Kimmo Joentaa miró el rostro expectante de Liisa Laaksonen. Liisa volvió a dejar en la pasarela el cesto con los peces y dio unos golpecitos en el hombro de su marido. Pasi lanzó con ímpetu el anzuelo y contó que de niño ya le gustaba pescar. Habló de cuatro hermanos mayores que habían roto sus cañas de rabia al ver sus presas.
Pasi rio. Liisa rio.
Kimmo Joentaa asintió, sonrió y no escuchó.
Sabía por qué le habían invitado, y les estaba agradecido. No era algo evidente que una pareja a la que durante años sólo había saludado fugazmente se tomara tantas molestias para devolverle a la vida.
Se comió el pescado de Pasi y la tarta de manzana de Liisa.
Tomó un trozo más, cuando Liisa no se dejó ablandar.
Contempló a su madre, que le miraba a hurtadillas y trataba con cada bocado de tragarse también la preocupación por su hijo.
Pensó que habría sido un hermoso día si Sanna hubiera estado sentada a su lado y se hubiera reído con ellos del agitado pasado de Pasi.
Cuando se fueron, Liisa dijo que tenían que volver a verles pronto. Anita dijo que era una buena idea, y Joentaa asintió.
Por la noche le pidió a su madre que se fuera.
Anita se quedó mirándole fijamente.
—Necesito estar solo —dijo Joentaa—. Tranquilizarme.
Anita le abrazó y prometió tomar el tren de la mañana hacia Kitee. Quiso desprenderse del abrazo, pero Joentaa la retuvo. Cerró los ojos y hundió la cabeza en sus hombros.
La soltó al cabo de unos minutos.
Mientras Anita hacía su maleta, Joentaa se sentó en el salón y miró por el ventanal hacia el lago verde oscuro. Se preguntó cómo les iría a Jussi y Merja Sihvonen, que se habían ido a casa hacía dos semanas, poco después del entierro.
Jussi ya no se apartó de Merja, se había esforzado en adivinar y atender cada uno de sus deseos. Joentaa tuvo la impresión de que aun así Jussi se sentía impotente, porque no había ninguna posibilidad de derribar el muro que Merja había levantado a su alrededor.
Cuando Joentaa habló por teléfono con Jussi por última vez, el padre de Sanna le aseguró que Merja estaba mejor. Joentaa esperaba que así fuera.
Anita hizo la cena. Comieron en silencio.
Se sintió más tranquilo cuando su madre se fue a dormir, poco después.
Se sentó erguido en el sofá cama del salón y trató de relajar su tenso cuerpo. Al cabo de un rato, el silencio se hizo insoportable. Se levantó y encendió la luz. Hojeó el periódico, sin captar el contenido de las frases.
Se preguntó si había sido una buena idea hacer marchar a Anita. No lo sabía. No sabía si quería estar solo o acompañado, porque ni lo uno ni lo otro parecía dar resultado alguno. Cuando estaba solo, al menos no sentía en la espalda las miradas compasivas o preocupadas, a veces tan sólo curiosas, de los demás.
Desde el entierro tenía la sensación, con más fuerza aún que en la semana que siguió a la muerte de Sanna, de que su vida se había detenido.
Vivía, sí, mas nada se movía.
El dolor se había alejado, y al mismo tiempo hecho más cercano. Ya no se clavaba tan hondo, ya no le dejaba de pronto sin aliento. Sin embargo, resultaba omnipresente, le aturdía.
Trataba de ocultarlo ante los demás, para no tener que contestar preguntas. Mientras se hallaba de buen humor, pasaba por normal. Mientras estaba de buen humor, nadie tenía que preocuparse por él.
Mientras no llamase la atención, la compasión se mantendría dentro de unos límites razonables.
Trabajaba concienzudamente. A veces se quedaba en la oficina hasta bien entrada la noche. Entretanto, tenía la impresión de haber conocido hacía mucho a la mujer muerta en Naantali, aunque nunca había hablado con ella. Siempre que pensaba en ella veía primero la casa azul y luego el cadáver en el dormitorio.
Averiguó que Laura Ojaranta había sido una magnífica corredora de orientación. Le había sorprendido, sin que pudiera explicar por qué. De joven, incluso había tomado parte en los campeonatos de Finlandia.
La veía como una mujer casi siempre amable, frugal, que había trabajado mucho en el jardín y cuyo marido viajaba constantemente.
Había oído decir a varios vecinos que a menudo cantaba mientras trabajaba en el jardín.
No había rastro de su asesino. Ni siquiera aparecía un motivo.
Nurmela había desechado la posibilidad de una relación entre el asesinato de Naantali y el del albergue tan rápido como Laukkanen la había tomado en consideración. El forense pudo constatar durante la autopsia que, al contrario que Laura Ojaranta, el muerto del albergue había sido anestesiado. Nurmela valoraba esto como una clara diferencia, y no veía motivos para partir de la idea de un doble crimen. Mientras, se daba por seguro que los caminos de Laura Ojaranta y Johann Berg nunca se habían cruzado.
Se habían repartido los casos. Ketola y Heinonen buscaron al asesino de Johann Berg, Joentaa y Grönholm al de Laura Ojaranta. A Joentaa le sentaba bien colaborar con Grönholm. Este era hombre de risa fácil. Contaba continuamente chistes, y ya parecía haber olvidado que Joentaa hubiera tenido esposa alguna vez. A veces se preguntaba si Grönholm realmente lo había olvidado o si comprendía que la mejor forma de ayudarle era dejar a Sanna fuera de sus conversaciones.
Para su sorpresa, los periódicos concedieron escasa atención a los dos crímenes. Joentaa sospechaba que se hallaban demasiado próximos en el tiempo al atentado contra Järvi, y a la detención de su enigmática autora, como para despertar especial interés en las redacciones. Incluso el periódico local había informado sólo mediante breves artículos.
Joentaa sospechaba que Nurmela había separado las investigaciones para reducir el interés de los medios.
Entretanto, también el interés por el atentado contra Järvi se había desinflado. Mari Räsänen, la autora del mismo, no estaba evidentemente en condiciones de explicar su acción, aunque de vez en cuando despertaba de pronto de su letargo, cosa que irritaba a Joentaa.
Había tenido largas conversaciones con la mujer, de las que se desprendía que, en última instancia, había llevado a la práctica una idea de su madre.
Para su sorpresa, Ketola le había pedido que se encargase de los interrogatorios. La mayoría de las veces, el propio Ketola se quedaba escuchando en silencio. Desde que había perdido el control, el día de la detención de Mari Räsänen, escuchaba mucho.
Se había limitado a asentir brevemente cuando Joentaa le había dado las gracias por ir al entierro.
En algún momento durante los interrogatorios, Mari Räsänen dijo que Sami Järvi se había declarado a favor de la pena de muerte y que eso no podía ser. Joentaa se había quedado perplejo, y efectuó una comprobación. Era cierto. Durante una entrevista en televisión, tres semanas antes del atentado, Sami Järvi calificó de pasada como «necesaria» la aplicación de la pena de muerte en América.
Joentaa se lo había contado a Ketola, y éste se había reído malhumorado ante la idea de que Mari Räsänen quería matar a un político porque justificaba la muerte…
En algún momento Joentaa se quedó dormido. Cuando despertó tenía frío. Miró el lago, bajo una difusa luz azul. Eran las seis menos cuarto. Una oscura mañana. No sabía cuánto tiempo había dormido, porque no sabía cuándo cayó dormido.
Se lavó y se vistió. Comió un panecillo, tomó un vaso de leche y se fue a la oficina. Probablemente Ketola se había acostumbrado a que llegara con mucha frecuencia antes que él.
Había escrito una nota para Anita, y sentía un punzante dolor en el estómago ante la idea de que por la noche ya no estaría allí. Cuando se hallaba en medio del tráfico del centro, pensó que no debía haberse ido sin más.
No entendía por qué no la había despertado.
Se propuso llamarla en cuanto llegara a la oficina.
El gran aparcamiento ante el edificio de ladrillo marrón se encontraba casi vacío. Se quedó un rato sentado en el coche.
Pensó que iba a ser el invierno más frío de su vida.
El portero asintió aburrido cuando pasó ante él. Los pasillos estaban vacíos. Sintió que le iba a costar trabajar, concentrarse en aquellas personas muertas y en la pregunta de quién las había matado.
Por un momento pensó que la vida era absurda en sí misma. Era un pensamiento que le sobrevenía con frecuencia. Venía deprisa y desaparecía deprisa. Pero regresaba una y otra vez. La idea de que la vida no tenía sentido alguno cuando moría una persona a la que había querido mucho. Una persona que no había hecho nada que diera un sentido a su muerte.
Si la muerte no tenía sentido, tampoco la vida tenía sentido.
Se acordó de una conversación que había tenido con Markku Vatanen, nada más acabar el bachillerato. Estaban en una discoteca llena de humo, bebían cerveza y se gritaban frases con la esperanza de superar el ruido infernal de la música.
En algún momento, Markku se había inclinado hacia él y le había gritado que la vida era trágica, porque siempre avanzaba hacia la muerte.
Veía a Markku delante de él. Le veía tomando una cerveza tras otra, hablando cada vez más deprisa y más alto, y diciendo de pronto esa frase.
Joentaa volvió a oír la música estridente y vio a su compañero de colegio, mirándolo fijamente con ojos chispeantes.
Se vio a sí mismo reír.
Había ocultado detrás de su risa que consideraba la frase que su amigo había gritado a su oído, en estado de embriaguez, una verdad increíblemente sencilla y espantosa.
Nunca le dijo a Markku que esa frase le había conmovido profundamente.
Pensó que sería hermoso volver a estar con Markku en la discoteca.
Pensó en lo extraño que era que aún no conociese a Sanna aquella noche, que no había pensado ni en sueños en conocerla nunca.
Se propuso llamar a Markku, y darle las gracias por haber ido al entierro.