Por la noche, Vesa escribió en una hoja en blanco todo lo que sabía de Jaana. Lo primero que hizo fue escribir su nombre.
Jaana.
Jaana vivía en Naantali. Su casa estaba justo encima del café de playa en el que trabajaba.
En verano vendía helados.
Había dicho que debía darse prisa si quería que ella le diera un helado, porque el café los ofrecía sólo hasta fines de octubre.
Si no se apresuraba, tendría que esperar al verano siguiente.
Pintó la casa en la que ella vivía. Delante del café se sentaban gentes al sol. Jaana miraba desde la ventana del primer piso y le sonreía.
Pintó la casa en color verde.
Jaana le había dicho que era una casa de madera verde.
Pintó el sol de amarillo.
Le había preguntado cómo era su casa, y ella se había echado a reír.
—Puedes llegar a ser de verdad curioso —había dicho, y también que en su casa había mucho desorden—. En mi nevera nunca encuentro lo que me apetece.
Jaana tenía el pelo claro y muchas pecas.
Jaana tenía veinticinco años y trabajaba de camarera, aunque había estudiado para actriz. Representaba obras infantiles en un pequeño teatro de Turku. Como no se había ofrecido ningún actor masculino, en esos momentos Jaana era Peter Pan.
Le había dicho que tenía que ir a verla actuar.
Los padres de Jaana vivían muy lejos, al norte del país, y ella ya no tenía nada que ver con ellos. ¿Por qué? Había tenido la pregunta en la punta de la lengua.
No la había formulado.
Había sentido el fino hielo, el miedo a las preguntas de ella, que no vinieron.
Ni una sola.
Trató de dibujar mentalmente su rostro, y pensó que sería hermoso tener una foto suya.
Mirarla siempre que quisiera.
Antes de irse a dormir, descolgó el cuadro con el paisaje borroso. Lo metió debajo de la cama.
No quería volver a verlo.
Le pediría una foto a Jaana cuando fuera al café a visitarla, pronto, quizá mañana mismo.