CAPÍTULO 12

Acarició las teclas, con los ojos cerrados. Respiró el aire fresco y seco de la casa de la que había tomado posesión. Había funcionado.

Naturalmente. Todo funcionaba. Todo lo que él quería.

La muchacha a la que no conocía vino y le ofreció café.

Como Laura Ojaranta.

Todo se repetía, porque él quería.

Si quisiera, la peonza que él había puesto en marcha seguiría girando eternamente.

Tampoco conocía a Laura Ojaranta.

Si él quisiera, Laura Ojaranta nunca habría existido.

Si él quisiera, el albergue juvenil junto al lago no existiría.

Dio las gracias y cogió la taza. Respondió con paciencia a todas las preguntas de la muchacha. Ella contó que la clase de piano no le gustaba.

—Tal vez sea mejor cuando el piano deje de sonar tan mal.

Él asintió y dijo: quizá.

Pensó que era muy guapa, y que en su presencia Vesa no habría sido capaz de decir una palabra.

Vio al hombre que de pronto estaba en la puerta.

—Hola, papá. Este señor va a afinar nuestro piano —dijo la chica, medio en broma, medio confusa. Abrazó a su padre, que le miró con desconfianza.

Estaba seguro de que ese hombre iba a agarrarlo y arrojarlo al infierno.

Se vio caer.

Cuando hubo pasado el momento, el hombre sonrió y dijo que era una buena idea.

—Quizás entonces la clase dé frutos de una vez. ¿Cuánto nos va a costar la broma?

Él dijo un precio, que el hombre aceptó.

Explicó a la muchacha cómo se afinaba un piano. Ella estaba pendiente de sus labios.

Se imaginó besándola.

Al cabo de un rato dijo que tenía que traer una cosa del coche.

Mientras tanteaba, en el pasillo, el tablero de las llaves, miraba fijamente al hombre de la cocina, que leía un periódico a pocos metros de él.

Sabía que no se volvería hacia él. El hombre no se movería mientras él no quisiera.

Encontró una llave adecuada. Colgaba de un llavero, tuvo que sacarla, pero no fue difícil. Sentía cómo sus movimientos fluían, él no tenía que hacer nada.

Dejó que la llave resbalara en el bolsillo de su pantalón.

Regresó al salón y se sentó al piano. Tocó.

La muchacha dijo que tocaba muy bien.

Él preguntó cómo se llamaba, y ella dijo: Margit.

Su padre gritó que tenía que prepararse para ir al entrenamiento de voleibol, pero ella no quiso. Se quedó hasta que él terminó. No le molestó. Dominaba su trabajo, y disfrutaba del reconocimiento. Cuando estuvieron en el pasillo, el hombre le alargó unos billetes. Él dio las gracias y dijo que volvería para hacer el ajuste fino. Hacía mucho que el piano no había sido afinado.

—En eso tiene razón —dijo el hombre—. ¿Le viene bien a finales de esta semana?

Él asintió, y tomó el número de teléfono.

Margit había ido corriendo al piano y pulsaba las teclas cautelosa. Él le gritó un saludo de despedida.

Dio la mano al hombre y se fue.

Por un momento pensó en Jaana, pero no fue importante, no fue auténtico.

Si él quisiera, Jaana nunca hubiera existido.