CAPÍTULO 8

—Tenemos una llave que falta y huellas dactilares que no son atribuibles a nadie —dijo Ketola—. ¿Algo más? —miró a los congregados. Heinonen jugaba nervioso con un bolígrafo. Grönholm sonreía con gesto torcido. Niemi miraba a Ketola abierta y benévolamente al rostro, como si no hubiera notado el tono irritado en su voz.

—Pienso que deberíamos volver a considerar la posibilidad de que ambos crímenes estén relacionados —dijo Joentaa.

—¿Y por qué?

Joentaa sintió que Ketola se controlaba a duras penas, y deseó haber callado.

—No lo sé —dijo.

—Exacto. No lo sabe, con lo cual está diciendo que sabe exactamente lo mismo que todos nosotros, es decir, nada. Pronto hará un mes que tenemos dos muertos, y no sabemos nada. Y eso me molesta. Me pone nervioso.

Ketola se levantó y fue hacia la ventana. Joentaa vio que temblaba. Pensó en la botella y el vaso en el cajón de su escritorio y se preguntó si Ketola estaba en condiciones de dirigir las investigaciones. Se preguntó qué estaba pasando en realidad con ese hombre al que durante años había conocido como una persona dueña de sí y casi compulsivamente disciplinada. Aunque que siempre había reconocido en él al colérico detrás de la fachada.

—¿Qué clase de huellas dactilares son éstas? —preguntó Ketola.

—Huellas que hasta ahora no hemos podido identificar —dijo Niemi—. No sé si es importante. Al parecer el autor llevaba guantes.

—Aun así, si Laura Ojaranta le conocía, si era incluso un amigo o amante, pudo haber dejado las huellas antes —dijo Grönholm. Alzó la vista hacia Ketola, pero éste no reaccionó. Ni siquiera parecía haber oído lo que Grönholm había dicho.

—Es para vomitar —dijo Ketola, y miró fijamente por la ventana.

Joentaa se propuso hablar con él, preguntarle qué estaba ocurriendo y si podía ayudarle. Se lo propuso, y temió al mismo tiempo no tener el valor de abordarle.

Pensó cuál podía ser la razón de la creciente irritabilidad de Ketola, pero no veía nada. Ni siquiera sabía si Ketola estaba casado, si tenía hijos, personas que fueran importantes para él.

Nada sabía de él. Sólo sabía lo que veía. Que Ketola perdía el control de sí mismo.

La voz clara y cálida de Grönholm rompió el silencio.

—No es que no sepamos nada —dijo—. Sabemos casi todo sobre la señora Ojaranta, sabemos algunas cosas de Johann Berg. El problema es que al parecer no dieron motivo a nadie para matarlos.

—Pero están muertos —dijo Ketola, sin apartar la vista de la ventana—. Y sobre Johann Berg no sabemos mucho más que el hecho de que estudiaba Historia de la Cultura, trabajaba en una fábrica y engendró un hijo por descuido.

—Sin embargo, los colegas de Estocolmo han averiguado que tomaba drogas, y las vendía en pequeñas cantidades. Drogas blandas, sí, pero quizás ahí podría haber algún motivo —dijo Heinonen.

Ketola resopló.

—Ridículo. Hasta mi hijo fuma marihuana. Se supone que todo eso es inofensivo.

Ketola no apartó la mirada de la ventana, y no pareció ver que los otros le miraban, sin habla.

Ketola tiene un hijo, pensó Joentaa, y se preguntó por qué le sorprendía. ¿Cómo había visto a Ketola? Solo, probablemente, sin ninguna mujer a su lado. ¿Quién podía convivir a la larga con un hombre continuamente malhumorado?

El propio Ketola rompió el silencio. Se apartó de la ventana y volvió a sentarse a la mesa. Habló de la llave desaparecida, de los poco útiles resultados del forense, pero Joentaa ya no escuchaba. Se preguntaba si ese hijo era la causa de la cólera de Ketola. ¿Por qué había hecho saber a todos que su hijo tomaba drogas, después de no haberlo mencionado durante años ni una sola vez, al menos en presencia de Joentaa?

En algún momento, todos se levantaron y se fueron. Joentaa no se había enterado de casi nada de lo que había dicho Ketola. Aguardó hasta que sólo ellos dos estuvieron en la estancia. Se forzó a quedarse.

—¿Qué está esperando? —preguntó Ketola.

—No sabía que tuviera usted un hijo —dijo Joentaa.

Ketola alzó la vista y le miró fijamente a los ojos.

—Y yo no sé si usted tiene hijos —dijo, y se volvió para irse—. ¿Los tiene? —preguntó cuando ya estaba en la puerta.

Joentaa negó con la cabeza.

—Alégrese —dijo Ketola, y se fue.