Era algo distinto, algo nuevo, ajeno. Una sensación que no podía clasificar.
Se echó a reír, tan alto que Mara tuvo que oírle. Mara estaba en la caseta de la caja y leía un libro, pero él se daba cuenta de que de vez en cuando alzaba la vista para mirarle a hurtadillas.
Sin duda Mara se preguntaba qué quería de él esa mujer.
Él estaba sentado en la escalera, ante la antigua panadería, oyendo caer la lluvia, cuando ella se plantó de pronto ante él y le tocó el hombro con la mano. Él abrió los ojos y no supo qué decir.
—¿Olvidas que teníamos una cita? —preguntó ella riendo.
Él se levantó apresuradamente, se apartó los cabellos del rostro.
—No teníamos una cita —dijo.
—No exagerabas. Esto es realmente hermoso —dijo ella, como si no hubiera oído su objeción—. Qué lástima que apenas tenga visitantes.
—Cuando llueve siempre hay poca gente —dijo él.
Se sumergió en los ojos de ella, y trató de entender lo que sentía.
Sintió el miedo.
—Te enseñaré los puestos de los artesanos, si quieres —dijo.
—Claro.
Ella estaba pendiente de sus labios.
Rio cuando él contó la historia de Oscar, el panadero, que tuvo apuros económicos porque se comía sus propios dulces.
Él inhaló su risa.
Ella le dio las gracias por el cubilete de cuero. Él se sumergió en sus ojos y comprendió que había matado a dos personas.
Imaginó que ella podía hacer que no hubiera ocurrido.
Imaginó que la abrazaba.
Cuando se fue, Mara preguntó quién era.
Él dijo: Jaana.
Imaginó que ya no se libraría de ella.
Imaginó que todo estaba bien.
No había pasado nada.
Era Vesa, y vivía.