CAPÍTULO 19

Vesa Lehmus había desaparecido.

No había sido visto ni por el museo de artesanía ni por su casa, se había colado por la apretada red de los cortes de carretera.

Mientras Kimmo Joentaa se dirigía a su casa, atisbaba las matrículas de los coches, observaba a la gente por la calle, y en algunas ocasiones tuvo por un momento la impresión de ver a Vesa Lehmus.

Dejó el centro atrás y se concentró en la carretera.

De todos modos era demasiado tarde.

No podía librarse de la idea de que Jaana Ilander estaría viva si hubiera pensado más deprisa, y sabía que esa idea siempre estaría ahí.

Tuvo que volver a dejar el coche en el camino nevado. Avanzó por la alta nieve. Cuando pasó delante de la casa de los Laaksonen, vio a Liisa en la cocina.

Su casa, la casa de Jaana, estaba oscura. Parecía inanimada, y Joentaa pensó que no iba a quedarse allí, que no podía quedarse, aunque sabía que Sanna lo habría querido, pero era imposible. Tenía que marcharse pronto, muy lejos, a algún lugar que no tuviera lo más mínimo que ver con Sanna.

La noche siguiente al entierro de Sanna, había cogido la pistola y se había quedado mirándola un rato. Enseguida supo que no llevaría a la práctica la idea que había tenido; sintió que su miedo era demasiado grande, el miedo a los últimos segundos, por los que Sanna había sido sorprendida en el sueño.

También Laura Ojaranta, Johann Berg y Jaana Ilander habían sido sorprendidos en el sueño.

Se preguntó por qué no había ninguna luz en la casa.

La idea de que Daniel no estaba allí le dio miedo. Desde que Daniel estaba allí le había sido más fácil ir a casa.

Cerró la puerta y encendió enseguida la luz del pasillo.

—¿Daniel? —dijo.

Silencio.

Abrió con cuidado la puerta del salón y miró en la oscuridad el gris lago de hielo a la luz de la luna. Sintió, con tanta conciencia como nunca, su miedo al invierno.

Siempre había tenido miedo al frío y a la oscuridad omnipresente. Cuando, de niño, había ido al colegio en bici por las mañanas, estaba oscuro, cuando volvía después de comer estaba oscuro, y siempre había temido congelarse antes de llegar.

El primer invierno luminoso de su vida había sido aquel en el que había conocido a Sanna.

Daniel estaba tumbado en el sofá, y dormía.

Joentaa se volvió, cerró en silencio la puerta tras de sí y fue a la cocina. Encendió la luz, llenó un vaso de agua y bebió. Fuera pasó Roope, el chico de la casa vecina. Arrastraba un trineo. Joentaa recordó que Roope y sus amigos le habían despertado cuando estaba tendido en la pasarela, al día siguiente de la muerte de Sanna. Se preguntó si Roope aún se acordaba de ese día y de su extraño comportamiento.

Se sentó a la mesa de la cocina y oyó la melodía que Vesa Lehmus había tocado. La oía desde que había cristalizado a partir de la aparentemente arbitraria interpretación de Anna. Era una hermosa melodía, casi tenía la impresión de que tenía algo que ver con él, con la muerte de Sanna y con su miedo.

Casi tenía la impresión de que esa melodía hubiera podido ayudarle, si no hubiera golpeado contra su frente con tan persistente dureza.