Cuando Kimmo Joentaa llegó ante el barco, al atardecer, bajo la nieve, la abrazó. Ella saludó con la mano antes de subir al autobús, rumbo al centro de la ciudad. Él se volvió y fue directamente a su camarote, entre la corriente de los pasajeros que subían a bordo.
Se tumbó en la cama y pensó que había sido un hermoso día. Había sido un hermoso día porque Annette Söderström había escuchado cuando él había hablado de Sanna, por primera vez desde su muerte.
Le había contado muchas cosas. Había pintado un cuadro ocupado totalmente por Sanna, y mientras hablaba había creído que Sanna vivía.
Sanna entregada a sus abrazos, con el rostro arrebatado. Sanna sentada en el salón, levantando edificios de fantasía con leves trazos de carboncillo. Casas surrealistas, de enloquecida vivacidad, que jamás fueron construidas, y las gentes que vivían en ellas eran bienhumorados hombrecillos esquemáticos. Sanna enfadándose terriblemente cuando perdía en los juegos de mesa.
Hasta el último día, Sanna había actuado como si no tuviera miedo.
Se preguntó qué habría dicho de haber podido verle. Si habría entendido que se lo contara todo a una mujer a la que no conocía en absoluto. Se preguntó qué Habría respondido Sanna si él hubiera podido preguntarle qué hacer ahora. Se preguntó por qué precisamente Annette Söderström había podido ayudarle, por qué había encontrado precisamente en ella la paz que ni sus parientes ni sus amigos habían podido darle.
Se incorporó de repente para romper el hilo de sus pensamientos, sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de su oficina. Cerró los ojos y trató de prepararse para el griterío de Ketola. Para su sorpresa y alivio, fue Heinonen quien descolgó:
—Kimmo, ¿dónde estás? —preguntó, y Joentaa creyó oír en su voz más preocupación que irritación.
—Estoy… regresando a Turku. He estado en Estocolmo.
—¿En Estocolmo? ¿Por Johann Berg?
—Hum, sí. He estado hablando con Annette Söderström…
—No sabíamos nada de eso. No estaba previsto.
—Sí, lo sé, lo siento, simplemente tenía que irme…, en estos momentos todo resulta un poco complicado para mí…
—Entiendo —dijo Heinonen, y Joentaa pensó que Heinonen era admirablemente comprensivo. Con toda seguridad, habría sido sobre todo Heinonen el que habría recibido la ira que Ketola le tenía reservada a él.
—Desde luego mañana habrás de prepararte para hablar con un jefe bastante enfadado. Ketola se puso como una fiera cuando no apareciste y no hubo forma de encontrarte.
—Lo siento. Espero que no hayáis tenido demasiados problemas —miró el reloj e imaginó a Heinonen, el último que quedaba en la oficina poco antes de las nueve.
—Ha sido medianamente duro —dijo Heinonen.
—¿Hay alguna novedad?
—La verdad es que no. Aunque…
—¿Sí?
—Ya sabemos quién es ese alemán que salía en la foto de la mesilla de Jaana Ilander. Se llama… un momento… Daniel Krohn, y se supone que vive en… Wiesbaden. Dadas las circunstancias, es el orgulloso propietario de un piso de dos dormitorios en la playa de Naantali.
—¿Qué?
—Hemos encontrado un testamento en el que Jaana Ilander le deja su casa.
—¿Jaana Ilander había hecho testamento?
—Sí. Aún no sabemos si tiene fuerza legal, pero parece ser que sí.
—¿Cómo es que había hecho testamento? No tenía mucho más de veinte años… como mucho.
—Veinticinco —dijo Heinonen, y Joentaa se quedó sin aliento al ver con claridad lo absurda que era la frase que acababa de decir.
Sanna también tenía veinticinco años.
—Parece ser que hizo el testamento hace seis años, cuando acababa de comprarse el piso.
—Eso es asombroso —dijo Joentaa.
—Eso le pareció también a Ketola. Dice que deberíamos establecer contacto con ese hombre.
—Yo lo haré —dijo Joentaa—. ¿Tienes su número?
—No, parece que la antigua dirección ya no sirve…
—Vuelve a decirme el nombre.
—Daniel Krohn. Según el testamento, hace seis años vivía en Wiesbaden. ¿Vas a llamarle ahora?
—Quizá —Joentaa se despidió, monosilábico. No sabía por qué, pero de hecho quería llamar enseguida a ese hombre. ¿Por qué Jaana Ilander le había dejado una casa, y por qué estaba su foto en su mesilla cuando hacía años que no se veían? Eso había dicho al menos la propietaria del café, y tenía que saberlo.
Le costó alrededor de diez minutos encontrar el número. En Wiesbaden vivían unas cuantas personas apellidadas Krohn, pero sólo una se llamaba Daniel.
Joentaa miró fijamente el trozo de papel en el que había anotado el nombre y el número. Se preguntó qué quería de ese hombre. Se preguntó por qué quería decir a toda costa a ese hombre que Jaana Ilander ya no estaba viva, que había muerto antes de que él acudiera a Finlandia para volver a verla.