Su vida era oscura, agotadora y asquerosa.
Su madre le atacaba los nervios.
—¡Date prisa! —gritó a sus espaldas.
Como si fuera culpa suya tener que vivir precisamente en medio del bosque, aislado del mundo exterior, que precisamente él tuviera que recorrer el camino más largo hasta la parada del autobús. Todas las mañanas estaba agotado cuando llegaba, tan agotado que pensaba que ojalá el día ya hubiera terminado.
Seguro que el autobús ya se había ido, hoy llegaba especialmente tarde, y no tenía el menor deseo de darse prisa.
Ayer había sido divertido, el trineo, la guerra de bolas de nieve, por lo menos algo.
Se acercó a la casa del policía, Joentaa. En los últimos tiempos siempre sentía una extraña sensación cuando pasaba por allí. Su madre le había contado que la esposa del policía había muerto. Eso le había dado que pensar mucho tiempo, naturalmente no había dejado que se le notara, pero le había dado que pensar, le había hecho daño, y le había inquietado.
Esa mujer, Sanna Joentaa, era tan bella, nunca había hablado mucho con ella, pero siempre la miraba cuando se bañaba en el lago. A veces había pensado que aquel policía tenía mucha suerte y que, más adelante, él también quería tener una mujer así, justo la misma.
Jamás había pensado que una mujer así pudiera morir.
El policía le daba pena, pero en los últimos tiempos también tenía una mala sensación cuando se lo encontraba, el hombre estaba tan… silencioso y triste, parecía no estar del todo en sus cabales. En una ocasión le había saludado, pero Joentaa ni siquiera le había oído, había pasado delante de él con la cabeza baja.
Cuando llegó a la altura de la casa aceleró el paso, era tarde, si no se daba prisa perdería el autobús. Quería pasar por la casa sin mirar, su madre le había dicho hacía un tiempo, con mucho énfasis, que ahora había que dejar en paz al señor Joentaa, y la casa siempre le recordaba a la hermosa mujer, y luego pensaba en la tumba en la que tenía que yacer, y en que en algún momento su cuerpo se descompondría, pero alzó la vista hacia la casa, no pudo evitarlo.
Había alguien sentado allí.
Había alguien sentado apoyado en la puerta, durmiendo.
Quiso seguir caminando, no quería tener nada que ver con eso.
Su madre le había dicho que había que dejar en paz al señor Joentaa.
Bajó la vista y se forzó a seguir caminando, ya había dejado la casa atrás.
No obstante, ¿cómo podía alguien dormir con ese frío?
Dio la vuelta y corrió hacia la casa. Se acercó al hombre dormido y esperó que despertase de inmediato. Cuando estuvo a pocos metros le habló, pero el hombre no reaccionó. Se agachó sobre el hombre y dijo: «¡Despierte!», pero el hombre siguió durmiendo.
Se quedó allí un rato, indeciso, luego llamó al timbre, y mientras esperaba pensó que iba a perder el autobús, se avergonzó de pensarlo, pero pensó que tendría algo que contar mañana, cuantío los otros le preguntasen por qué no había ido al colegio.