CAPÍTULO 20

Cuando llegaron a su casa, ella le tomó una foto. Le sorprendió. Acababa de salir del cuarto de baño y estaba secándose el pelo con una toalla, cuando ella apretó el pulsador.

—Atrapado —exclamó—. Sin Tommy —miró hacia la foto, que se reveló en cuestión de segundos, y dijo—: Me gusta.

Se la enseñó.

Estaba distinto, estaba seguro de no haber tenido nunca ese aspecto. En el momento en que vio el flash, se rio.

—Bastante tonto —dijo, y preguntó si podía tener una foto de ella—. Una de verdad.

—¿Cómo que de verdad?

—Una bonita, no como ésa —señaló hacia la foto Polaroid.

—Claro —Jaana rebuscó en un cajón y le tiró unos cuantos sobres—. Escoge una. Pero cuidado. En la mayoría tengo exactamente el mismo aspecto que tú aquí —agitó en el aire la foto Polaroid.

Vesa miró las fotos. Jaana estaba guapa, sonreía a la cámara y hacía cosas inusuales: Jaana junto a una empinada pared de roca, Jaana sobre una tabla de surf, Jaana con un paracaídas, recién aterrizada.

—Eres deportista —dijo Vesa—. ¿Paracaidismo? —le mostró la foto. Jaana asintió.

—Quizás es lo más hermoso que cabe imaginar —dijo—. De todos modos, hace unos años me rompí un brazo, y desde entonces no he vuelto a saltar…, pero volveré a hacerlo, algún día. Quizá lo hagamos juntos.

—Quizá —dijo Vesa.

En una de las fotos, Jaana estaba con Daniel. Se encontraban delante de un pequeño hotel de aspecto sucio, al sol, y se sonreían.

—Daniel —dijo Vesa.

Jaana gimió:

—Probablemente con esa foto sólo has buscado un pretexto para volver a empezar con él.

—¿Dónde es esto? —preguntó él.

—En Italia.

—¿Le conociste allí?

—Oye, no me apetece seguir hablando de él. No le quiero, porque prometió venir a Finlandia y no lo hizo. Y, si eso te tranquiliza, es probable que venga algún día. Por mí.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho. Que yo siempre consigo lo que quiero —dijo ella, y se arrodilló en el suelo junto a él. Lo atrajo hacia sí y le besó en la boca. Él sintió sus cabellos sobre su rostro y su lengua en los dientes. Los dolores en el bajo vientre se hicieron más fuertes. Justo cuando creía que iban a hacerse insoportables, ella se puso en pie de un salto y le preguntó si quería tomar algo.

Él se sentó apresuradamente y negó con la cabeza.

Ella rio, y encendió unas velas. Sirvió vino tinto en dos copas.

—Eres curioso —dijo, cuando estuvieron sentados en el suelo, bebiendo.

Él calló.

—Quisiera saber mucho más de ti —dijo ella—. Quisiera saberlo todo.

Él cerró los ojos.

—¿Recuerdas el día en que tus padres murieron? —preguntó ella.

Él calló.

—¿Qué pasó? ¿Qué clase de accidente fue?

Él mantuvo los ojos cerrados, pero sentía que Jaana le miraba. Le miraba fijamente, trataba de sumergirse en sus pensamientos, y se acercó.

Le quitó la copa de la mano y lamió su mejilla. Le acarició el cuello, los brazos, y le quitó cuidadosamente el bañador. Luego, durante un rato, él no sintió nada. Cuando abrió los ojos, ella estaba desnuda ante él. Le tomó de la mano y lo llevó hasta la cama.

Se tumbó y lo atrajo hacia sí.

Él sintió que el dolor corría lentamente por su cuerpo.

Oyó su voz. Ella gimió y gritó algo, pero no entendió qué.

Poco antes de que el dolor desapareciera, vio el final.

Se oyó gritar.

Ella se reía en su propia cara.

Se volvió de costado.

Ella le rascó la espalda y se inclinó sobre él.

—¿Todo bien? —preguntó.

Él asintió.

A los pocos minutos, su mano se relajó sobre su espalda. Se volvió hacia ella y vio que se había quedado dormida.

Sintió como el miedo se tendía lentamente sobre sus pensamientos, y el silencio.

Mientras ella durmiera, todo estaría bien.

Mientras durmiera no haría preguntas.

Se quedó largo tiempo inmóvil.

Luego comprendió que había sido hermoso, lo más hermoso que había experimentado nunca. Comprendió que al final todo se había disuelto en la nada.

Se levantó despacio. El brazo de ella, que yacía fláccido sobre su espalda, cayó sobre la sábana. Se vistió sin mirarla.

Sentía el vacío, en el que ya no había nada, más que la verdad.

Apagó la luz.

Se quedó a su lado junto a la cama y la miró respirar.

Sacó la almohada de debajo de su cabeza y la apretó sobre su rostro, hasta que todo acabó.

La oyó gritar, pero sabía que el grito venía de un mundo que no era el suyo.

Apagó las velas, alzó del suelo las dos fotos y la cámara, tomó una llave de su chaqueta y corrió hacia la nada.

Sentía que esta vez iba a quedarse, tendría que quedarse, esta vez era distinto.

Se dejó caer.

Mientras caía, gritó su euforia, porque había superado la difícil tarea, y le había resultado tan fácil que apenas sabía por qué alguna vez había tenido miedo de fracasar.

No había fracasado.

La risa de Jaana se había apagado.

La risa de Jaana, en la que había visto su propia muerte.