—¿Qué significa eso de que conoce esa canción?
—¿Qué canción? —dijo Ketola.
—La canción que Anna está tocando…
—Anna no sabe tocar —dijo Raija Ojaranta.
—Déjennos en paz de una vez —gritó Arto Ojaranta, y abrazó a Anna, que se aferraba a sus hombros y lloraba con violentas convulsiones.
Todos se apiñaron a su alrededor.
Él estaba sentado al piano y pensaba que todo había terminado. Sentía que las fuerzas huían de su cuerpo.
—Conozco esa canción…, el asesino tocó esa melodía.
—¿Qué? —Ketola bajó la vista hacia él, con una expresión grotescamente desfigurada que a Joentaa casi le hizo reír, pero no había nada de lo que reírse.
—He oído esa melodía, estaba junto a ese hombre mientras la tocaba, y me contó que era obra suya.
Ketola le miraba, irritado, aunque atento.
—Ese hombre trabaja en el museo de artesanía que Johann Berg visitó el día de su muerte. Y Anna conoce esa melodía…
—Él era afinador de pianos —susurró Anna.
—¿Qué? —Ketola se volvió en dirección a Anna.
—Quería afinar el piano… —susurró Anna.
—¿Cuándo? —preguntó Ketola.
—No lo sé…
—¿Cuándo fue eso, niña? —gritó Ketola.
—¡Basta ya de gritos, dejen a Anna en paz! —gritó Ojaranta.
—¡Anna, responde a la pregunta! —dijo Raija Ojaranta.
—Escucha, necesito saber cuándo ocurrió eso, es muy importante para mí —dijo Ketola, en un tono forzadamente amable.
—El día antes de que tía Laura…
—¿Sí?
—Antes de que ella…
—¿Sí, qué?
—¿No se da cuenta de que está atormentando a la niña? —dijo Ojaranta.
—El día antes de que tía Laura ya no estuviera aquí, de que le pasara algo horrible —gritó Anna.
La frase pareció retumbar en el silencio.
—¿Ese hombre… quería afinar el piano, y tía Laura le dejó entrar? —dijo Ketola.
—Sí, le pareció bien, dijo que así me gustaría más tocar, y que seguro que también se alegraría Kerttu, la hermana de tía Laura, porque Kerttu sabe tocar y seguro que nota cuándo un piano no suena bien…
—¿Y ese hombre… te enseñó esa canción?
—Sí…, en realidad sólo quería ver el piano, pero luego me enseñó a tocar, él no era tan impaciente como… —Anna miró confusa a su madre.
—Sigue hablando, Anna —dijo Raija Ojaranta.
—… tuvo paciencia hasta que supe tocar la melodía, y se alegró mucho, creo yo… aunque hablaba poco…
—¿Y ese hombre… volvió a irse?
Anna asintió.
—Tía Laura dijo que vendría al día siguiente a afinar el piano.
—Pero al día siguiente tú no estabas aquí.
—No, porque mamá volvía de vacaciones…
Ketola asintió. Se levantó y acarició ligeramente la cabeza de Anna, un movimiento que llamó la atención de Joentaa, porque no encajaba con Ketola. Sin embargo, ese día mucho de lo que hacía Ketola no encajaba con la imagen que Joentaa tenía de él.
Ketola estaba ya en la puerta, con el abrigo puesto.
—Kimmo —se limitó a decir.
Joentaa se levantó del suelo. Se sentía mareado, tenía las piernas débiles y pensó que tenía que disculparse con Anna, más tarde.
Ketola condujo. Joentaa iba sentado a su lado, mirando a través del parabrisas el brillante paisaje nevado, y sentía que las fuerzas retornaban a él poco a poco. Aquello no había terminado. En cierta forma, estaba empezando en ese momento.
—¿Cómo se llama ese hombre? —preguntó Ketola.
Joentaa trató de acordarse del nombre. Se trataba de un nombre inusual.
—Lehmus… Vesa Lehmus.
—¿Cómo es? ¿Cómo he de imaginar a ese hombre?
—Silencioso. Delgado, insignificante. Amable…
Ketola asintió.
—Él le conoce a usted —dijo—. Será mejor que aparquemos el coche un poco antes de llegar y vaya yo solo. No tendrá tiempo de comprender qué pasa. ¿Qué hace exactamente ese hombre en el museo de artesanía?
—Un poco de todo, creo. Guio por las casas al grupo sueco. Seguramente sabe mucho acerca de esas casas; la mujer de la taquilla me habló impresionada de sus conocimientos.
—Y mientras usted estaba allí, ¿tocó el piano?
Joentaa asintió:
—Hay un piano en el café. Lo tocó. Yo le… envidié, por lo bien que sabía tocar… Anna tocaba esa melodía todo el tiempo… habría podido impedir el asesinato de Jaana Ilander si me hubiera dado cuenta antes…
Ketola calló.
—Pensaba todo el tiempo que había oído esa melodía siendo niño, pero no era cierto. Sabía que la conocía, pero de algún modo la clasifiqué mal…
—Debería ver todo esto de otra forma, Kimmo —dijo Ketola. Joentaa sintió su mirada—. Es notable que haya reconocido siquiera esa melodía.
Joentaa calló, y se acordó de pronto de que aquel hombre, Vesa Lehmus, iba completamente vestido de negro, monocromo, como el hombre que Kati Itkonen había visto en la playa…, ¿cómo se había dado cuenta?
Alzó la vista hacia Ketola, que conducía muy deprisa, aunque muy seguro de sí mismo. Ketola estaba tan tranquilo. Tan seguro de sí. Quizá tenía que ver con su hijo, quizás estaba mejor. Joentaa esperaba que así fuera.
Ketola aparcó el coche a la orilla del río y bajó.
—Hasta pronto —se limitó a decir, pero Joentaa sintió su contenida excitación. Lo vio irse, vio cómo se encaminaba decidido, con su esquinada manera de andar, hacia las viejas casas de madera del museo al aire libre. Joentaa pensó que Ketola pediría refuerzos, pero quizás era mejor así. Ketola sorprendería a Vesa Lehmus. Ni siquiera podía imaginar que aquel hombre tranquilo, de aspecto un tanto aletargado, hiciera siquiera el intento de escapar. Por lo demás, tampoco había podido imaginar que fuera el asesino… aunque en sus pensamientos se parecía mucho al hombre que buscaban… tranquilo, insignificante…, ¿cómo no había pensado en Vesa Lehmus?
Vio a Ketola hablar con la mujer de la caja. Vio que primero ella sacudía la cabeza, luego se encogía de hombros, como si no entendiera algo.
Joentaa quería saber lo que la mujer decía. Estuvo a punto de bajar del coche, pero se obligó a mantener la calma y se quedó en su sitio. Ketola remataría el asunto.
Ketola terminó de hablar con la mujer y desapareció detrás de las casas. La mujer no parecía inquieta, estaba claro que Ketola había hecho como si se tratara de un asunto sin importancia.
Estuvo un tiempo fuera del alcance de su vista. La mujer seguía inmóvil en la caseta de la taquilla, la escena parecía congelada a la fría luz del sol.
Joentaa seguía sintiendo la parálisis, la petrificación que se había producido en cuestión de segundos, cuando lo había comprendido todo y había caído al suelo junto a Anna.
Tenía que disculparse con Anna…
Le costaba trabajo pensar con claridad, y en cierto modo realmente no entendía que Ketola quisiera detener al asesino a cien metros de allí, en aquel idílico asentamiento antiguo.
¿Dónde se había metido Ketola?
Tenía que hacer algo. No podía quedarse tranquilamente sentado en el coche.
Se acordó del miedo que había sentido. Miedo a detener al asesino. Miedo, porque el enigma que le apartaba de la muerte de Sanna se disolvería en la nada en cuanto el asesino tuviera rostro.
Ahora el asesino tenía rostro.
Un alegre grupo de viajeros se dirigía a las viejas casas. La gente compró entradas a la mujer de la taquilla.
Joentaa sentía que tenía que hacer algo. Algo. ¿Qué ocurriría si ese hombre, Lehmus, tenía un arma? ¿Y si perdía la cabeza?
Sin embargo, el asesino nunca había matado con un arma…
El grupo de viajeros desapareció detrás de las casas, equipado con folletos e indicaciones.
Joentaa no pudo soportarlo más. Bajó del coche y quiso dirigirse hacia la taquilla, pero se obligó a detenerse. Se apoyó en el coche, estiró la cabeza en dirección al museo y trató al menos de oír algo, quizá la voz de Ketola que le llamaba…
Oyó risas; probablemente del grupo de viajeros.
Quizá debería haber insistido en pedir refuerzos. ¿Por qué precisamente Ketola iba a estar en condiciones de apresar a ese hombre? Ketola, que llevaba semanas descontrolado, hoy parecía muy tranquilo, pero por lo demás tan imprevisible como el asesino mismo.
Joentaa miró a la mujer de la taquilla, relajada, sentada en su sitio, pero eso no le tranquilizó. Algo no encajaba.
Iba a dirigirse a la entrada cuando Ketola reapareció. Habló con la mujer de la caja, esta vez visiblemente excitado. La mujer asintió varias veces y pareció sorprendida con lo que Ketola decía. Ketola hurgó en el bolsillo de su abrigo y sacó el móvil. Dio cortas instrucciones, luego volvió a hablar un momento con la mujer de la caja, se volvió y fue hacia él. Corría.
—No está aquí —gritó cuando estuvo al alcance de la voz.
—¿Dónde está? —preguntó Joentaa.
—La cajera no lo sabía. No lo ha visto hoy, pero pensó que quizás había pasado sin que lo viera…, así que entré y eché un vistazo. No había nadie. Después de echar un vistazo al plan de servicios, la señora confirmó amablemente que Lehmus tenía el día libre. Me ha dado su dirección…, vamos allí enseguida, he dado órdenes a Heinonen de preparar todo lo demás —Ketola le dio la nota con la dirección—: Consulte el mapa, no sé exactamente dónde es.
Mientras Ketola ponía en marcha el coche, Joentaa buscó en el plano.
—Maaria…, en cualquier caso, de momento tenemos que ir por la autopista en dirección a Tampere…
Tras una corta búsqueda, Joentaa encontró la calle. Maaria era una localidad pequeña, un pueblo a pocos kilómetros de Turku. Contempló la nota blanca en la que la mujer había escrito la dirección con tinta negra. Así de sencillo era. Así de rápido se reducía el enigma a una localidad, una calle, un número.
—¿Para dónde ahora? —gruñó Ketola cuando dejaron atrás Turku.
—Un momento…, enseguida a la derecha, en dirección a Moisio…
Ahí estaba la placa, Ketola giró y enfiló la salida por los pelos.
—¿Y ahora? —preguntó, irritado.
—Enseguida tendría que aparecer el cartel de Maaria…
Así fue. El cartel estaba doblado, como si alguien hubiera tratado de girarlo en dirección contraria. Ketola dobló hacia la estrecha carretera que llevaba al pueblo, y redujo la velocidad.
—¿Para dónde, ahora?
—Ya estamos llegando…
—No me guíe de tal modo que vayamos a parar justo delante de la casa…
—La segunda…, un momento…, la tercera a la izquierda.
Ketola asintió y siguió sus indicaciones.
Era un bloque cuadrado de viviendas en medio del bosque. Joentaa pensó que probablemente sólo en Finlandia hubiera una cosa así. Vivir codo con codo con otros, en el más reducido de los espacios, y al mismo tiempo tener, justo delante de la puerta, la soledad del bosque.
Vesa Lehmus tenía que vivir en una de las dos casas grises alargadas, enfrentadas como enemigos. Eran al parecer viviendas muy pequeñas, cada una con un balcón y dos ventanas. Entre las casas había un parque infantil con dos columpios, un armazón para trepar y un arenero casi completamente cubierto de nieve sucia. Junto al armazón había un muñeco de nieve que parecía ir a desplomarse en cualquier momento.
—¿Qué casa es? —preguntó Ketola.
—Un momento… 5B.
Ketola se inclinó para poder leer los números.
—Ahí detrás —dijo—. A la altura del parque infantil.
Joentaa asintió.
—Usted espere aquí —dijo Ketola.
—¿Qué pasa con Heinonen? ¿No debería pedir refuerzos?
—Vamos a poner fin a esto ahora —dijo Ketola, y bajó del coche. Joentaa se quedó mirándolo, mientras se dirigía con pasos rígidos hacia la casa. Y hacia el hombre al que buscaban.
Joentaa pensó que había estado justo al lado de ese hombre. Le había sonreído y admirado su forma de tocar el piano.
Ketola cruzó decidido el parque infantil. Joentaa vio que echaba mano a la chaqueta, probablemente se cercioraba de que su arma estaba donde debía. Joentaa dejó vagar la vista por los balcones, pero no había nadie. Si había alguien en las ventanas no podía verlo, el sol se reflejaba en ellas. Ketola desapareció en el interior de la casa. Joentaa miró el reloj. Esta vez no esperaría tanto tiempo.
Dio cinco minutos a Ketola.
Miró fijamente la puerta, mas nada ocurrió; nadie entró, nadie salió, las dos casas grises parecían muertas. Volvió a experimentar la impresión de que la escena estaba congelada, detenida.
Se concentró en el tambaleante muñeco de nieve del parque infantil. Al cabo de algún tiempo creyó ver cómo el sol iba reblandeciéndolo poco a poco.
De pronto tuvo la sensación de que todo iba mal. ¿Y si se había equivocado? ¿Si se lo estaba imaginando todo? ¿Si las melodías sencillamente se parecían? ¿Qué ocurriría si el afinador de pianos era tan sólo un afinador de pianos, que no tenía nada que ver con Vesa Lehmus?
Sin embargo, era la misma melodía. No podía ser casualidad.
Los cinco minutos habían pasado. Joentaa resistió el impulso de bajar del coche. Otros cinco minutos, luego iría a la casa. Imaginó que Ketola saldría enseguida con Vesa Lehmus.
Pero Ketola no venía.
Miró fijamente la puerta, que desde lejos parecía como hecha de hormigón, como si no hubiera vida detrás de ella. Por el rabillo del ojo vio que había alguien en el balcón del primer piso. Alzó la vista. Tardó unos segundos en comprender quién era. No podía ser cierto.
Era Ketola. Joentaa sólo podía adivinar su rostro, pero vio que estaba furioso, muy furioso. Se agachó sobre la barandilla, bajó la vista al parque infantil y estuvo un rato vacilando, luchando contra el estallido. Luego empezó a gritar, se volvió y agarró algo, una silla de plástico, la levantó y la tiró con fuerza al suelo, volvió a levantarla y volvió a tirarla al suelo. Gritaba de un modo ensordecedor.
Joentaa bajó del coche y corrió hacia la casa.