—¿Dónde está ese mierda? —gritaba Ketola.
—¿Qué significa…? —Joentaa tuvo que tomar aliento.
—¡Nada! ¡Como podrá observar fácilmente! ¡No está aquí! —Ketola hizo un gesto abarcando la estancia—: ¡No hay nadie aquí, vacío, mierda!
Se dejó caer en la silla que había junto a una mesa de madera, en el centro de aquel estudio parcamente amueblado.
—Está usted… —Joentaa no completó la frase.
Ketola le miró cortante:
—¿Qué estoy?
—Ha echado usted la puerta abajo…
—Ah, ¿se ha dado cuenta?
—No puede usted…
—¿Que no puedo qué?
Joentaa cogió de manera mecánica su teléfono móvil, para rehuir la agresividad de Ketola, sin perderlo de vista. Ketola temblaba, y parecía dirigir hacia él su ira.
—¿Por qué me mira de ese modo? —Ketola se puso en pie de un salto y se dirigió a Joentaa. Joentaa marcó y se obligó a mantener la calma. Oyó con alivio la voz siempre amable y contenida de Heinonen.
—Hola. Tuomas, soy Kimmo…
Ketola, que se había erguido ante Joentaa y estaba a punto de lanzarse sobre él, se detuvo y pareció volver poco a poco en sí.
—Hola, Kimmo —dijo Heinonen—. Ya sé, Ketola me ha llamado…, estoy en el museo con dos compañeros, estamos tratando de no llamar la atención para no prevenir sin querer a ese tipo si aparece por aquí…
—Sí…, muy bien. Nosotros estamos en casa del individuo, no está aquí…, pregunta a la mujer…, no sé cómo se llama…, la mujer de la caja…
—¿Sí?
—Pregúntale si Lehmus tiene amigos o parientes con los que podría estar…
—Un momento.
Joentaa oyó sordamente la voz de Heinonen y, apenas audible, la de la cajera. Al cabo de un minuto Heinonen volvió a hablar:
—La mujer dice que tiene un hermano… Tommy Lehmus, con domicilio en Turku…, Hämenkatu 28, pero durante el día trabaja en una residencia de ancianos…
—Pregunta a la mujer por esa residencia.
—Un momento…
Joentaa vio que Ketola miraba detrás de él, sorprendido, como si ocurriera algo extraño a sus espaldas. Creyó que Vesa Lehmus había vuelto, que estaba en el umbral de la puerta. Se volvió de golpe, pero no había nada. Tan sólo la puerta destrozada, medio caída en el suelo, porque Ketola la había arrancado con violencia de los goznes. Ketola pasó ante él y se detuvo al llegar a la puerta. Parecía muy tranquilo. Nada apuntaba al colérico estallido, a la enorme furia con la que tenía que haber derribado esa puerta.
Joentaa pensó que nunca había visto una puerta en tan mal estado, pensó que Ketola había parecido toda la mañana igual de tranquilo, de controlado, como ahora; sin embargo, ¿qué pasaría si entre las pausas explotaba de pronto de un modo tan terrible?
Heinonen volvía a estar al teléfono.
—La mujer conocía el nombre de la residencia, se llama Sinivuori, he apuntado la dirección…, ¿me oyes?
—Sí, disculpa, ¿cuál es la dirección?
—Kaukvuorenkatu 42 a 44. Eso está, si no me equivoco, a las afueras de Turku…
—Gracias.
—¿Quieres que mande un coche patrulla?
—No, iremos nosotros. Hasta luego.
—Hasta luego —dijo Heinonen.
Joentaa cortó la comunicación.
—Buena idea, muy bien —murmuró Ketola, sin quitar la vista de la puerta, que entretanto había vuelto a medio colocar en su sitio. Detrás de Ketola, en el pasillo, había dos niños pequeños y un hombre claramente ebrio. El hombre reía entre dientes, y los niños trataban, cautelosos, de echar un vistazo a la casa.
Ketola tenía que haber sobresaltado a toda la casa al echar la puerta abajo.
—¡Fuera de aquí! —dijo Ketola—. ¡Largo, no hay nada que ver! —los niños salieron corriendo, el borracho se acomodó, provocador—. Vaya usted a esa residencia —dijo Ketola—. Yo esperaré aquí, puedo pasar el tiempo tratando de arreglar el desorden que he causado —se esforzó por sonreír, pero no pudo.
Joentaa pensó en su intención de hablar con Ketola, de hablar sencillamente durante largo tiempo, pero sabía que siempre pensaría en ello, y jamás lo haría.
—Lo siento —oyó decir a Ketola cuando ya bajaba por la escalera.