Daniel Krohn no durmió.
Se sentó al borde de la cama y trató de ordenar la confusión de sus pensamientos.
Pensó en la caminata que, a sus ojos, había coronado esa noche surrealista. Habían tenido que cubrir a pie los últimos kilómetros hasta la casa del policía finlandés, porque el camino estaba totalmente cubierto por la nieve. Daniel había ido avanzando tras el policía con sus zapatos de calle, había pasado frío y había tenido la sensación de que jamás llegaría.
Pensó en el policía, Kimmo Joentaa, que ahora estaba tumbado en el sofá cama del salón. Dudaba de que durmiera. Joentaa, precavido, le había hecho té nada más regresar, le había dado una cálida manta de lana y le había deseado amablemente buenas noches, como si todo estuviera en el mejor de los órdenes, cuando el propio Joentaa parecía ir a derrumbarse de agotamiento en cualquier momento.
Pensó en la mujer de Joentaa, que había muerto. Había olvidado preguntar a Joentaa de qué había muerto. Tenía que haber sido joven; también Jaana era joven, más joven que Marion.
Pensó en Marion, que probablemente dormía y, con toda seguridad, no entendería lo más mínimo cuando la llamara, cuando le contara todo lo que había vivido en esa noche enloquecida.
Pensó en la casa a la luz de las velas. En esa casa había vivido Jaana. Tenía que preguntar a Joentaa desde cuándo vivía allí, tenía que saber lo que había hecho Jaana, cómo había transcurrido su vida desde que había dejado de escribirle cartas.
Pensó en la foto del dormitorio, en el dormitorio de Jaana, en la mesilla de noche de Jaana. Una foto suya. Cuando vio la foto, se acordó enseguida de la situación. Había intentado quitarle la cámara a Jaana pero, naturalmente, ella había apretado a tiempo el pulsador. Se acordaba de que le ponía nervioso con las fotos, no le gustaba ser fotografiado todo el tiempo.
Luego se le había ocurrido algo, algo increíble, realmente lo había olvidado por completo hasta el momento en que estuvo en casa de Jaana y vio su foto en su mesilla de noche.
Incluso había engañado a Jaana.
A Jaana, con la que sólo había estado unos días. A Jaana, su ocasional amante de verano, la había engañado durante esas mismas vacaciones con otra amante fugaz de verano, una alemana pelirroja. Jaana estaba borracha en la tienda de campaña mientras él, también borracho, besaba a aquella pelirroja.
Sólo recordaba de ella que tenía el pelo rojo y que, a la mañana siguiente, había rehuido su mirada con éxito.
Pensó en el sobrino de Jaana, Teemu. Jaana le había enseñado una foto suya. Teemu tenía que tener entretanto unos diez años.
Pensó en las velas y en el hombre que había encendido esas velas, el hombre que había matado a Jaana. Deseaba preguntar al policía qué sabía de ese hombre. Tenía que saber algo; ¿qué clase de hombre era, y por qué había matado a Jaana?
Pensó una vez más en el policía, Kimmo Joentaa, y se preguntó por qué había llorado. ¿Qué había visto en la casa, además de las velas encendidas?
Pensó en Oliver, que debía de estar más furioso que nunca. Si no le enviaba mañana al menos una parte del texto para el folleto electoral, o bien lo pasaría muy mal en la presentación o tendría que escribir los textos él mismo, lo que no era precisamente su fuerte.
Se levantó del borde de la cama y sacó la maleta de debajo. Al marcharse, aún había conservado al menos la suficiente presencia de ánimo como para llevarse consigo el ordenador portátil. Se sentó en la cama y conectó el aparato. Miró fijamente la pantalla, durante minutos enteros, sin escribir una sola palabra.
Tenía que preguntar a Joentaa por ese sobrino, Teemu.
Miró fijamente la página blanca en la pantalla y se preguntó si estaba a punto de perder su empleo. Oliver podía ser muy impulsivo, y en los últimos tiempos habían chocado a menudo.
Sin duda Oliver no entendería una palabra cuando le hablara de la casa a la luz de las velas.
Miró por la ventana. Fuera parecía empezar lentamente a amanecer, de manera apenas perceptible, pero tuvo esa impresión. Pronto serían las siete, y no había dormido ni un segundo. Ahora no podía trabajar. En realidad, ya hacía mucho que su trabajo le atacaba los nervios. Antes, al principio, le había divertido mucho. Sobre todo la propaganda electoral. El elogio de los políticos siempre había escurrido de él como aceite, y cuanto menos le gustaban los candidatos atendidos por su agencia tanto más había sido su orgullo de que los buenos eslóganes contribuyeran a obtener buenos resultados.
¿A qué se dedicaba profesionalmente Jaana? ¿No le había escrito en una de las cartas que quería ser actriz? Tenía que preguntar por eso a Joentaa.
Se sentía cansado. Naturalmente. Pero no iba a poder dormir. Surgiría un pensamiento que lo mantendría despierto.
Consideró la posibilidad de tomar sencillamente el avión de la mañana para Alemania. Al fin y al cabo, ni siquiera estaba seguro de si ese testamento era firme, y en cualquier caso el asunto se alargaría.
La casa… ya la había visto.
Por un momento, se imaginó viviendo en esa casa.
Luego volvió a pensar en el político apellidado Glanz. En realidad, un apellido hecho a la medida para los eslóganes. Llamaría a Oliver y le diría que todo estaba bajo control. Le haría llegar el texto por correo electrónico, a más tardar después de comer, eso tenía que ser posible.
Al ver la foto, en la mesilla de noche, pasó algo. No sabía exactamente qué. Quizá le hablaría de eso a Marion, a veces Marion entendía mucho más de lo que él creía.
Apartó la mirada de la página en blanco en la pantalla y se levantó. Tenía sed. Abrió la puerta con cautela, para no despertar a Joentaa. Mientras iba hacia la cocina, echó un vistazo al sofá. Joentaa no estaba.
Se hallaba sentado en la cocina, a la mesa, tomando un vaso de leche. Sonrió cansado a Daniel.
—¿Usted tampoco puede dormir? —dijo.
Daniel asintió. Tomó un vaso, se sirvió leche y se sentó enfrente de Joentaa. Guardaron silencio.
De pronto, Daniel se sintió mejor.
Miró por la ventana de la cocina el paisaje nevado y pensó que en su vida sólo se había producido una pausa. Cuando todo hubiera pasado, sencillamente volvería a empezar donde lo había dejado. No tenía que tener miedo de Oliver, y ahora no tenía que entender todo lo que estaba pasando allí. No tenía que entender a ese policía, no necesitaba entender a Jaana Ilander, no tenía que entender al hombre que había matado a Jaana Ilander. Todos ellos tenían importancia tan sólo durante esa pausa, luego sería como si nunca hubieran existido.
Fue un pensamiento liberador.
Daniel sintió el cansancio, pensó que debía irse a la cama, pero se sentía muy agotado, demasiado agotado para ir.
—Jaana… tiene un sobrino… me habló de él, se llama Teemu —se oyó decir—. ¿Sabe usted algo de él?
Joentaa negó con la cabeza.
Daniel asintió y se hundió en el sueño, con un vago sentimiento de alivio.