La espesa nevada había dejado paso a un sol brillante; el cielo aparecía claro y azul.
Joentaa se quedó unos segundos en el umbral de la puerta y respiró el aire cortante y frío. Luego salió y cerró la puerta con cuidado, para no despertar a Daniel. Pronto haría tres horas que estaba doblado en la silla de la cocina y dormía, con un sueño inquieto, pero profundo.
También Joentaa sentía el cansancio. Lo sentía desde hacía semanas, en realidad desde hacía meses, desde el día en que había estado sentado con Sanna en la consulta de Rintanen y el médico les había informado, con su voz siempre tranquila, de la enfermedad de Sanna.
Rintanen. Tenía que llamarle. Debía darle las gracias por todo lo que había hecho por Sanna y por él.
Caminó entre la nieve hacia su coche, que se hallaba al otro extremo del camino nevado. A los pocos minutos tenía los zapatos empapados y el frío le parecía casi insoportable, a pesar de que hacía un día digno de un cuadro.
El coche arrancó después de varios intentos. Joentaa retrocedió con cuidado y dirigió el coche hacia la carretera regional.
Mientras conducía, se esforzó por resumir la noche pasada en imágenes claras.
¿Qué había pasado, en realidad?
Seguía creyendo en lo que le había dicho a Ketola. Creía que el asesino ya no quería ser el asesino.
Quizá nunca lo había querido.
Si no había ninguna conexión entre Laura Ojaranta, Johann Berg y Jaana Ilander, si sólo el asesino había creado esa vinculación, entonces tenía que moverse más allá de la normalidad, más allá de las motivaciones normales. Posiblemente sólo ese hombre estaba en condiciones de entender aquello que le movía.
Pensó en la mujer que había disparado a Sami Järvi. Pensó en los interrogatorios que había practicado a esa mujer, durante horas, sin acercarse a su mundo mental.
¿Por qué en este momento el hombre que hasta ahora había estado hábilmente en la oscuridad dejaba rastros? Quizá porque ya no sabía que había sido un asesino.
Quizá realmente nunca lo había comprendido.
Quizás el hombre no comprendía sus propios motivos.
¿Comprendía sus motivos la mujer que había disparado al político?
El asesino había conocido a Jaana Ilander. Había dejado rastros en su vida, se había mantenido en un segundo plano, pero los amigos y conocidos de Jaana Ilander habían sabido de su existencia. No ocurría nada parecido en los casos de Johann Berg y Laura Ojaranta. Aunque también a ellos tenía que haberlos conocido. Seguramente tuvo alguna clase de contacto con ellos, algún motivo para matarlos…, pero si ese hombre no comprendía él mismo los motivos…
Joentaa interrumpió el curso de sus pensamientos, porque sentía que giraba en círculo. Encendió la radio. Trató de concentrarse en la carretera y en la inane música, pero entonces tuvo otra idea. Una que le sorprendió por lo fácil. Si las cosas eran como él creía, si el asesino se arrepentía de hecho, si quería deshacer lo hecho, entonces ya no iba a matar. Ya no debían tener miedo de él, no tenían que temer que hubiera otras víctimas. Pero tampoco conseguirían más rastros.
Quizá nunca encontraran a ese hombre.
Quizás el hombre ya estaba muerto. Se había matado la noche pasada, después de haber deshecho todo lo hecho. De pronto, la idea le pareció muy probable a Joentaa.
Cuando entró en la oficina y vio los punzantes ojos de Ketola, sus pensamientos se pulverizaron al instante, le parecieron curiosamente inadecuados. De qué servía pensar en ese hombre, de qué servía hacer especulaciones que podían ser del todo erróneas; tenían que encontrarlo, eso era todo.
Creyó leer en los ojos de Ketola exactamente esa frase.
Frente a Ketola se sentaban un hombre recio de cabello gris y una mujer delgada; no conocía a ninguno de los dos.
—Uno de mis colaboradores, Kimmo Joentaa —dijo Ketola—. Kimmo, éstos son Mariella y Antti Ilander, los padres de Jaana Ilander.
Joentaa les estrechó la mano. Eludió su mirada y se sentó detrás de su escritorio. Hizo como si estuviera ocupado, mientras Ketola proseguía la conversación con los padres de Jaana Ilander. Vio por el rabillo del ojo que las manos de la mujer temblaban. Las mantenía pegadas al cuerpo y se esforzaba por sentarse erguida, hablaba con tranquilidad y contención, pero sus manos temblaban. Ketola expresó sus condolencias, hizo breves preguntas y recibió respuestas que acabaron en nada, respuestas sobre Jaana Ilander: cómo había sido, cómo había vivido, a quién había conocido.
Joentaa no quiso escuchar. Observó con repentino disgusto que no quería tener nada que ver con los padres de Jaana Ilander. Estaba harto de gente enlutada, no quería volver a tener que comparar su propio dolor con el de los otros, porque eso era exactamente lo que había hecho al buscar por un instante sentimientos en el rostro del hombre de pelo gris. Había visto un rostro duro, sin mucho espacio para el dolor, había pensado, pero, ¿quién se creía que era para pensar algo así?
Salió del despacho con el pretexto de ir a buscar un café. Que Ketola se sorprendiera cuanto quisiera. Quizás en los años pasados ni siquiera le hubiera llamado la atención que Joentaa jamás tomaba café.
De hecho, Joentaa fue hacia la cantina, pero dejó la maquina del café a la izquierda y, en vez de ir allí, se sentó a una mesa al borde de la ancha y vacía superficie en la que, hacia el mediodía, toda la plantilla se apiñaría para hacer una pausa, para ganar un poco de distancia, para recobrarse de la caza del criminal. No sabía por qué, no había una razón plausible para ello, pero de pronto toda la instalación le pareció ridícula, y sus esfuerzos por encontrar al asesino de Laura Ojaranta, Johann Berg y Jaana Ilander le parecieron falsos, alambicados, traídos por los pelos.
¿Qué quería él de ese hombre?
¿Qué quería de Sanna?
Por qué pensaba constantemente en Sanna, que ya no estaba viva, por qué tenía mala conciencia por haber visitado a una mujer en Estocolmo, mala conciencia respecto a Sanna, que ya no estaba viva, ¡no tenía por qué tener mala conciencia respecto a Sanna si ya no estaba viva!
¿Por qué se obligaba a mantener viva a Sanna?
Por qué pensaba en Sanna y no en Merja y Jussi Sihvonen, a los que hacía tiempo que no llamaba. Por qué no pensaba en su madre, que llamaba de vez en cuando y de la que se deshacía con unas pocas palabras. Por qué no pensaba en Markku Vatanen, que le había ofrecido ir a visitarle, que quería ayudarle. Por qué focalizaba su vida sobre la mujer muerta y un asesino que, o estaba completamente loco, o era un hombre insensible y cruel.
No lo conseguiría, nunca conseguiría desprenderse de Sanna. Eso era exactamente lo que había deseado. Cuando todo estaba aún en orden. Había deseado estar siempre con Sanna, de verdad siempre, más allá de la muerte. Nunca había seguido ese pensamiento hasta el final, porque no había sido posible seguirlo hasta el final, había sentido que sólo intentarlo eliminaría quizás el pensamiento entero.
No obstante, eso era exactamente lo que había deseado.
No perder nunca a Sanna.
Sabía que nunca la perdería, que estaría con él mientras viviera, y ese pensamiento le atormentaba.
Al otro extremo de la alargada sala, una mujer gruesa limpiaba las mesas. Su mandil y el paño con el que limpiaba eran azul celeste. Se preguntó si le gustaba su trabajo, si le gustaba levantarse por la mañana para ir allí.
Vino Ketola, Joentaa lo vio a través de la mampara de cristal, se acercó con pasos rígidos, parecía irritado, malhumorado, pero Ketola siempre parecía irritado y malhumorado, y Joentaa se dio cuenta para su sorpresa de que se alegraba de verlo.
Ketola era todo lo contrario de la reflexión absurda, fuera cual fuese el contenido exacto de ese contrario.
—¿No ha oído lo que he dicho? —preguntó Ketola.
Joentaa no comprendió.
—Cuando salió usted, le dije que nos íbamos a ver a Ojaranta, ¿no me oyó?
—No, lo siento.
Ketola asintió disgustado.
—Niemi encontró la llave ayer noche…, la vieja, la que ya no sirve, el asesino también la ha devuelto.
—Estaba colgando en el tablero como si nunca se la hubieran llevado —dijo Joentaa, siguiendo un impulso.
Ketola asintió y le miró con sus punzantes ojos, por un momento Joentaa creyó ver en ellos algo parecido al reconocimiento.
Durante el recorrido Ketola guardó silencio, y Joentaa volvió a deslizarse hacia sus pensamientos. Cuando pensó de nuevo en la mujer del mandil azul, oyó la voz de Ketola.
—¿Cómo se encuentra?
Joentaa necesitó un momento para comprender la pregunta. Sentía la mirada de Ketola en su rostro.
—Creo que muy bien —dijo.
—Le deseo que supere la muerte de su esposa —dijo Ketola—. Creo que será muy difícil, porque tenía usted una relación muy especial con ella…
Qué estaba diciendo Ketola, no lo conocía en absoluto.
Apenas había conocido a Sanna.
—Los padres de Jaana Ilander parecían contenidos… —dijo Ketola.
—La mujer temblaba —dijo Joentaa.
—Sí, pero ambos se comportaban de forma contenida; estarán en condiciones de aceptarlo en algún momento, también yo estaré en algún momento en condiciones de aceptar lo de mi hijo, sencillamente se entiende como una realidad, pero en el caso de usted no estoy tan seguro…, no estoy seguro de que esté usted dispuesto a comprender la muerte de su esposa como una realidad.
Joentaa calló. Sabía que todo cuanto Ketola acababa de decir era cierto. Se concentró en la carretera, vio a lo lejos la casa azul, y Ketola dijo:
—Por otra parte, usted no toma café.