CAPÍTULO 21

Cuando Kimmo Joentaa oyó lo que Heinonen decía, sintió enseguida que algo no iba bien, que su reacción no era la que habría debido ser.

No llegó a pensar en ello, porque Ketola le distrajo.

Al principio, Ketola se había quedado mirando con la boca abierta a Heinonen, que estaba en la puerta informando, con cortas y nerviosas frases. Tras sus palabras había surgido una pausa, que a Joentaa se le había antojado muy larga, y entonces Ketola se echó a reír. Rio, se levantó y fue hacia Heinonen, que retrocedió, pero Ketola se quedó plantado a mitad de camino y empezó a gritar. Estaba en medio de la sala, y gritaba tan alto que tenía que oírsele en todo el edificio.

—¡Es la mayor mierda que me ha pasado nunca! —gritaba—. ¡Sí, es la gran mierda, exactamente lo que necesito, jódete, viejo, lo haré, lo haré con gusto, lo que usted quiera, siempre a su servicio!

Joentaa vio su rostro desfigurado y pensó que hablaría con Ketola cuando aquello pasara, cuando ese espasmo de gritos concluyera. Le preguntaría qué estaba pasando.

Le hablaría de Sanna.

De pronto Nurmela apareció en la puerta, empujó a un lado al atónito Heinonen y fue hacia Ketola.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó cuando estuvo frente a él.

Ketola no reaccionó. Nurmela lo agarró por las solapas y lo empujó contra el escritorio.

—Estás empezando a atacarme los nervios —dijo—. Te propongo que te vayas a casa y vuelvas mañana siendo un hombre normal. ¿Qué te parece?

—Eso no será posible —Ketola se soltó y se sentó en su escritorio. Se arregló la chaqueta, se irguió y miró a Nurmela con seriedad, como si no hubiera pasado nada.

—¿Qué significa eso? —preguntó Nurmela.

—Significa que tenemos un pequeño problema, no merece la pena hablar de él —dijo Ketola.

Nurmela calló, esperó.

—Una mujer ha sido asesinada —dijo Heinonen desde la puerta—. En Naantali. Fue ahogada con una almohada.

Nurmela no movió un músculo. Joentaa esperaba que dijera algo, pero no lo hizo. Se limitó a asentir y abandonar la estancia, sin mirar a ninguno de ellos.

—Hijo de puta —dijo Ketola.

De camino a Naantali, Ketola guardó un terco silencio, hasta que Joentaa encendió la radio.

—No me apetece oír esa mierda de tangos —gruñó entonces, y apagó la radio. Joentaa guardó silencio y pensó en distintas cosas al mismo tiempo. En Ketola, que ya no era el mismo, en la casa azul en la que yacía Laura Ojaranta, y en la mujer muerta que iban a ver enseguida. Trató de hacerse una imagen de esa mujer, pero sólo veía a Laura Ojaranta, que yacía en la cama como si durmiera.

La casa era de madera pintada de verde y se hallaba en una elevación que descendía hacia la playa.

Hacia la playa, que tanto le gustaba a Sanna.

Se vio a sí misino tumbado en la playa.

Había estado mirándola nadar y había pensado que siempre sería así.

En la planta baja de la casa había un café, Kahvila Rheno, decía en amarillo en la pared, y gruesas letras blancas en las ventanas anunciaban que había pastel de manzana recién hecho. Cuando llegaron a la casa, una gruesa mujer les salió al encuentro.

—¿Son ustedes de la policía? —gritó ya desde lejos.

Ketola asintió.

—Gracias a Dios.

—¿Dónde está la casa? —preguntó Ketola.

—Ahí arriba —señaló una ventana en el ático.

—¿Halló usted a la muerta?

La mujer asintió.

—Jaana no había bajado, aunque ya habíamos abierto. Trabaja en nuestro café. Al cabo de un rato subí a ver qué pasaba…, y la puerta estaba abierta…

—Gracias —dijo Ketola, y dejó plantada a la mujer.

Para llegar al primer piso tuvieron que atravesar el café. Un anciano estaba sentado a una mesa junto a la ventana, leía un periódico y parecía totalmente impertérrito. Al parecer no se había enterado de que en el primer piso una mujer había sido asesinada.

Llegaron arriba por una estrecha escalera. A la puerta del piso había dos policías uniformados.

—¿Algo importante? —preguntó Ketola.

Los policías no comprendieron.

—¿Hay algo que debamos saber? —preguntó Ketola irritado.

El mayor de los dos uniformados negó con la cabeza:

—Nada. El equipo de huellas dactilares aún no ha llegado. La mujer está en el dormitorio. Jaana Ilander, veinticinco años. Hemos esperado aquí a que ustedes llegaran.

Ketola asintió y entró. Joentaa le siguió.

La casa era luminosa. Fue lo primero que llamó su atención. Luminosa aunque fuera había niebla y llovía desde hacía horas. El salón era muy grande y estaba dominado por una ancha ventana. Desde el balcón detrás de la ventana se veía de frente el mar.

Había fotos por el suelo. Todas mostraban a una mujer joven que, en la mayoría de las imágenes, reía con la boca entreabierta. Junto a las fotos había dos copas de vino, velas agotadas en altos candelabros y una botella medio vacía.

—Hola, Kimmo.

Joentaa se volvió y vio el rostro siempre sonriente de Kari Niemi.

—Hola, Kari —dijo Joentaa.

—Parece que tenías razón —dijo Niemi.

Joentaa le miró intrigado.

—Tú sospechaste desde el principio que se trataba de un solo autor.

Joentaa asintió.

—Empezaré por el dormitorio —dijo Niemi, y desapareció en el pasillo.

Joentaa lo imaginó entrando al dormitorio, contemplándolo todo con paciencia, empezando a formarse una imagen global a base de los objetos más pequeños, entre los cuales la mujer muerta era sólo uno de muchos detalles. Joentaa apreciaba a Niemi, pero le resultaba un enigma saber de dónde procedía ese intocable buen humor. Quizá tan sólo parecía tenerlo. Quizá Niemi era un hombre mucho más reflexivo de lo que parecía a primera vista.

Joentaa se acordó de cómo le había abrazado tras la muerte de Sanna. Había ido al entierro, aunque apenas se conocían, y a Sanna sólo la había visto una vez, en la fiesta de Navidad de la comisaría, hacía un año. Sanna ya estaba entonces muy enferma, pero había hecho como si no pasara nada. Había sido muy convincente.

Grönholm le había preguntado más tarde si ya se había curado del todo.

—¿Quiere usted disfrutar de las vistas, o prefiere echar un vistazo a la muerta? —preguntó Ketola.

Joentaa le siguió al dormitorio. Mientras caminaba, regresó la tensión, el extraño nerviosismo que había sentido cuando Heinonen le había informado del asesinato.

No tenía ninguna explicación para esa tensión. Sentía que tenía que reflexionar sobre ello, y pronto.

El dormitorio era muy pequeño. La cama llenaba casi por completo el espacio, era un sofá cama bajo, sobre el que yacía una mujer joven. Estaba desnuda, y sus ojos aún estaban abiertos.

Joentaa pensó que detrás de esos ojos ya no había nada.

Se volvió y vio sobre la mesilla de noche la foto de un joven, probablemente su novio. También en la pared del salón había una foto de ese chico.

Niemi estaba arrodillado en el suelo, palpando la alfombra.

—Según parece usted tenía razón, Kimmo —dijo Ketola, de pronto tranquilo y objetivo—. Un asesino en serie.

Joentaa le miró.

—¿Cómo es que estaba tan seguro desde el principio? —preguntó Ketola.

Joentaa no supo cómo responder a esa pregunta. La respuesta sonaría extraña en cualquier caso.

—Laura Ojaranta fue asesinada al día siguiente de la muerte de mi mujer —dijo al cabo de un rato.

Ketola asintió y le miró fijamente y con atención.

—Creo que se debió a eso —dijo Joentaa—. Yo tenía…, tal vez otro acceso al escenario que entonces encontramos.

—No veo la relación —dijo Ketola.

Joentaa se encogió de hombros.

—No sé. Hace algún tiempo hablé de esto con Grönholm. Él tampoco entendió lo que quería decir. Pienso que la forma en que mata el asesino es significativa…, mata probablemente en medio de la calma. Sus víctimas duermen…, me lo imagino como una persona tranquila, contenida…

Joentaa se interrumpió y buscó signos de burla en los ojos de Ketola, esperó una observación áspera, pero no hubo tal cosa. Ketola se limitó a asentir, no parecía convencido, pero tampoco se burló.

—Suena interesante —dijo Niemi, sin levantar la vista de la alfombra.

Ketola asintió, perdido en sus pensamientos; luego se inclinó sobre la muerta y miró largo tiempo su rostro, como si buscara algo concreto. Joentaa no entendía por qué Ketola se había tranquilizado tan de repente. No quedaba rastro en él de explosiones coléricas. Pero de todos modos no le entendía.

Se dio la vuelta y bajó a hablar con la mujer que había hallado el cadáver. Estaba sentada a una mesa junto a la ventana y miraba llover. Por lo demás, no había nadie allí. El hombre que leía impertérrito el periódico a su llegada ya se había ido.

—Mi nombre es Joentaa —dijo—. Me gustaría hacerle unas preguntas.

—Por favor —dijo ella. Él se sentó enfrente.

—¿Es usted la propietaria del café?

Ella asintió.

—Krista Somervuori. El café es mío y de mi marido.

—¿Dónde está su marido?

—En Turku. Salió temprano, antes de que yo…, antes de que me llamase la atención que Jaana no bajara.

—La señora Ilander trabajaba para usted.

—Sí. También era actriz. Durante el día trabajaba con nosotros, y por las noches en el teatro. Era muy buena, vimos muchas de las obras en las que actuaba.

—¿Desde cuándo vivía aquí?

La mujer reflexionó un momento.

—Desde hace seis años. Por aquel entonces se trasladó aquí desde el norte del país, para empezar a estudiar arte dramático. No vivía de alquiler; compró la casa, con ayuda de sus padres. Le gustaba su casa, sobre todo por lo cerca que estaba de la playa…, en aquella ocasión, dijo que quería quedarse largo tiempo aquí.

—¿Sabe usted algo acerca de sus padres, u otros allegados a los que debiéramos informar?

La mujer negó con la cabeza.

—Hablaba poco de sus padres. Creo que en una ocasión dijo que vivían en Rovaniemi. Creo que son gente bastante acomodada. Aunque desde que vino apenas ha tenido contacto con ellos.

Joentaa asintió y se detuvo un momento. Sabía lo que la mujer iba a responder a su próxima pregunta.

—¿Tiene alguna sospecha de quién podría haber matado a la señora Ilander?

La mujer le miró como si no entendiese de qué estaba hablando. Así le habían mirado Kerttu Toivonen y Arto Ojaranta, así le había mirado Annette Söderström, a la difusa luz del albergue juvenil.

—No hay nadie que hubiera podido tener nada contra Jaana —dijo la mujer—. Jaana es… una persona muy agradable.

Joentaa apartó la mirada del rostro de la mujer para mirar la lluvia detrás de los cristales empañados. Por un momento tuvo la extraña idea de que el hecho de que el autor matara conscientemente a personas simpáticas era una clave de todo aquello.

Desechó la idea.

La mujer se echó a llorar. Se disculpó y fue a por un pañuelo detrás de la barra.

—Sencillamente, no lo entiendo —dijo cuando volvió a sentarse ante él.

—¿Observó usted algo inusual la noche pasada?

La mujer negó con la cabeza. Luego se puso tensa.

—Hubo algo extraño dijo.

—¿Sí?

—Hace dos días.

—¿Qué pasó?

—Alguien llamó furiosamente al timbre, en mitad de la noche. Como loco.

Joentaa sintió que el estómago se le encogía.

—¿Quién era?

La mujer se hundió de nuevo sobre sí misma.

—No lo sé. Jaana bajó corriendo…, dejó entrar a alguien. Cuando bajó a abrir, mi marido y yo estábamos en el pasillo…, no sabíamos muy bien qué hacer…, era en mitad de la noche… y Jaana dijo que no nos preocupáramos, que era un amigo suyo.

—¿Un amigo? ¿Quizás el chico cuya foto está en su mesita de noche?

—Oh no, no. Ese es un antiguo amor. Un alemán. En una ocasión me habló de él. Hace ya mucho tiempo de eso.

—Sin embargo, su foto está en su mesilla. Y también hay una en la pared del salón.

La mujer se encogió de hombros.

—No sé por qué. Creo que… le echaba de menos. En una ocasión dijo que él había prometido visitarla, pero nunca vino.

Joentaa asintió.

—Respecto al hombre que llamó al timbre en mitad de la noche: ¿Le dijo algo acerca de él? ¿Mencionó un nombre? ¿Lo describió de alguna manera?

La mujer negó con la cabeza.

—¿Y usted no lo vio?

—No.

Es él, pensó Joentaa. Estuvo aquí, por la noche. Llamó tempestuosamente al timbre, estaba excitado, pero incluso entonces se preocupó de no ser visto.

¿O simplemente tuvo suerte?

Sobre todo: conocía a Jaana Ilander. ¿Conocía también a Laura Ojaranta, a Johann Berg?

—¿Cuánto tiempo se quedó? ¿Seguía aquí por la mañana? —preguntó Joentaa.

La mujer asintió, pensativa.

—Estaba aquí. Jaana sonrió cuando le pregunté por él, naturalmente le pregunté quién era, nos había dado un susto de muerte…

—¿Qué dijo ella?

—Se limitó a decir que era un amigo…, y que era inofensivo.

Joentaa volvió a sentir la punzada en el estómago.

Inofensivo.

Inofensivo y silencioso.

Contenido, insignificante.

Creyó estar viendo al hombre delante de sí, y tuvo al mismo tiempo la sensación de estar engañándose.

—¿Qué más dijo? —preguntó—. Todo cuanto recuerde es importante.

La mujer se encogió de hombros.

—Nada. No puedo acordarme de nada más. A última hora de la mañana Jaana se despidió de pronto y se fue. A veces lo hacía, sabía que yo no me enfadaba, sobre todo porque a esas horas tenemos poco trabajo aquí. No vi a ese hombre cuando salió, simplemente se fueron.

Joentaa asintió y pensó que eso no era casual. El hombre se había preocupado de no llamar la atención. Supo desde el primer momento que iba a matar a Jaana Ilander, tuvo que haberlo sabido.

No obstante, ¿por qué no lo hizo enseguida, esa primera noche? ¿Por qué había dudado? ¿Y por qué Jaana Ilander vio un amigo en el hombre que la había matado?

—¿Dijo algo más la señora Ilander? ¿Dijo si era un hombre joven o viejo?

La mujer reflexionó un instante, luego negó con la cabeza.

—No volví a hablar con ella del asunto…, no quería parecer indiscreta.

Joentaa asintió. Muy encomiable, pensó. Y muy malo.

Se levantó.

—Volveré luego a hablar con usted —dijo. Ya se había vuelto para irse cuando se le ocurrió una cosa más—: ¿Estaba encendida la luz del dormitorio cuando encontró a la muerta?

La mujer alzó la cabeza y pensó un momento.

—No —dijo.

Joentaa asintió y regresó arriba. Allí nada había cambiado, salvo el número de rastreadores de huellas. Dos hombres vestidos con impermeables blancos examinaban la botella de vino, las copas y las fotos del salón.

En el dormitorio, Ketola estaba apoyado en la pared y observaba trabajar a Niemi. Ketola parecía profundamente sumido en sus pensamientos, y se estremeció cuando Kimmo Joentaa se dirigió a él:

—Creo que tenemos algo —dijo Joentaa.

—¿Qué es? —Ketola parecía poco interesado.

—He hablado con la propietaria del café. Dice que hace dos días un hombre llamó al timbre insistentemente, en medio de la noche. Pasó la noche con Jaana Ilander.

—¿Qué clase de hombre? —dijo Ketola, poniendo atención.

—No lo sé. Al parecer, un amigo de la señora Ilander. No sabemos más. La propietaria del café no lo vio.

—¿No vio al hombre que la despertó en mitad de la noche?

—Jaana Ilander fue quien abrió la puerta. Y al día siguiente el hombre no se dejó ver. O tuvo mucha suerte, o no se dejó ver conscientemente. Quizás ambas cosas. En mitad de la noche estaba fuera de control, y tuvo suerte. Al día siguiente, cuando volvió a ser dueño de sí mismo, se cuidó de no ser visto.

Ketola se quedó mirándolo largo tiempo, con esos ojos penetrantes y alerta que Joentaa llevaba eludiendo desde su primer día de trabajo.

—Posiblemente ese hombre no tiene nada que ver con el crimen —dijo Ketola al cabo de un rato.

—Estoy seguro de que es el asesino —repuso Joentaa.

Ketola le dirigió una mirada difícil de interpretar.

—Y esa mujer dice que no sabe nada más —dijo al cabo de un rato.

Joentaa asintió.

—¡Me cago en eso! —Ketola se separó de la pared y salió, probablemente a hablar con la mujer.

Joentaa se detuvo, indeciso, sintiendo que eludía mirar a la mujer muerta sobre la cama.

—¿Sabes que Ketola tiene bastante buena opinión de ti? —dijo Niemi.

—¿Hm? —Joentaa estaba perplejo. Quiso responder algo, pero uno de los investigadores de huellas salió en ese momento del salón.

—Falta una foto —dijo.

—¿Qué? —preguntó Joentaa, todavía sorprendido por la declaración de Niemi.

—En los sobres había negativos de las fotos que estaban en el suelo, y uno de esos negativos no aparece en copia.

—¿Cuál? ¿Qué aparece en él?

—Una mujer. La misma que está en todos los demás, supongo que Jaana Ilander.

Joentaa asintió.

—Me gustaría ver el negativo —dijo, caminando ya en dirección al salón. Niemi le siguió. Uno de los agentes de huellas le dio el negativo. Joentaa lo sostuvo contra la luz del ancho ventanal y vio en negro y marrón los contornos de una mujer con un paracaídas, sonriendo a la cámara.

Jaana Ilander.

Joentaa no estaba seguro. No había mirado a la mujer muerta en el dormitorio, había rehuido su visión, pero la joven de la foto tenía que ser Jaana Ilander.

Era una hermosa foto, y el asesino se la había llevado.

Por supuesto, también había otras posibilidades. Cabía pensar que la foto se hubiera perdido con anterioridad, cabía pensar que Jaana Ilander la hubiera regalado en algún momento. Aun así, Kimmo Joentaa estaba seguro de que el asesino la tenía. Se la había llevado, como se había llevado el cuadro, el paisaje pálido, que colgaba en casa de los Ojaranta, en un nicho en el que nadie se fijaba.

¿Qué había movido a ese hombre a hacer tal cosa?

¿Se habría llevado también fotos de Laura Ojaranta y Johann Berg?

—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó Niemi.

Joentaa le dio el negativo. Niemi lo sostuvo contra la luz y lo miró largo tiempo. Luego se volvió hacia las fotos, que entretanto yacían envueltas en láminas en una mesa redonda de cristal.

—Creo que era una mujer muy hermosa —dijo Niemi al cabo de un rato—. Quiero decir realmente hermosa, no sólo guapa —contempló las fotos y pareció buscar las palabras que pudieran describir con más claridad su impresión—. Especial, de algún modo —dijo al fin.

Joentaa asintió, pero sólo había estado escuchando a medias.

Se preguntaba por qué no había soportado la visión del cadáver. ¿Por qué le había costado tanto quedarse en el dormitorio, por qué había bajado enseguida, con el pretexto de tener que hablar con la propietaria del café?

Porque eso era lo que había sido. Un pretexto, un buen motivo para dejar atrás la imagen de la mujer muerta antes de haberla visto.

¿Por qué había tenido miedo de mirar a la mujer? ¿Se debía a la tensión que había sentido cuando Heinonen le había informado del crimen?

Se volvió y fue al dormitorio. Niemi aún dijo algo, pero él no le escuchaba.

Se forzó a no detenerse.

Se acercó a la cama y se inclinó sobre el cadáver.

Respiró los rasgos de su rostro, y comprendió lo que había sentido.

Cuando Heinonen le había informado del asesinato, se sintió aliviado. Aliviado de volver a dejar de pensar, volver a visitar el escenario de un crimen y tener que resolver un enigma. Aliviado de poder seguir viviendo mientras los crímenes ocultaran su conciencia de la muerte de Sanna.

En silencio, se alegraba de que el asesino aún no hubiera sido atrapado; en algún rincón de su conciencia quería que siguiera matando, y había equilibrado la inclinación de su mundo intelectual cuando, sencillamente, no había mirado a la mujer muerta.

Cuando vio el rostro de Jaana Ilander, cuando bajó la vista hacia ella como hacia Sanna, que de un segundo a otro había dejado de respirar… comprendió que el crimen, la muerte de una persona, le había insuflado vida.