CAPÍTULO 5

Vesa Lehmus se encontraba de pie junto a la ventana abierta, respirando el aire frío. El parque infantil se extendía bajo la luz dorada del sol poniente.

Un chiquillo estaba haciendo un castillo con la arena húmeda. Vesa llevaba largo rato observándolo. El chico no lo veía. Parecía haber olvidado todo a su alrededor.

Su madre se sentaba frente a él en un banco y hojeaba una revista. Cuando su hijo trató de llamar su atención sobre él y su castillo, ella alzó brevemente la vista e hizo como si estuviera impresionada.

Vesa Lehmus los conocía a ambos. Vivían en el tercer piso de la casa de al lado. A veces, Vesa veía al chico en la ventana. Siempre le saludaba, y él devolvía el saludo.

Vesa no comprendía por qué la madre del chiquillo no mostraba ningún interés por su castillo. Le hubiera gustado gritarle. En vez de eso, la saludó inclinando la cabeza cuando sus cansados ojos se encontraron con los de él.

Pensó en la mujer que le había hablado en la playa de Naantali.

Jaana.

Se preguntó qué había querido de él. Estuvo pensando un rato en ello, mas no halló respuesta.

Se estremeció cuando el chico destruyó su castillo de arena de un fuerte golpe. El chico gritaba y reía y golpeaba las torres con su palita de plástico verde claro.

Su madre estaba sentada en el banco y decía que no debía gritar de ese modo. Ni siquiera alzó la cabeza para ver qué hacía.

El chico gritó más alto y golpeó furioso la arena informe, que ya se había tragado el castillo.

Su madre se levantó, fue hacia él y lo cogió en brazos de golpe. El niño lloró.

Vesa estuvo mirándolos hasta que desaparecieron en el interior de la casa. Se quedó mirando fijamente el desierto parque infantil. Buscó en la caja de arena rastros del castillo en el que el chico había trabajado tan pacientemente durante tanto tiempo, para luego destruirlo con maldad. ¿Por qué lo había hecho? En la arena aún estaban el cubo de plástico rojo y la palita verde.

Vesa Lehmus esperó a que su madre fuera a recogerlos, pero no fue.

La plaza ya estaba bajo una sombra azul cuando llamaron a su puerta. Fue a abrir con rapidez. Sabía que era Tommy. Sólo podía ser Tommy.

Era Tommy.

—¿Qué tal? —dijo Tommy, y—: ¿Todo bien?

Vesa se le tiró al cuello, y Tommy rio:

—No seas tan impetuoso.

—¿Tienes hambre? —preguntó Vesa, hurgando en la nevera. Se alegraba de que Tommy estuviera allí.

—No, déjalo. Simplemente siéntate conmigo.

Se sentaron en la cama de Vesa. Tommy habló la mayor parte del tiempo. Siempre tenía mucho que contar. Vesa escuchaba y pensaba lo que siempre pensaba cuando veía a Tommy. Que Tommy era distinto. Muy distinto. Tommy era fuerte. Tommy era alto y siempre bronceado. Tommy reía a carcajadas.

Tommy tenía un millar de amigos.

A veces no le gustaba Tommy, pero le amaba. Tommy era la persona más importante de su vida.

Hoy se quedó mucho, más que de costumbre.

En algún momento se levantó y se fue, con tanta naturalidad como había venido.

Iba y venía siempre que quería.

Estaban ya en la puerta cuando Vesa escuchó su propia voz:

—¿Qué dirías si tuviera un amigo poderoso? —preguntó.

Tommy, que acababa de echarse una chaqueta sobre los hombros, se detuvo.

—¿Cómo? —preguntó, y sonrió, con ligera inseguridad.

—¿Qué dirías si tuviera un amigo más poderoso que todos los demás?

—Te felicitaría, porque seguramente te protegería de todos los pequeños peligros de la vida cotidiana —Tommy sonrió, ahora realmente divertido—. ¿Hablas de alguien concreto?

Vesa negó a toda prisa con la cabeza y apretó los labios. Tommy asintió y se volvió para irse.

—¿Qué dirías si fuera completamente distinto de lo que tú piensas? —exclamó Vesa cuando Tommy ya estaba en la escalera. Tommy se volvió de repente y le miró a los ojos.

—¿Qué te pasa? —dijo.

—Nada.

Los rasgos de Tommy se relajaron. Fue hacia él y le puso una mano sobre los hombros.

—Si fueras distinto estaría muy triste, porque te quiero como eres —dijo.

Le sonrió.

Vesa inhaló la sonrisa.

—Hasta pronto —dijo Tommy, y se fue.