Mañana mismo iría a visitar a Tommy.
Le sorprendería, le llevaría regalos y se disculparía por no haber dado señales de vida en los últimos tiempos. Tommy rechazaría sus palabras riendo, le retaría con una palmada en el hombro a un pequeño combate de boxeo, y con eso todo cuanto había pasado hasta entonces quedaría definitivamente superado. Pasado, no; menos que eso.
La risa de Tommy sellaría definitivamente que sólo había soñado.
No había ocurrido nada.
Sería un hombre completamente nuevo.
Se encontraba al comienzo.
Tommy se sorprendería cuando le hablara de la mujer que había conocido, de Jaana. No saldría de su asombro. Le contaría a Tommy todo lo que sabía de Jaana, y sabía un montón de cosas. En algún momento los invitaría a su casa a los dos, Jaana y Tommy, tenían que conocerse a toda costa, iban a entenderse a las mil maravillas.
Aún tendría que esperar un rato, pero lo haría; la mera idea era maravillosa, abrumadora.
Con Jaana y Tommy a su lado ya no podía ocurrirle nada.
Había estado tan tranquilo todo el tiempo, tan seguro. Había sabido que estaba haciendo algo bueno, eso le había dado confianza, porque, ¿quién iba a impedirle hacer algo bueno? Naturalmente, se había movido con cautela. Había sido consciente de que nadie podía verle hasta que no hubiera terminado. Mientras el bien no estuviera hecho, nadie podría reconocerlo como una buena persona.
En un primer momento había creído que todo iba a salir mal, porque la llave no encajaba. Estaba seguro de que era esa casa, la casa azul, pero la llave no encajaba. Durante un rato eso le había puesto muy nervioso, pero se había tranquilizado al pensar que quería hacer algo bueno.
Se había escurrido rápidamente en la casa, cuando el hombre, la mujer y la niña se detuvieron delante del todoterreno, en medio de la nevada, para despedirse. En última instancia había sido muy fácil, pero quien hace algo bueno se merece no tener problemas.
Mientras el hombre permanecía en el salón, sentado delante del televisor, había colgado el cuadro. Le hubiera gustado quedarse un rato mirándolo, pero se había ido enseguida, porque tenía que continuar.
Había bajado a la playa, había tenido que dominarse, se había forzado a creer que todo iría bien.
Se había forzado a creer que Jaana estaba allí.
La llave había encajado, todo estaba oscuro y silencioso, eso le había tranquilizado, y le había hecho sentir que estaba haciendo lo correcto.
Se había tomado mucho tiempo, y había estado bien preparado, lo llevaba todo. Había llorado mientras, sentado en el suelo a la luz de las velas, miraba la foto que mostraba a Jaana después de saltar en paracaídas.
Pero Jaana había estado ahí.
Había sentido claramente su presencia.
Había sentido que le gustaba lo que él hacía, que lo elogiaba. Jaana le había perdonado.
Finalmente, había ido al albergue juvenil. Se había quedado sentado en el coche y había contemplado durante un rato el edificio, que tenía que ver bajo una nueva luz, porque era un hombre nuevo. Apenas podía acordarse de haber estado nunca en su interior. Llegó a esperar tanto que el recuerdo se borró del todo.
Luego había entrado.
La puerta estaba abierta, y los rostros que le habían rozado con sus miradas pasaron de largo. En la cama del gran dormitorio dormía otro. Había comprendido que el chico al que el cubilete pertenecía ya no estaba allí. Había comprendido que el chico estaba muy lejos.
Había salido del edificio. Cuando estuvo fuera, había aplastado y roto el cubilete, hasta que en sus manos sólo quedaron pedazos de cuero y estuvo seguro de que ese cubilete nunca había existido.
Había esperado a recuperar completamente la calma.
Había tirado los trozos al río y se había ido a casa.
Delante del albergue había parado un coche de policía, del que habían descendido dos funcionarios. En la carretera de Turku, se había cruzado con cuatro coches patrulla que iban en dirección a Naantali. No tenían nada que ver con él, se habían alejado con rapidez, y había conducido sin ser molestado de Turku a Maaria.
En las calles, a pesar del frío y del mal tiempo, había mucha gente, era fin de semana, la gente bebía y festejaba. Había considerado la posibilidad de bajarse del coche y participar de la fiesta, pero había seguido su camino.
No podía celebrar nada con esos hombres.
Lo que él tenía que celebrar era algo muy distinto, algo mucho mayor.
Se había ido a casa.
Ahora miraba desde su balcón el parque infantil, totalmente cubierto por la nieve, y seguía nevando.
Imaginó que siempre seguiría nevando, que en algún momento todo quedaría enterrado bajo la nieve. La idea no le dio miedo. Cogió la nieve, la sintió fría en sus manos, contempló los pequeños cristales que, sencillamente, podía aplastar, exactamente igual que él sería aplastado cuando el tiempo estuviera maduro.
No tuvo ningún miedo.
Pensó en Jaana.
Jaana había estado allí, y desde ahora siempre estaría con él cuando la necesitara.