al fin y al cabo había planteado una pregunta y no había obtenido respuesta alguna. Daniel tuvo la impresión de que, si era necesario, el policía esperaría eternamente la respuesta.
—No sé de qué me río —dijo Daniel—. A veces simplemente me río, ¿no le ha pasado nunca?
—Sí, claro —dijo el policía.
Claro. Era evidente que ese hombre conocía la respuesta más sencilla a cualquier pregunta.
—Si acaso, me río de mí mismo —dijo Daniel—. Sin duda no de usted, no tema; aunque de algún modo encuentro risible tomar leche para cenar.
—¿Qué tiene de risible? —preguntó el policía, y Daniel pensó que ese hombre iba a conseguirlo, sí, ese hombre le iba a volver loco.
—Olvídelo —dijo Daniel.
—Hábleme de Jaana Ilander —dijo el policía.
—¿Qué quiere que le cuente, hombre? —gritó Daniel.
El policía mantuvo una calma irritante.
—¿Se ha preguntado cómo murió? —preguntó.
No, no lo había hecho. La verdad era que no lo había hecho.
—¿Cómo murió? —preguntó.
—Fue asfixiada, probablemente mientras dormía.
Daniel sintió un dolor sordo detrás de la frente. La tarde, esa vista del lago helado, le había agotado. Pronto tendría que irse a dormir.
—He pensado muy a menudo en cómo vivió Sanna su último momento —dijo el policía—. No he logrado librarme de ese pensamiento.
Sí, tendría que irse pronto a dormir.
Tomaría una pastilla y se acostaría.
—Me temo que estoy un poco cansado por el viaje, podría…
—Naturalmente —dijo enseguida el policía, y se puso en pie—. He hecho la cama para usted en el dormitorio.
Se adelantó, deprisa. Daniel le siguió. El dormitorio estaba frío, con la ventana abierta. El policía la cerró. Daniel miró a su alrededor. Una mitad de la cama estaba recién hecha, en la otra sólo había un colchón.
—Le enseñaré dónde está el baño —dijo el policía, y mientras Daniel caminaba tras él pensó en el colchón y en lo que había dicho el policía. Sólo entonces comprendió de verdad. El policía le había contado que su mujer había muerto. Daniel no había entendido de verdad esa frase, esa declaración, la había almacenado como un absurdo más en su situación general, que le había parecido absurda todo el tiempo.
El baño era muy pequeño. El policía le había preparado una toalla, y estaba diciendo que podía calentar la sauna, quizá mañana.
—Lo de su mujer…, lo siento —dijo Daniel.
El policía asintió.
Daniel trató de imaginar lo que eso significaba. Lo que significaría para él que alguien le dijera que Marion había muerto.
No lo sabía.
Se preguntó qué había sentido Jaana Ilander en el último instante de su vida.
Cuando se sentó, solo en el dormitorio, en la cama, ya no sentía cansancio; casi echaba de menos las inquisitivas preguntas del policía. Pensó que todo el día había transcurrido como en medio de la niebla, como una película, ficción.
Pero Jaana Ilander estaba realmente muerta. No iría a visitarla cuando llegara el momento, porque el momento ya no llegaría.
Se tumbó de espaldas y cerró los ojos. La oscuridad era desagradable, y ya no estaba cansado. Se levantó, encendió la luz y sacó su teléfono móvil del bolsillo del abrigo. Marcó.
Se sintió aliviado al oír la voz de Marion.
—Siento no haber llamado antes…
—Ya me había acostado —dijo Marión.
—Disculpa, yo…
—¿Sabes ya algo nuevo? ¿Estás en el hotel?
—No…, no, ese policía vino a recogerme y… me alojó en su casa.
—¿En su casa?
—Sí. Es… muy amable. Un poco raro. Toma, ridículamente, leche para cenar, pero por lo demás es muy amable…, del testamento aún no sé nada más. Mañana me informaré, y luego…
—¿Qué tiene de ridículo?
—¿Qué?
—¿Qué tiene de ridículo tomar leche?
Daniel calló.
—Nada —dijo al cabo de un rato—. Nada en absoluto. Que duermas bien.
—Gracias por llamar —dijo Marion.
Daniel aún iba a decir algo, pero no sabía qué, y Marion había colgado.