CAPÍTULO 15

Jaana Ilander pensó que, naturalmente, eso no era normal.

Naturalmente, no era normal que a las cuatro de la mañana un hombre alterado estuviera sentado a la mesa de su cocina y, con la cabeza baja, le contara su vida.

Naturalmente, Kati tenía razón cuando decía que esas cosas sólo le pasaban a ella, y naturalmente ella misma tenía la culpa, porque si aquella mañana, en la playa, Kati se hubiera acercado al chico en vez de ella, ese chico estaría ahora en casa de Kati, y no en la suya.

Jaana sirvió té en una taza y observó por el rabillo del ojo al chico, que alzó lentamente la mirada cuando ella le puso la taza delante.

Sonrió y dio las gracias, y ella respondió a su sonrisa.

Estaba contenta de que él estuviera allí. Le gustaba. Le gustaba que fuera distinto, misterioso. Había sido ese algo misterioso lo que la había atraído de él.

Había guardado un terco silencio durante un rato, pero luego habló, apresurado, sin descanso. Habló de un hombre que podía andar, después de haber pasado largo tiempo en una silla de ruedas. Habló de Tommy, su hermano. Contó que sus padres habían muerto en un accidente, cuando él era pequeño. Contó que había vivido con Tommy en un orfanato.

Jaana estaba sentada frente a él y escuchaba con atención. No le interrumpió, no interrumpía nunca cuando alguien le contaba algo. Sólo quien sabe escuchar llega a saber, y Jaana siempre quería saberlo todo, especialmente acerca de las personas a las que no comprendía.

Todo lo que Vesa contaba la acercaba más a lo que había intuido cuando se había dirigido a él en la playa. No había podido aprehenderlo, seguía sin aprehenderlo, pero había algo oculto tras la mirada fija de él, tras sus ojos profundos.

En algún momento él se fue, disculpándose por no haberla dejado pasar a su casa esa mañana.

—No me encontraba bien —dijo.

—No hay problema. Me gustan las sorpresas —dijo ella, y rio—. Y además, ahora estás aquí.

—Tienes que estar enfadada conmigo.

—No te preocupes, olvídalo.

Él asintió y guardó silencio. Cuando Jaana estuvo segura de que no seguiría hablando, le preguntó por qué siempre iba vestido de un solo color.

Vesa la miró sorprendido.

—A veces vas de rojo, luego de azul, hoy todo de negro. Cuando no me dejaste entrar, ayer, ibas enteramente de blanco. ¿Es un capricho o una forma de moda? —sonrió.

—Me gusta así —dijo Vesa.

—Ajá —Jaana movió la cabeza y le preguntó si quería comer algo.

—Probablemente tendrás que levantarte temprano —dijo él.

—No más que tú. En el museo empezáis a las diez.

Vesa asintió.

—No me apetece nada, gracias. ¿Quién es el chico de las fotos?

Jaana siguió su mirada en dirección a la pared.

—Daniel —dijo.

—¿Estáis juntos?

—No.

—También hay una foto suya en el salón.

—Estuvimos juntos una vez, pero ya no. Vive en Alemania.

Vesa asintió.

—Si lo tienes por todas partes es porque le quieres.

—Si hubiera sabido que eres curioso no te habría dejado entrar.

—Lo siento.

—¿Qué te parecería dormir al menos unas horas? —preguntó ella.

Él se levantó apresuradamente.

—Claro. Me voy —dijo.

—Dormirás aquí —dijo ella—. Tengo un sofá y una cama. Dormirás en la cama.

Ella había esperado que él se resistiera, pero se limitó a asentir y dijo:

—Gracias.

Ella fue al baño y se lavó. Cuando regresó, él ya estaba en la cama. Antes de apagar la luz, le preguntó por qué había acudido a ella en medio de la noche.

Él no contestó.

Ella yacía en el sofá, en la oscuridad, y oyó su voz.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Porque tengo miedo.

—¿De qué?

—De todo.

Se levantó y se acercó a la cama. Él le volvió la espalda, pero ella vio que temblaba.

Le acarició la espalda.

—Que duermas bien —dijo ella al cabo de un rato, y mientras su voz aún resonaba en sus pensamientos, él se quedó dormido.