CAPÍTULO 2

Daniel Krohn llegó al cabo de unas dos horas al país del que había creído que estaba en el fin del mundo.

La azafata le sonreía sin cesar, al menos él tenía esa impresión, y el hombre de pelo gris sentado junto a él, un finlandés, no dejaba de beber cerveza y de hablar. El hombre le guiñó benévolo un ojo cuando derramó su Cola-Cola Light. La azafata sonrió y trajo un paño para limpiar.

El hombre le habló, en un inglés torpe, pero sorprendentemente rico en vocabulario, de sí mismo, de su vida en Finlandia, de amigos que había visitado en Alemania, de la suerte de envejecer. Del tiempo que tenía ahora, de sus nietas. El hombre le enseñó una foto de ellas. Dos niñas delante de una ancha superficie nevada. Vestían gruesos abrigos de un rojo estridente. El fotógrafo, probablemente el hombre mismo, las había hecho reír.

El hombre miró a Daniel, esperando una reacción. Daniel asintió sin decir palabra hasta que el hombre sacó un periódico de su portafolios y empezó a leer.

Daniel Krohn se volvió y miró por la ventana.

Gris.

Se imaginó besando a la azafata.

Marion le había despedido con un gesto cuando él volvió la vista desde la ventanilla del taxi. El taxista tarareaba en voz baja, y él en ese momento pensó que Marion significaba mucho para él.

Desde el aeropuerto había llamado a Tina para decirle que tenía que irse de viaje por un tiempo. Cuando le preguntó por qué, él le dijo la verdad, para su propia sorpresa. Tina se había sorprendido y no había entendido enseguida de qué hablaba, pero no hizo más preguntas. Tina, la estudiante de Teología que no tenía problemas en tener un lío con un hombre casado. Mientras los límites estuvieran claros.

Sin duda Tina era extraordinariamente excitante.

Tina y Marion le habían pedido que llamara al llegar a Helsinki.

Pensó que Marion significaba mucho para él, aunque la engañaba desde hacía años con distintas mujeres y hacía mucho que llenaban discutiendo la mayor parte de su tiempo en común.

Se preguntó por qué Marion significaba tanto para él.

Se preguntó qué pasaba por la mente de Jaana Ilander cuando ésta tomaba el bolígrafo y empezaba a escribir, día tras día: Dear Daniel, I hope you are fine

Cartas que jamás fueron respondidas.

Cartas siempre amables, cariñosas.

Cartas fascinantes, atemorizadoras.

Las había leído todas.

Pensó en la foto que el anciano que estaba junto a él había sacado de su cartera, en las dos niñas con abrigos rojos. Jaana también le había enseñado entonces, en Italia, una foto, una foto de su sobrino, que acababa de nacer. De pronto, se acordó con mucho detalle de aquella situación. Se hallaban comiendo pasta con tomate en un restaurante de la playa. Jaana había dicho que tenía que conocer a toda costa al pequeño Teemu, así se llamaba el sobrino, el hijo de su medio hermana, que tenía que ir a Finlandia a toda costa. Él dijo que sin duda lo haría, lo había prometido.

En una ocasión Jaana Ilander le había llamado, algunas semanas después de conocerse en Italia. Él notó enseguida que ella estaba preocupada por él. Se mostró aliviada al oír su voz, y dijo que se alegraría de que le escribiera. Su voz no había sido exigente, sino insoportablemente amable. Le había propuesto ir a visitarle las próximas vacaciones, y él contestó que se podía estudiar.

Ahora se acordaba con mucho detalle de la conversación.

Había esperado hasta que ella no tuvo nada más que decir.

Se despidió y colgó.

Nada había cambiado en las cartas. Cartas amables, extensas, caligrafía clara y sin adornos, bien formuladas, tensas. Sólo que Jaana Ilander nunca había vuelto a hablar de su proyecto de visitarle durante las vacaciones, y no había vuelto a preguntarle por sus planes y cómo se encontraba.

Dear Daniel, I hope you are fine

Eso tenía que bastar, desde aquella llamada telefónica.

Se preguntó qué le había impedido decirle a Jaana Ilander que él no se había tomado todo aquello tan en serio como ella. Se preguntó qué le había movido a hacer en su círculo de amigos chistes sobre su ligue de vacaciones y a conservar a la vez cada una de las cartas de Jaana Ilander.

Cuando el piloto anunció que iban a tomar tierra, el hombre sentado a su lado volvió a dirigirse a él, pero ahora ya no charlatán, sino agobiado. Preguntó a Daniel qué iba a hacer en Finlandia, en qué trabajaba, qué era lo que más le gustaba de Finlandia. Tropezaba con la lengua inglesa y temblaba. Miedo a volar, pensó perplejo Daniel. Durante el trayecto, el hombre había dado una impresión de relajación total, pero ahora, durante la maniobra de aterrizaje, se hallaba enteramente fuera de sí.

Daniel pensó que el hombre tenía miedo a no volver a ver a las dos niñas a las que había hecho reír.

Dijo al hombre que trabajaba como redactor en una agencia publicitaria, y que iba a Finlandia por primera vez. ¿Por qué? De vacaciones. ¿Solo? Solo. El hombre asintió. Daniel tuvo la impresión de que no oía lo que le estaba diciendo, tan sólo quería distraerse de su miedo.

Daniel pensó que él raras veces tenía miedo. Nunca había tenido miedo a no volver a ver a Jaana Ilander.

El anciano le sonrió cuando el avión dejó de rodar por la pista. Mientras caminaban por el corredor telescópico hacia el edificio del aeropuerto, volvió a hablarle de sus nietas, ahora completamente relajado. Lástima que su mujer ya no las hubiera visto nacer.

Daniel Krohn asintió, y pensó de repente que todo era completamente distinto. Jaana Ilander no había sido asesinada. Jaana Ilander, que durante años le había enviado tercamente amables cartas, había encontrado una forma de volver a verle. El hombre que le había llamado, el policía finlandés, no era un policía, sino un amigo de Jaana Ilander, el cual debía atraerle a Finlandia con una absurda historia.

Jaana Ilander no estaba muerta. Estaría esperándolo a la salida. Se escondería en algún sitio, detrás de una columna o de un periódico, y le taparía los ojos con las manos. Él se daría la vuelta y vería su rostro.

Ella se reiría de él y le besaría con fuerza en la boca.

—¿De qué se ríe? —preguntó el anciano.

—De nada importante —dijo Daniel.

Jaana Ilander no estaba esperándolo.

Siguió las indicaciones que el policía finlandés le había dado. El policía, Joentaa, estaba muy despierto cuando le había llamado, temprano. Le había dado indicaciones precisas, y todo estaba bien: el autobús a Turku se encontraba en la parada 11, justo al lado de la terminal de llegadas internacionales. Pasaba a las 13.30 y a las 14.01 y, tal como había supuesto el policía, Daniel llegó a tiempo al de las 13.30.

Mientras el autobús avanzaba despacio sobre la nieve, pensó en ese policía, del que emanaba una extraña quietud. Daniel casi había tenido la impresión de sentir vibrar un reproche en su voz. Naturalmente, eso no podía ser.

¿Por qué le había llamado un policía, y no un notario, o cualquier persona dedicada a tramitar asuntos de herencia? ¿Y por qué iba a hacer testamento Jaana Ilander, que era incluso unos años más joven que él? A él no se le había pasado por la cabeza ni por un segundo hacer tal cosa.

Cuanto más pensaba en ello, más fuerte se hacía la impresión de que todo aquello era un mal chiste.

Probablemente Jaana Ilander le esperaba en la estación de autobuses de Turku.

Cerró los ojos y trató de recordar los rasgos de Jaana Ilander. No lo logró. En alguna ocasión, ella le había mandado fotos, las había metido en una de las primeras cartas, se acordaba muy bien, se acordaba de su propia irritación. Había metido la carta en la caja de zapatos y tirado las fotos a la basura, antes de que su compañera de entonces pudiera verlas.

Trató de acordarse de aquella amiga. Se llamaba Cornelia, y hacía años que no la veía.

Según había dicho el policía finlandés, tenía que hacer transbordo al cabo de media hora. El segundo autobús era más grande, más confortable aún, y estaba casi lleno. Se sentó al lado de una joven. Leía un libro cuyo título estaba hecho de letras que parecían no tener relación entre sí. Finlandés. Él había reído ya entonces, cuando Jaana Ilander le había enseñado muestras de su idioma. Se había reído y había dicho que sin duda nunca entendería ese idioma. Se había dado cuenta de que a Jaana le decepcionaba la afirmación, pero no le había importado.

La joven sentada a su lado le gustó. Era muy rubia, como Jaana Ilander.

Sin duda, Jaana Ilander había sido extraordinariamente excitante.

Buscó una posición relajada en el asiento y se preguntó qué se le había perdido en ese autobús. Había tomado la decisión de ir a Finlandia sin pensar, y empezaba a arrepentirse.

¿Qué se le había perdido en Finlandia?

Una mujer de uniforme le habló en ese extraño idioma que no entendía.

Sorry, I don’t speak your language —dijo, irritado.

Your ticket, please.

La mujer de uniforme se mantuvo fríamente amable, lo que le irritó aún más. Le tendió el billete. La joven junto a él le preguntó de dónde venía.

Germany.

Ella asintió, sonrió y, para su sorpresa, no hizo más preguntas. Se volvió de nuevo hacia su libro. Él la contempló de forma intencionadamente llamativa; le gustaba hacerlo cuando estaba nervioso, eso calmaba. Guapa. Cabello rubio y ojos grandes. Si se acordaba bien, Jaana Ilander había sido muy parecida a ella.

Se volvió y miró por la ventana. Durante minutos pasaron por ella árboles cubiertos de nieve, interrumpidos a intervalos regulares por lagos helados.

Plateado. Gris. Blanco.

I like your country —dijo a la joven—. It’s really nice. —Ni él mismo sabía a qué venía eso, si lo decía en serio o quería provocarla.

La joven alzó la vista de su libro y le sonrió.

Así tenía que haber sido la sonrisa de Jaana Ilander.

Jaana Ilander no esperaba en la estación de autobuses.

Nevaba en gruesos copos, y un hombre joven se dirigió hacia él. Supo enseguida que era el finlandés con el que había hablado por teléfono. Sintió que ese hombre no podía ser parte de una broma pesada. Ese hombre parecía completamente auténtico.

Jaana Ilander estaba muerta.

—¿Señor Krohn? —preguntó el hombre.

—Sí. Usted es…

—Kimmo Joentaa. Hemos hablado por teléfono.

—Gracias por venir a recogerme.

—No hay de qué. ¿Me permite?

Tomó la maleta y se dirigió hacia un coche pequeño de color azul oscuro. Antes de arrancar pareció meditar un instante, luego se decidió:

—Quería ofrecerle alojarse en mi casa —dijo.

Daniel se hallaba demasiado sorprendido como para responder de inmediato.

—Naturalmente, también puedo llevarle a un hotel…

—No…, acepto con gusto su ofrecimiento… es… un poco sorprendente…

El hombre asintió y arrancó.

—Me alegro de que usted haya venido —dijo al cabo de un rato.

Daniel miró al joven al que no conocía, y que le resultaba de algún modo simpático e inquietante a un tiempo, y pensó que al final Jaana Ilander lo había conseguido. Había conseguido sacarle a la fuerza de sus esquemas.

Incluso había olvidado llamar a Marion a su llegada. Y a Tina.

—¿Por qué? —preguntó.

El policía se volvió hacia él con una mirada interrogativa.

—¿Por qué se alegra de que haya venido? No me conoce en absoluto.

El policía reflexionó, durante un tiempo irritante.

—Me alegro de que haya venido porque también tenía otras posibilidades. Por ejemplo, hubiera podido decir que la señora Ilander y su testamento no le interesaban. Me alegro de que no lo haya dicho.

—Pero, ¿por qué se alegra de eso? ¿Y por qué me ofrece alojarme en su casa?

El hombre volvió a callar.

—¿Es usted de verdad policía? —preguntó Daniel durante la pausa.

—Sí, claro —dijo sorprendido el hombre.

—Durante el vuelo pensé que todo podía tratarse de una broma… Jaana habría sido capaz de algo así.

El policía le miró largamente.

—Siento mucho que tuviera esa idea —dijo.

Viajaron un rato en silencio.

—Ella ha sido… asesinada —dijo al fin Daniel. El policía asintió y guio el coche hacia las afueras de la ciudad, hacia un paisaje nevado. Daniel sabía que aún tenía muchas preguntas, pero no se le ocurría ninguna. El hombre torció hacia un camino forestal, la nieve crujió pegándose a las ruedas, y Daniel pensó que era el día más absurdo de su vida.

Llamaría a Marion, Tina y Oliver, que sin duda estaría preguntando por él, impaciente, en la agencia. Que dónde se había metido esta vez, que si volvía a tener su bloqueo mental y de escritura. Se había traído consigo los documentos sobre el gris político llamado Glanz. Sabía exactamente lo que tenía que hacer, incluso tenía ya un eslogan en la cabeza, aunque no del todo claro, todavía no formulado por entero.

Pero tenía controlada la situación.

El hombre junto a él seguía llevando el coche cada vez adentrándose más en el bosque nevado. A derecha e izquierda había casas de madera, entre los árboles resplandecía de vez en cuando el hielo de un lago helado. Daniel pensó que Finlandia era un país maravilloso, y recordó que Jaana Ilander había dicho exactamente eso. Finlandia era un país maravilloso, que tenía que ver a toda costa.

Ahogó el pensamiento preguntando si faltaba mucho para llegar.

—Enseguida —respondió el policía.

Unos minutos después paraba al pie de un árbol, a la entrada de una casa de madera de tejado plano. Era una bella casa, pero el primer pensamiento de Daniel fue que esa casa estaba vacía, muerta; no supo de dónde le venía esa impresión.

Fue en pos del policía, que portaba su maleta. Por un momento pensó que Jaana Ilander esperaba detrás de la puerta que el policía iba a abrir.

Nadie esperaba detrás de la puerta.

El policía dejó la maleta en el pasillo y tomó el abrigo de Daniel.

—Tengo que volver a la oficina —dijo mientras colgaba el abrigo—. He hecho un soufflé de pasta, si tiene usted hambre… está en el horno.

—Muchas gracias —dijo Daniel, y echó mano de forma instintiva al teléfono móvil. Llamar a Marion. Y a Tina. Y a Oliver. Regresar a la realidad.

—Tengo que llamar a casa —dijo—. Mi esposa…

—¿Está usted casado?

Daniel asintió.

—Y mi jefe está esperando, probablemente impaciente ya, un texto que hoy tenía que tener, cuando menos en una versión bruta…, simplemente salí esta mañana, sin avisarle.

El policía sonrió.

—¿Por qué sonríe usted?

—Yo he hecho lo mismo,

—¿Qué?

—He viajado a Estocolmo sin informar a mis superiores.

Daniel no comprendió. ¿A qué venía eso ahora?

—¿Por qué fue usted a Estocolmo?

—¿Por qué ha volado usted esta mañana a Finlandia?

El policía seguía sonriendo. Amable. Triste.

A Daniel no se le ocurrió ninguna respuesta.

—Tengo que irme —dijo el policía—. Trataré de escaparme pronto…, en cualquier caso, el sofá cama del salón es para mí. Usted dormirá en el dormitorio.

Daniel asintió, perplejo.

—Hasta luego —dijo el policía, y se fue.

Daniel se quedó indeciso un rato. Luego conectó el móvil y marcó su propio número, el número de Marion.

De pronto, el policía volvía a estar en la puerta.

—Puede usar mi teléfono. Seguro que es más barato —dijo.

—Gracias —dijo Daniel.

El policía asintió y volvió a irse. Daniel interrumpió la marcación y esperó a que el ruido del motor del cochecito se perdiera en el bosque.

Se quedó en pie un rato ordenando sus pensamientos.

No sabía qué quería de él ese policía, y tampoco entendía por qué había venido a Finlandia.

Aplazó la llamada a Marion.

Jugó con la idea de no llamar a Tina en absoluto.

Fue a la cocina y sacó el soufflé del horno. La verdad era que tenía hambre, mucha hambre. Tenía la sensación de no haber comido en una eternidad. Llenó un plato, se sentó a la mesa de madera y miró el paisaje nevado por la ventana.

Pensó en la publicidad electoral del gris señor Glanz, en el eslogan que tenía que proporcionarle. Pensó en Oliver, que esperaba impaciente, pero el pensamiento se esfumó con rapidez.

Pensó en Jaana Ilander, se acordó de lo mucho que se entusiasmaba al hablarle de Finlandia. Pensó en el policía al que no conocía, y que lo había alojado en su casa.

Luego haría muchas preguntas a ese policía, e insistiría en obtener respuestas.