Un sonido estridente que se repetía sin parar.
Entre el sueño y la realidad, Kimmo Joentaa comprendió que ese sonido estridente era muy importante, ese sonido estridente no era de allí, era lo nuevo, albergaba una solución.
Echó a un lado el sueño y se forzó a levantarse.
Alguien estaba tocando el timbre.
Mientras se dirigía hacia la puerta trató de recordar el sueño, pero no había nada más. Sólo vio la hora en el reloj del vídeo. Las seis y media.
No se había dormido hasta las seis.
Quiso abrir la puerta, pero no pudo. La abrió una rendija, hasta donde le fue posible.
—Hay alguien tumbado aquí —dijo una voz.
Miró por la rendija.
—¿Roope?
—Hay alguien tumbado en la puerta —dijo Roope.
Roope estaba pálido, blanco como la nieve detrás de él.
Joentaa afianzó el cuerpo contra la puerta. Comprendió lo que iba a ver antes de tener ocasión de pensarlo hasta el final. Supo quién estaba tumbado contra su puerta. Se abrió paso por la estrecha abertura.
—¿Qué le pasa a este hombre? —preguntó Roope.
Joentaa calló. Bajó la vista hacia Vesa Lehmus, supo que tenía que llamar a una ambulancia, supo que era demasiado tarde.
Vio a Daniel, que se asomaba adormilado por la rendija.
—¿Qué pasa? —preguntó Daniel.
Joentaa le miró a los ojos y sintió que algo se soltaba, algo se le escurría de las manos, algo que tenía sujeto con fuerza. El acceso de llanto le pilló por sorpresa. Perdió el control en cuestión de segundos, gritó, vio cómo Roope se estremecía y le miraba con la boca abierta, vio a Daniel que, despejado de pronto, se abría paso por el hueco de la puerta con el rostro desfigurado, sintió que las piernas le flojeaban; tuvo la sensación de ser engullido por una ola gigantesca que contenía todo cuanto se había acumulado.
Oyó que Daniel le gritaba:
—¿Quién es?
Quiso responder, pero no pudo. Pensó que estaba loco. No había llorado cuando Sanna había muerto. No había llorado cuando Laura Ojaranta, Johann Berg, Jaana Ilander habían muerto.
Lloraba por Vesa Lehmus, el asesino.
—Tocaba maravillosamente el piano —dijo.
Daniel le miró atónito, ni él mismo comprendía lo que estaba diciendo.
—Es… —dijo Daniel.
Joentaa asintió. Temblaba, pero el acceso de llanto iba cediendo poco a poco.
—Tenemos que llamar a urgencias —dijo Joentaa.
—Pero…
—¡Traiga el teléfono!
Daniel desapareció dentro de la casa.
Joentaa sintió que el control retornaba, ahora estaba tranquilo, sentía bullir debajo de la superficie, pero estaba tranquilo.
—Roope, vete a casa.
El chico se quedó como plantado en el suelo.
Joentaa trató de imaginar lo que aquello significaba para Roope.
—Por favor, vete a casa y quédate allí. Luego iré a verte, tenemos que… hablar de esto. ¿Comprendes?
—No quiero irme a casa —dijo Roope.
Joentaa reflexionó un momento.
—Entonces entra. Te haré… ¿un cacao?
Roope asintió.
—No debemos tocar a este hombre, ¿cabes por el hueco?
Roope asintió y se escurrió dentro de la casa.
Daniel regresó con el teléfono.
—Gracias. ¿Puede hacerle un cacao al chico? —dijo Joentaa.
Daniel se detuvo un instante.
—Claro —dijo luego, y se dio la vuelta.
Joentaa llamó a una ambulancia. Bajó la vista hacia el hombre tumbado en la puerta de su casa. Congelado a la puerta de su casa. Tenía que haber estado allí sentado mucho tiempo. Toda la noche. ¿Por qué?
¿Por qué había ido a verle Vesa Lehmus?
¿Por qué él no había sentido que estaba allí?
Marcó el número privado de Ketola, que se sabía de memoria, aunque nunca había llamado a él.
Ketola se puso enseguida, parecía estar despierto desde hacía horas.
—Se acabó —dijo Joentaa.
Ketola guardó silencio.
—Vesa Lehmus está a la puerta de mi casa…, está muerto.
Ketola calló durante largo tiempo.
—Voy enseguida —dijo al fin, y cortó la comunicación.
Joentaa se quedó delante del muerto, con el teléfono en la mano. Pensó en el día del museo de artesanía, en el que había estado muy cerca de ese hombre durante unos pocos minutos…
En algún momento llegó Ketola.
Vino Niemi.
Vinieron los colegas de Niemi.
Heinonen. Grönholm.
Los dejó allí y fue a la cocina. Se sentó frente a Roope y vio cómo se tomaba el cacao, lentamente, con una mirada inquisitiva.
Daniel se hallaba apoyado contra la pared, y callaba.
—Hoy no voy al colegio —dijo Roope.
—No —dijo Joentaa.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Roope.
Joentaa alzó la vista.
—No lo sé. Creo que quería hablar conmigo. Creo que era importante para él, pero no sé qué quería decirme.
—Pero, ¿no le conoce?
Joentaa negó con la cabeza.
Daniel se apartó de la pared y salió de la habitación. Cerro de un portazo.
Roope se estremeció.
—¿Qué le pasa? —preguntó.
—Enseguida vuelvo —dijo Joentaa, y siguió a Daniel, que estaba cerrando de un portazo la puerta del salón.
Joentaa se detuvo un momento, luego abrió con cuidado la puerta. Por un momento, imaginó que detrás de la puerta no estaría Daniel, sino Sanna. Sanna estaba sana, y Daniel no existía. Daniel existía tan poco como el hombre tendido a la puerta de su casa.
Daniel le volvió la espalda.
—¿Qué pasa? —preguntó Joentaa.
—Nada.
—Usted sabe quién…
—¡Naturalmente que lo sé! —gritó Daniel. Se volvió y fue hacia él—. ¡Es el hombre a causa del cual estoy aquí, con el que quería hablar, al que quería matar a golpes, al que quería romper la cabeza!
Joentaa retrocedió.
Daniel pareció tranquilizarse poco a poco. Se dejó caer en la cama.
—¿Cómo se llama ese hombre? —preguntó.
—Vesa Lehmus.
—Suena finlandés.
—Es…
—No, calle. ¡No quiero saber nada más!
Se echó a reír de pronto.
—Pero…
—No quiero saber nada más. Ya sé lo suficiente, todo está completamente claro —Daniel se puso en pie y se abrió paso por delante de Joentaa. Siguiendo un impulso, Joentaa quiso cerrarle el paso, ni él mismo sabía por qué.
Daniel buscó algo en el bolsillo de su chaqueta, murmurando en voz baja «Mierda, ¿dónde estás?». Lo encontró, sacó el móvil del bolsillo y se lo tendió a Joentaa:
—Llame al aeropuerto y resérveme el próximo vuelo a Frankfurt.
Joentaa tomó perplejo el móvil.
—¿Puede hacerme ese pequeño favor? —dijo Daniel. Sonreía, pero Joentaa sentía su ira.
Joentaa asintió.
—Es usted un sol —dijo Daniel. Dio una palmada a Joentaa en el hombro y salió de la habitación. Volvió a dar un portazo a sus espaldas.
Joentaa esperó un rato. Trató de pensar, de meterse en los pensamientos de Daniel, pero no lo logró.
Pensó en Sanna.
Desde la muerte de Sanna, Joentaa sólo había estado dos veces a solas en esa habitación. Cuando había hecho la cama a los padres de Sanna y a Daniel. Con sábanas nuevas.
Había tirado las viejas, que le recordaban a Sanna.
Pensó que todo terminaba ahí.
Se volvió y fue a marcar el número de Finnair. Mientras hojeaba en la guía telefónica, pensó que tenía que hablar con Roope. Tenía que decirle al médico de urgencias que Roope había encontrado al hombre.
Oyó fuera la voz penetrante de Ketola. Ketola, completamente despejado, dueño de la situación, explicaba a Grönholm y Heinonen lo que tenían que hacer.
Oyó la señal de la línea y se preguntó si los sanitarios ya se habrían llevado a Vesa Lehmus.
Una voz de mujer, suave y lejana, le dio las horas de los vuelos. Joentaa dio las gracias, la mujer le deseó un hermoso día y un buen vuelo.
—Su vuelo de Finnair despega esta tarde a las 17.30. Puede facturar en el aeropuerto, hay asientos de sobra —dijo Joentaa, y devolvió su móvil a Daniel. Se hallaba sentado frente a Roope, a la mesa de la cocina.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Roope.
—Se va a casa, a Alemania —dijo Joentaa, y señaló a Daniel.
—¿Qué? —preguntó Daniel.
—Quería saber de qué hablamos, y le he dicho que se va usted a casa, a Alemania. Daniel asintió.
—Yo estuve en Alemania, en Hamburgo, con el transbordador —dijo Roope.
—¿Qué dice? —preguntó Daniel.
—Que estuvo en Alemania. En Hamburgo.
Daniel asintió, guardó silencio un rato.
—Ese hombre… de ahí fuera…, ¿cómo ha dicho que se llamaba?
—Vesa Lehmus.
—¿Por qué… lo hizo… por qué mató a Jaana?
—No lo sé —dijo Joentaa.
—¡Pero tiene que haber un motivo!
—Creo que él quería a Jaana —dijo Joentaa.
Daniel rio un instante:
—Claro, seguro que sí.
Daniel respiró hondo.
Joentaa vio que su rostro se desfiguraba poco a poco.
—¿Por qué llora el alemán? —preguntó Roope.