Por la mañana vio la luna.
Se alegró de verla.
Era bueno saber que nunca escaparía, daba igual cuánto lo deseara.
Devolvió a su sitio el cuadro con el paisaje borroso.
Pronto sería fuerte.
Pronto el mundo estaría cabeza abajo, y giraría y le haría reír.
Cerró los ojos y empezó a cantar en voz baja.
Los suaves sonidos lo llevaron a la tierra de nadie, que le daba miedo, pero el miedo sólo estaba ahí para que él lo venciera.
Abrió los ojos.
Vesa se hallaba junto a él.
Vesa estaba triste. Lloraba, tenía miedo, pero no tenía que tener miedo mientras él le protegiera.
Le gritó a Vesa, por ser tan tonto.
Se levantó y se duchó.
En el agua fría se congeló todo cuanto había sido en los días pasados.
Cuando cerró la ducha oyó el timbre de la puerta. Se puso el albornoz y abrió. No se sorprendió al oír el timbre, y no lo interesó quién estuviera delante de la puerta.
Era Jaana.
Le asaeteó con una clara risa.
—Pareces bastante agotado —dijo.
Él preguntó cómo le había encontrado.
—Incluso tú apareces en la guía telefónica, querido —dijo ella.
Él vio por el rabillo del ojo que Vesa se alegraba de que él le pidiera que pasara, pero le rechazó.
—No me encuentro bien. Aplacémoslo.
—Qué…
—Por favor.
—Pero…
Cerró la puerta.
Vio el rostro perplejo de Jaana.
Se quedó en total silencio un rato y respiró hondo.
Vio por la mirilla de la puerta que Jaana bajaba las escaleras con la cabeza baja.
Vesa gritó que él lo había estropeado todo.
Él lo empujó contra la pared y se limitó a reír.
Le enseñaría a Vesa de qué iba realmente aquello.
Salió al balcón y saltó sonriendo.
Yacía en el suelo.
Se levantó.
Caminó, erguido y confiado, hacia la tierra de nadie. Saludó con la mano a Vesa, que le miraba irse. Vesa estaba a salvo, porque él era el mejor amigo de Vesa, y era inmortal.