CAPÍTULO 23

—¡Eh, despierte, ya hemos llegado!

Joentaa abrió los ojos y vio el rostro de un hombre al que no conocía.

—Estamos en Estocolmo, tiene que darse prisa si quiere bajar a tierra, el transbordador regresa enseguida a Turku.

Joentaa se incorporó.

—Gracias.

El hombre asintió, cogió su maleta y salió al pasillo. Joentaa se quedó sentado un rato, tratando de espabilarse. Luego se levantó y fue al baño con pasos inseguros. Mientras se lavaba y afeitaba, consideró la posibilidad de regresar directamente a Turku.

Pensó en ello, sabiendo al mismo tiempo que no iba a volver.

Arriba, volvió a encontrar al hombre que lo había despertado. Llevaba un traje beige bien planchado. Comparado con él, tenía que ofrecer una estampa curiosa, con las ropas arrugadas con las que había dormido.

—Dormía usted como un muerto —le gritó el hombre—. Ha sido una noche larga, ¿eh?

—La verdad es que no —dijo Joentaa cuando estuvo junto a él—. Pero gracias de nuevo. Me temo que realmente me habría despertado volviendo a Turku.

—No hay de qué —dijo el hombre.

Cuando estuvieron en el puerto, expuestos al frío viento, se despidieron el uno del otro. El hombre paró un taxi y volvió a gritar: «¡Adiós!», mientras subía.

Joentaa se quedó plantado un rato.

Se preguntó cuánto tiempo tendría que quedarse allí para congelarse.

Entró a una cabina telefónica y hojeó una guía gastada y medio rota, sobre la que habían sido apagados unos cuantos cigarrillos. El apellido Söderström ocupaba casi media página. Tres Annette, siete veces tan sólo A. Söderström. Pensó en las entradas de la guía telefónica de Turku.

Arto y Laura Ojaranta.

Kimmo y Sanna Joentaa.

Arrancó la hoja de la guía y tomó un taxi.

Mientras el coche se deslizaba con lentitud por las calles nevadas, se preguntó qué iba a decirle a Annette Söderström cuando estuviera ante su puerta. Si es que la encontraba. Si es que estaba. No sabía qué diría como razón de su visita. No había ningún motivo para ella. Ni él mismo sabía qué quería en realidad.

Al salir de Turku tan sólo sabía que tenía que salir de la ciudad, que quería ver a Annette Söderström, enseguida. Había dejado a un lado la cuestión del porqué, había disfrutado de no tener por fin que pensar más, de estar al fin en movimiento, a ser posible para siempre.

Cuando llegaron a la primera dirección, Joentaa bajó y pidió al conductor que esperase.

El nombre Annette Söderström figuraba en uno de los muchos letreros junto a los timbres. Estaba escrito a mano, en burdas letras. Annette Söderström vivía en el noveno piso de un rascacielos de catorce plantas. Joentaa estaba seguro de que era la dirección equivocada, pero llamó. La voz que respondió era la de una anciana que, evidentemente, no tenía el menor interés en recibir una visita.

—¿Annette Söderström? —preguntó Joentaa.

—Sí. ¿Qué quiere?

Joentaa dudó un momento.

—Perdón, me he equivocado —dijo entonces—. Está claro que busco a otra Annette Söderström. Una joven. ¿Es usted por casualidad pariente de una joven llamada Annette Söderström? —mientras hablaba, se preguntó si no estaría violentando a la mujer al estimar su edad basándose en su voz.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó irritada la mujer.

—Perdone. Adiós —dijo Joentaa, y regresó al taxi que esperaba. El conductor se encontraba sentado cómodamente, y había subido el volumen de la música de la radio. Joentaa subió y le dio la segunda dirección de la guía telefónica.

Tardaron en llegar. Unos niños arrojaron contra el coche bolas de nieve desde la parada de un autobús, lo que no pareció inmutar al taxista. Incluso dio la sensación de no haberse dado cuenta.

También la segunda dirección fue fallida, una gran casa unifamiliar en la que no conocían a la Annette Söderström que él buscaba.

Mientras el conductor volvía a abrirse paso por entre el denso tráfico, Joentaa pensó que, desde luego, habría sido más sensato llamar primero a las distintas Söderström. Posiblemente la que buscaba ni siquiera figuraba en la guía telefónica.

Pensó en su oficina, en el cuaderno de notas en el que estaban registrados el número y la dirección. Si hubiera pensado un poco, no habría tenido que buscar ahora. Hubiera podido tomar el cuaderno la noche anterior, antes de salir hacia el puerto.

Miró el reloj y pensó que a esa hora Ketola estaría furioso porque no se había presentado a trabajar. Probablemente estaba derramando su ira sobre el siempre amable Heinonen, y Grönholm, relajado, esperaba, con una ligera sonrisa, a que pasara la explosión de ira.

Antes o después tendría que llamar a la oficina y dejarse oír, pero no ahora.

La tercera dirección fue la correcta. Annette Söderström se hallaba ante él antes de que hubiera podido pensar qué decirle. Había abierto la puerta con brío, como si estuviera esperando a alguien, seguro que no a él.

—Hola, señora Söderström —dijo Joentaa—. Quizá no recuerde quién soy. Soy uno de los policías de Turku que estaban en el albergue cuando…

—Claro que me acuerdo. Se ocupó usted de Sven…

—Sí.

—No sabía que iba usted a venir. Uno de sus colegas estuvo aquí hace unas semanas. Pensé que ya les había dicho todo cuanto podía decirles…

—Lo sé…, he estado unos días en Estocolmo, y pensé en volver a pasarme y preguntarle si se le había ocurrido algo más —sintió que sudaba, y no entendió por qué estaba diciendo todas esas tonterías.

—Bueno…, ahora tengo que ir a clase. En realidad, estaba esperando a una amiga que iba a venir a recogerme. Mi coche entregó su espíritu ayer… —se echó a reír—. Me temo que esta vez definitivamente —señaló un insignificante cochecito blanco que había en la calle, y que apenas se destacaba del paisaje nevado.

Joentaa asintió. Junto al cochecito aguardaba el taxi, esperando con el motor en marcha. Miró al conductor, que hojeaba una revista.

—Espero que no me tome por loco… —empezó Joentaa.

Ella le miró con expresión interrogativa.

—¿Podría usted renunciar a su clase de hoy?

Ella no comprendió.

—Sí podría, pero me temo que de todos modos no puedo ayudarle… quisiera poder…

Joentaa le interrumpió:

—No se trata de eso. Todo cuanto acabo de contarle son tonterías. Acabo de llegar a Estocolmo, y la única razón es que quería verla. No por Johann Berg, no por motivos profesionales…, simplemente quería verla…, pensé en usted al sentir que la casa se me caía encima.

—Oh.

—Sé que es inusual…, mi esposa murió hace poco, y siempre que pensaba en quién podría ayudarme, la veía a usted. No me pregunte por qué…, pienso en usted, no en las personas que conozco bien, al contrario, no me apetece verlas…, la mayoría de las veces pienso en usted.

Ella se limitó a quedarse allí plantada largo tiempo.

—Haga el favor de pasar —dijo.

—Un momento —dijo él, y corrió a pagar al taxista. La casa de Annette Söderström consistía en un gran salón y una pequeña alcoba situada encima, a la que se accedía por una escalera de caracol. La decoración era blanca como la nieve del exterior.

Trajo café y bollitos.

—Supongo que todo esto le parecerá… un poco extraño —dijo Joentaa, cuando se sentaron la una frente al otro.

Ella estuvo mirándolo largo tiempo antes de responder:

—No. Sólo estoy sorprendida…

—¿Piensa a menudo en Johann Berg? —preguntó él.

—Trato de apartar ese pensamiento.

—Eso es justo lo que yo no puedo —dijo Joentaa—. Nunca me libro de ese pensamiento, da igual lo que haga. No tengo un segundo de paz. Ya no puedo oír música, porque cada canción me recuerda a Sanna. No puedo ver una película porque las he visto todas con Sanna y aún recuerdo lo que decía en cada una de las escenas.

—¿De qué murió su esposa? —preguntó ella.

Él fue a responder, pero llamaron a la puerta. Ella apartó la vista de su rostro y se levantó. Oyó que hablaba con su amiga, que quería llevarla a su clase. Dijo que había recibido una visita inesperada. La amiga insistió y preguntó a qué venía tanto misterio, pero ella no dijo nada más.

—Sanna tenía cáncer —dijo Joentaa cuando Annette Söderström regresó—. Linfático. Un tipo de cáncer que en el ochenta por ciento de los casos afecta a hombres.

—Lo… siento mucho —dijo ella. Él percibió su inseguridad.

—La verdad es que nunca había estado enferma. Nunca había creído posible que pudiera pasar una cosa así…, incluso ahora que todo ha pasado, a veces pienso que no es cierto, que no ha ocurrido en realidad…

Ella asintió y se llevó la taza a la boca. El vio que temblaba.

—A veces, cuando pienso en Johann, en esa noche en el albergue, tengo la misma sensación…, que realmente no puede haber ocurrido…

—¿Cómo está Sven? —preguntó él.

Ella respiró hondo.

—No lo sé con exactitud. Está muy bien que tenga a su madre, y cuando voy a visitarle siempre parece… como antes. Pero no sé. No puede simplemente haberle pasado de largo… creo que aún no ha entendido de veras lo que ha ocurrido.

Joentaa asintió. Veía al chico delante de él, se acordaba de cómo había acariciado su cabeza. Se acordaba de que Sven le había mirado sin entender y había gritado. Le hubiera gustado visitarle, mas, qué otra cosa sería su presencia sino el recuerdo de una noche que Sven debía olvidar para siempre.

Miró a Annette Söderström, sus miradas se encontraron, ella le preguntó si quería desayunar algo, y él dijo: «Sí, gracias».

Pensó que había hecho bien. Había hecho bien en venir a Estocolmo.

—Me alegro de estar aquí —dijo—. No sé exactamente por qué, pero es así.

Ella sonrió:

—No sé si realmente… puedo ayudarle.

—Me ayuda simplemente sentándose frente a mí y estando ahí.