CAPÍTULO 4

Nurmela sabía cómo decir poco en muchas frases, pero esta vez su público no se daba por satisfecho.

Joentaa estaba al borde de la sala, y seguía con creciente expectación el juego de preguntas y respuestas. Las preguntas de los periodistas iban haciéndose cada vez más agudas e impacientes, y en algún momento Nurmela, el casi siempre tan locuaz Nurmela, empezó a balbucir:

—No, estamos siguiendo una buena pista…, sin duda vamos en pos de indicios que, por motivos que ustedes comprenderán… Comprenderán ustedes que yo…, todo puede ir muy deprisa, si uno o varios indicios… Tienen que entender que, en última instancia, estamos al comienzo…

Nurmela se secó la frente con un pañuelo. Ketola estaba sentado inmóvil junto a él, y miraba a los representantes de la prensa con aquella mirada punzante que Joentaa nunca había podido sostener.

A los periodistas no parecía costarles trabajo.

Nurmela estaba esforzándose en terminar la conferencia de prensa con algunas fórmulas apaciguadoras cuando, a su lado, Ketola estalló. Nurmela se estremeció, y el periodista que acababa de formular una pregunta se detuvo perplejo, con la boca abierta.

—¿Quiénes se han creído que son? —gritó Ketola—, ¿creen que nos divierte que la gente muera? ¿Creen que nos pasamos el día sentados, divirtiéndonos con la mierda que está cayendo? ¿Acaso piensan que tienen la piedra filosofal, porque son capaces de garabatear cualquier porquería en sus periódicos? —Ketola se había levantado, y se inclinaba sobre la mesa como sobre el atril de un orador.

Nurmela estaba como petrificado, y también los representantes de los medios se quedaron sin habla, por lo menos durante algunos segundos. Antes de que tuvieran la oportunidad de rehacerse, Ketola se dirigió con decisión a la salida. Joentaa se apartó de la pared cuando su superior vino hacia él, pero éste dio la impresión de no verlo siquiera. «Sacos de mierda», murmuró para sus adentros, y cerró la puerta tras de sí de golpe.

Nurmela había tomado la palabra y trataba de superar la situación con palabras apaciguadoras. Había que comprender que en aquellos momentos los nervios de todos sus colaboradores… estaban un poco tensos. Algunos periodistas reían, otros estaban ya en camino hacia la salida, probablemente para informar del estallido a sus redacciones.

Joentaa fue arriba, a su oficina. Ketola no estaba. Jugó un momento con la idea de buscarlo, pero la desechó con rapidez. El hecho de que no estuviera le hacía sentir mejor, más tranquilo.

Descolgó el teléfono y marcó el primer número de una lista que Ketola le había dado antes de la rueda de prensa. Amigos, conocidos y parientes de Jaana Ilander. En lo alto de la lista estaba el nombre de Kati Itkonen. Entre paréntesis, Ketola había escrito con su enrevesada caligrafía algo que Joentaa descifró trabajosamente: Mejor amiga de la fallecida.

Marcó. Mientras esperaba, se le ocurrió pensar que posiblemente la mujer ni siquiera supiera lo que había pasado. Tal pensamiento desapareció al instante al oír la voz llorosa al otro extremo de la línea.

Se presentó. Kimmo Joentaa, policía.

—¿Hablo con Kati Itkonen? —Sí.

—Pertenezco al equipo de investigación que debe esclarecer el asesinato de Jaana Ilander, y quisiera hacerle unas preguntas. ¿Sería posible?

—Naturalmente. Un momento.

Oyó que se sonaba la nariz. Cuando volvió al auricular, ella habló con voz alta y clara, esforzándose por mantener la normalidad.

—¿Qué quiere usted saber? —preguntó.

—Tenemos una referencia de un joven…, un amigo de la señora Ilander, que probablemente conocía desde hacía poco…

—Me cuesta trabajo imaginarlo. Aunque… —¿Sí?

—No sé nada de ningún amigo, pero de todos modos Jaana nunca contaba mucho. Era… una persona que sabía escuchar, podía arrancarle a una los secretos mejor guardados, pero jamás hablaba de sus propios problemas…, quizá sencillamente no tenía ninguno.

La oyó respirar hondo.

—Entonces, no sabe usted nada de un hombre al que pudiera haber conocido hace poco.

—No, absolutamente nada…, es difícil que fuera ese…

—¿Sí?

—Hace ya algún tiempo. Habíamos ido a nadar. Se puso a hablar con un chico que, de alguna manera… era un poco extraño. Estaba sentado en un banco, y se pasó minutos enteros mirando fijamente al agua, sin moverse…, iba vestido de forma inusual, completamente de rojo.

—¿La señora Ilander se dirigió a ese hombre, aunque no sabía en absoluto quién era?

—Sí. Aunque, conociéndola, eso no era tan inusual. Jaana era… muy directa, la mayor parte de las veces hacía sencillamente lo primero que se le pasaba por la cabeza. Y encontraba a personas curiosas, como ese hombre, siempre especialmente interesantes.

—¿Volvió a mencionarle con posterioridad?

—No. De todos modos, desde entonces no nos vimos a menudo…, en realidad sólo hablamos por teléfono un par de veces…, como he dicho, ella siempre hablaba poco…

—Entonces usted vio a ese hombre…

—No muy bien.

—Pero estaba presente cuando la señora Ilander se dirigió a él…

—Sí, aunque estaba sentado en un banco, por lo menos a cien metros de distancia. Y yo me encontraba en el agua.

Sigue invisible, pensó Joentaa.

—Aun así: ¿cuál es el recuerdo que tiene de él? ¿Qué aspecto tenía?

—Como he dicho, iba enteramente vestido de rojo. Cabellos más bien largos. Más o menos flaco. No especialmente alto, ni bajito. No habría llamado la atención, si no hubiera llevado esa ropa tan extraña.

—¿Cabe pensar que le reconocería?

Ella reflexionó un instante:

—Me temo que no. Cuando intento imaginármelo ahora, no tengo una imagen ante los ojos. La verdad es que tampoco creo que Jaana tuviera nada que ver con él después de aquel día.

Joentaa asintió. Él sí lo creía, estaba seguro.

Hizo más preguntas, y obtuvo respuestas que no le ayudaron a avanzar. Respuestas que le recordaron las de Arto Ojaranta, Kerttu Toivonen y Annette Söderström. Impotencia total ante un acontecimiento impensable.

Aún hizo unas cuantas llamadas telefónicas, sin obtener informaciones aprehensibles sobre el joven que había bebido vino con Jaana Ilander y era, casi con toda probabilidad, su asesino. Dos actrices del teatro en el que actuaba dijeron algo interesante, que de todas maneras no le ayudaba y ya no le sorprendió: Sí, se acordaban de que Jaana había conocido a un joven, y en una ocasión había asistido a una representación.

No, no lo habían visto.

No, Jaana sólo había dicho, de pasada y un tanto divertida, que era un poquito inusual, que había que darle de comer aparte.

—Esa noche, después de la representación, se enfadó un poco porque tuvo que buscarle —dijo una de las actrices.

—¿Cómo que tuvo que buscarle? —preguntó Joentaa.

—Se había ido. Ella había querido presentárnoslo, pero había desaparecido.

—¿Lo encontró?

—No lo sé… sí, creo que… la esperaba fuera, y se fueron juntos.

—¿De verdad no lo vio, ni siquiera un momento, o de lejos? —Joentaa conocía la respuesta.

—No…, lo siento.

Invisible.

Cuando Kimmo Joentaa volvió a casa esa noche, esa palabra le daba vueltas en la cabeza, y cuando buscó una salida de ese laberinto de pensamientos, pensó en Ketola…, tampoco Ketola había aparecido.

Mientras se abría paso, bajo una ligera nevada, por entre el tráfico vespertino de la salida del trabajo, supo de pronto dónde estaba Ketola. Le había dicho a Nurmela, sin mentir, que por desgracia no tenía ni idea. A Nurmela, que había entrado a su oficina con el rostro inflamado mientras él repasaba los nombres y números de la lista telefónica. Era verdad que Joentaa no sabía dónde había ido Ketola, pero ahora sí lo sabía. Al hospital, claro, con su hijo, del que le había hablado poco antes de la rueda de prensa.

Aunque Ketola se había manifestado de forma enigmática, Joentaa creía comprender entretanto que el hijo de Ketola tenía problemas con las drogas. Ketola se lo había dicho a su manera, curiosamente distante; pero era inusual, muy inusual, que lo hubiera siquiera mencionado.

Joentaa pasó de la carretera general a la comarcal. Entretanto nevaba con más fuerza. Por entre la nevada y los árboles vio la casa, la casa de Sanna, en la que había luz.

Aparcó el coche bajo el manzano nevado. Claro que había luz, tenía visita.

Sintió que eso le alegraba, que era un hermoso pensamiento no estar solo esa noche.