Cuando Joentaa llegó a la casa azul pensó que parecía intacta. Como si nada hubiera cambiado desde que la había visto por primera vez.
Imaginó que volvía a ver a la mujer muerta en el dormitorio, Laura Ojaranta, inmóvil en su lecho, como Sanna.
Oyó sus pasos sobre la grava mientras se dirigía a la puerta de la casa. Por la ventana entraba el ligero y torpe sonido de un piano, sonidos sueltos, incoherentes.
Arto Ojaranta abrió la puerta, segundos después de que Joentaa tocara el timbre. Le pidió que pasara y enseguida dijo que tenía prisa. Tenía ya el abrigo puesto y un portafolios negro en la mano.
Joentaa buscó en vano en el rostro de Ojaranta al huno desesperado y confundido con el que había hablado el primer día de las investigaciones.
—Tardaré un rato —dijo.
Ojaranta asintió, como si se lo hubiera temido, y le llevó hasta el salón.
—¿Un café? —preguntó. Joentaa negó con la cabeza.
Al piano se sentaba una niña pequeña, que le sonrió cuando él la miró.
—Ésta es Anna, la hija de mi hermana —dijo Ojaranta—. Anna, éste es el señor Joentaa, un policía.
Joentaa saludó mediante una leve inclinación de cabeza a la muchacha, que se volvió y tocó torpemente una conocida melodía, que a él le gustaba cuando era niño. Trató de acordarse del título de la canción, pero no pudo.
Ojaranta le pidió que tomara asiento, y encendió un cigarrillo. Dijo que en realidad no tenía nada más que decir.
—La llave ha desaparecido. Eso es todo, no sé más.
—Sería muy importante poder explicar la desaparición de esa llave —dijo Joentaa.
—Lo lamento, pero no puedo.
Joentaa asintió, notando que le costaba trabajo concentrarse en la conversación. Se preguntó por qué Ojaranta estaba tan impertérrito. Secretamente, le reprochaba parecer tan controlado, tan dueño de sí mismo. Como si la muerte de su mujer fuera un lejano pasado ya superado. Desde luego, eso era injusto. Es probable que Ojaranta diera vida a una fachada, exactamente igual que él.
La chiquilla tocaba la canción que a él le gustaba de niño, tan lenta y torpemente que se puso furioso. Le hubiera gustado gritarle que parase de una vez.
Volvió la mirada en dirección a ella y vio que volvía a sonreírle, curiosa y expectante, como si esperase un elogio.
—Tocas muy bien —dijo, y respondió a su sonrisa.
La muchacha sonrió y se dio la vuelta.
—Mi hermana está de viaje —dijo Ojaranta—. Anna siempre viene aquí cuando ella se va.
Joentaa asintió y se preguntó por qué Ojaranta consideraba necesario explicarle la presencia de la chiquilla.
—Podría preguntar a sus vecinos si su mujer le dejó la llave a uno de ellos —dijo Joentaa.
Ojaranta torció el gesto, nervioso.
—Podrían ayudarnos —dijo Joentaa.
—Puedo intentarlo. Aunque estoy seguro de que por esa vía no encontraremos la llave.
—No le comprendo —dijo Joentaa.
Ojaranta le miró sorprendido.
—Usted querrá saber quien ha matado a su mujer.
Ojaranta guardó silencio unos segundos.
—Claro… Por supuesto.
—Entonces, ¿por qué le cuesta tanto trabajo ayudarnos?
Ojaranta le miró a los ojos. Pareció formular mentalmente una respuesta antes de expresarla:
—Porque no creo que tenga sentido. Porque no creo que vayan a conseguir nada. Y porque no creo que vaya a entender jamás por qué mataron a mi esposa.
Joentaa rehuyó su punzante mirada. No supo qué responder, y se irritó al tiempo de que su silencio se prolongara.
La muchacha había dejado de tocar y alzó una mirada furtiva hacia ellos.
—Hacemos lo que podemos —dijo Joentaa, y sintió lo vacías que eran sus palabras.
Se levantó. En la puerta, dio la mano a Ojaranta y se forzó a mirarle a los ojos.
—Haré todo lo posible por aclarar el asesinato de su esposa —dijo—. Es muy importante para mí.
Ojaranta le miro fijamente. Joentaa volvió a sentir el impulso de hablarle de Sanna. Supo que lo haría si Ojaranta le daba un empujón con sus preguntas.
Sin embargo, Ojaranta guardó silencio y soltó su mano de la suya.
Cuando Joentaa dobló por la carretera en dirección a Turku, había olvidado la casa azul y no pensaba más que en Sanna.