CAPÍTULO 13

Por la noche, Kimmo Joentaa llamó a Markku Vatanen.

Encontró el número en su agenda. Había estado allí varios años sin que jamás lo hubiera marcado. Markku se lo había enviado cuando se había ido a Helsinki a estudiar.

Joentaa no sabía si Markku seguía estudiando. Ni siquiera sabía si vivía en Helsinki, si ese número seguía siendo el suyo.

Permaneció largo tiempo sentado en el sofá, con el teléfono en la mano, y tratando de planear la conversación. A cada una de sus frases le contrapuso una posible respuesta de Markku.

¿Qué ocurriría si ya no tenían nada que decirse?

Marcó. Mientras esperaba, deseó que Markku no estuviera. Cuando Markku descolgó, se dio cuenta enseguida de que su compañero de colegio contestaba como siempre había contestado: sólo con el nombre de pila.

—Markku.

Joentaa no pudo por menos de reír.

—Como hace quince años —dijo.

—¿Kimmo?

Joentaa siguió riendo. No supo exactamente por qué, pero se sintió mucho mejor. Como si los años que habían pasado entre su amistad y su distanciamiento hubieran quedado ya cerrados.

—Kimmo, ¿eres tú?

—Sigues negándote a pronunciar tu apellido —dijo Joentaa—. ¿Por qué?

—Una vieja costumbre. Me alegro de que llames.

—Quería darte las gracias.

Qué fácil era de repente.

—Me alegré mucho de que vinieras… al entierro.

—Lo hice gustoso. Quiero decir…

—Sé lo que quieres decir —dijo Joentaa—. Y quiero disculparme por no haberte llamado durante tanto tiempo.

—Tonterías. Yo tampoco he llamado —dijo Markku.

—Aun así…, ¿cómo van tus estudios?

—No es una buena pregunta —Markku lanzó una risa forzada—. Estoy pensando en interrumpirlos. En realidad, sólo sigo con ellos porque no sé qué otra cosa puedo hacer.

Joentaa se dio cuenta de que ni siquiera sabía qué estudiaba Markku. Trató de acordarse.

En algún momento lo había sabido.

Markku acudió en su ayuda:

—Llevo dos años haciendo mi trabajo de fin de carrera sobre dos malditos dramas de Shakespeare.

Naturalmente. Anglística. Markku había estado en Inglaterra, incluso en América, cuando Joentaa aún no era consciente de que había sitios más grandes que Kitee y sus pocos millares de habitantes.

—Sigo queriendo ser traductor. Quizá traducir libros, o trabajar como corresponsal en el extranjero. Pero no lo haré si no termino mis estudios. La beca del Estado también se ha terminado ya.

—Lo conseguirás —dijo Joentaa, sin haber prestado verdadera atención. Sentía que sus pensamientos se alejaban de Markku y su vida, de sus preocupaciones.

Vaya problemas tiene Markku, pensó a regañadientes, mientras su amigo callaba un rato. Joentaa sintió que Markku quería hablar de la muerte de Sanna, mas no hallaba las palabras adecuadas.

—Me hubiera gustado conocer a tu mujer —dijo al fin.

—Habría sido hermoso —dijo Joentaa—. Sanna era… especial.

No se le ocurrió una palabra mejor.

—Háblame de ella —dijo Markku.

Joentaa calló, sorprendido.

—Era arquitecta —dijo al fin, y enseguida pensó que no habría podido elegir una frase más absurda.

Markku parecía esperar que siguiera hablando, pero no pudo.

—¿Cómo estás? —preguntó Markku.

—Creo que aún no he acabado de entender que ya no está. No sé si llegaré a entenderlo alguna vez.

Markku calló.

—Durante la noche, cuando murió, pensé que mi vida se había detenido. Y exactamente eso es lo que ocurrió. Da igual lo que haga, de alguna manera mi vida no es real —Joentaa quiso seguir hablando, pero no halló palabras que pudieran aclarar más lo que había dicho.

—Si tú quieres, podría ir a visitarte. Este fin de semana, quizá —dijo Markku.

A Joentaa le alegró la oferta, y al mismo tiempo no estaba seguro de si quería ver a Markku. De si quería ver a alguien.

—¿Puedo llamarte dentro de poco? —preguntó.

—Claro. Comprendo que en estos momentos quieras estar tranquilo.

—¿Te acuerdas de que un día dijiste que la vida era trágica, porque avanzaba hacia la muerte?

Markku calló, sorprendido.

—Oscuramente —dijo entonces—. ¿En la disco, en Kitee?

—Exacto —dijo Joentaa. Se sentía liberado porque Markku se acordase.

—He pensado en esa frase estas últimas semanas. Entonces me reí, aunque en realidad me sobresaltó. Mí risa sólo era de confusión.

—Ahora ya no veo las cosas de forma tan unívoca —dijo Markku—. Y tu tampoco deberías hacerlo. Tan sólo lo leí en alguna parte, y quise hacerme el importante.

—Lo conseguiste —dijo Joentaa.

Pensó que quería a Markku, y no comprendió que habían perdido el contacto.

Se prometió a sí mismo volver a llamar.

Cuando estuvo sentado en silencio, se propuso volver a llamar a Markku a la mañana siguiente para invitarle ese fin de semana.

Encendió el televisor, y volvió a apagarlo enseguida.

Miró hacia el lago, que relampagueaba al sol.

Pensó que pronto caería la nieve y en el lago los niños jugarían al hockey sobre hielo. Sanna se reía a menudo, con especial alegría, cuando él intentaba patinar.

Pensó que era miércoles y que, a veces, él había jugado al balonmano los miércoles por la tarde. Era ambicioso. Tan ambicioso, que a veces los otros se divertían. Había entrado en el grupo a través de un compañero de trabajo de Sanna. Algunas veces había ido con los otros después del juego a una taberna, a beber cerveza y escuchar sus historias. Había oído que a todos les iba mal y que él era el más afortunado.

Se preguntó por qué alguna vez había tenido interés en ganar un partido de balonmano.

Pensó que no había nadie en Turku que realmente fuera importante para él. Pensó en Kerttu Toivonen, vio de forma imprecisa su rostro y sus ojos, la vio sentada sola en su casa.

Imaginó que llamaba y le preguntaba cómo estaba.

No quiso, pero se vio reclinado en su regazo. Ella le acariciaba. Él estaba tranquilo, y escuchaba, mientras ella hablaba de su hermana.

Su voz era tierna y clara, y le iba adormeciendo lentamente. En algún momento, ella le dijo quién había matado a su hermana. Lo dijo en una corta frase, cuyo significado no comprendió al principio. Sólo cuando ella terminó de hablar, él comprendió que había dicho algo importante.

Quiso pedirle que repitiera la frase, pero Kerttu Toivonen se inclinó sobre él y lamió su rostro. Él quiso rechazarla y preguntar qué había dicho hacía un momento, pero antes de que pudiera hablar vino una segunda mujer, que le acarició la nuca; no se dio la vuelta, pero supo que era Annette Söderström. Olió el perfume dulzón del albergue. Quiso darse la vuelta, pero no pudo. Sentía que tenía que plantear una pregunta importante.

Antes de poder formularla, despertó.

Se levantó enseguida y buscó a oscuras la llave de la luz. Cuando el cuarto estuvo iluminado, se fue tranquilizando poco a poco.

Fue al baño y se lavó las manos y la cara. Se miró al espejo e imaginó que Sanna se hallaba en el dormitorio, esperándolo. Imaginó que leía su libro, el que ya no había podido terminar de leer.

La oyó reír. Abrió la puerta del pasillo y oyó resonar más fuerte la risa. No quería, pero fue por el pasillo hacia el dormitorio, cuya puerta estaba cerrada.

Oía su risa.

Aceleró sus pasos y abrió la puerta de golpe. Creyó sentir que Sanna estaba allí y todo lo demás se desplomaba como el sueño más espantoso que jamás había soñado, mas el cuarto estaba vacío y frío; había olvidado cerrar la ventana.

Se volvió y cerró la puerta.

Mañana no llamaría a Markku.