Kimmo Joentaa se detuvo ante la puerta de la oficina y respiró hondo.
Por la mañana aún había tenido la suerte de no encontrarse a Ketola, pero ahora Grönholm le había salido al paso abajo, en recepción, y había dicho que Ketola había llegado.
—Me temo que esta vez está más que enfadado —había dicho, riendo, como si fuera una estupenda noticia.
Durante algunos segundos, Joentaa intentó preparar unas frases explicativas, luego desechó la idea y abrió la puerta de golpe.
—Hola, Kimmo —dijo Ketola, que estaba en su escritorio, inclinado sobre un expediente, y apenas alzó la vista un momento—. Tengo que comparecer ahora mismo con Nurmela ante la prensa; esos imbéciles van a saltar de lleno sobre la historia, ahora… Heinonen me ha dicho que había ido usted a recoger a ese alemán. ¿De veras está aquí?
Dijo todo aquello en tono de charla.
—Sí, le llamé ayer, y…
—¿Por qué? —preguntó Ketola.
—Qué…
—¿Por qué le ha llamado? Ese hombre no es tan importante, siempre que estuviera en su casa de Alemania en el momento del crimen. Y ayer de todos modos tuvo usted el día libre…, una pequeña excursión a Suecia…
—Sí, de todos modos quería hablar de eso con usted…
—Sabe lo que le digo: olvídelo.
—¿Cómo dice?
—Olvídelo. Sin duda hubiera podido avisar. Su móvil estaba desconectado, y mandé un coche patrulla a su casa porque tenía miedo de que hubiera pasado algo, pero qué más da.
Ketola no le miraba. Hojeaba el expediente y parecía completamente concentrado en él.
—Yo… ¿Mandó un coche patrulla a mi casa…?
—Heinonen dijo que habló usted con Annette Söderström —murmuró Ketola en voz baja, como si no hubiera oído lo que Joentaa había dicho—. ¿Tenía esa mujer algo nuevo que decir?
—No… no. Yo…
—¿Sí?
—Siento no haber llamado ayer. Simplemente tenía que irme, es difícil de explicar…
Ketola le interrumpió:
—Ayer por la mañana llevé a mi hijo al hospital. Está… bastante averiado —dijo, y se echó a reír, alto, a gritos, histéricamente, hasta que se atragantó y se calmó tras una serie de toses—. Eso, Kimmo, también es difícil de explicar, pero la locura es que estoy completamente seguro de que usted sabe cómo me siento. Y como sabe cómo me siento, yo sé cómo se siente usted, y por eso le digo: Olvídelo. ¿Comprendido?
Joentaa asintió con lentitud.
—Lo de su hijo…, espero…, ¿qué le ocurre?
—Nada, nada en absoluto —dijo Ketola—. Pequeñas debilidades, como le ocurren a cualquiera en la vida.
Ketola se volvió de nuevo hacia sus expedientes.