CAPÍTULO 10

Kimmo Joentaa pasaba la mayor parte del día junto al teléfono de su oficina.

Elaboró una lista de personas que habían estado en contacto con Laura Ojaranta. Amigos, parientes, conocidos, vecinos.

No se enteró de nada nuevo. Nadie podía decirle nada sobre la llave desaparecida. Todos trataban de quitárselo de encima lo antes posible, todos hablaban de manera objetiva, orientada a su fin, en tono comercial, como la muerte de esa mujer a la que habían conocido y sólo fuera uno de tantos hechos que han de ser asumidos.

La única que no ocultaba su pena era Kerttu Toivonen, la hermana de la muerta. No sabía dónde estaba la llave, pero estaba segura de que su hermana no se la había dado a ningún vecino.

—Laura no era desconfiada, al contrario, se trataba con todo el mundo, pero también quería, de algún modo, tenerlo todo bajo control —dijo—. Dejar una llave de su casa en manos de otro la habría inquietado.

La frase retumbaba en los pensamientos de Joentaa, mientras la conversación iba embarrancando lentamente.

Laura siempre quería tenerlo todo bajo control…

Durante las pasadas semanas, Joentaa había tenido algunas conversaciones con Kerttu Toivonen. Siempre que la llamaba sentía una vaga inquietud, porque tenía la sensación de alegrarse de oír su voz.

Había estado dos veces en su casa, en la ciudad universitaria. Durante su formación, él también había ido a clase en la Universidad, y la ciudad universitaria siempre le había parecido de una agobiante fealdad, pero Kerttu Toivonen había decorado su pequeña vivienda en colores tan vivos y variados que la fachada gris caía en el olvido.

Se había sentido bien con ella.

Había buscado sus ojos mientras Kerttu Toivonen hablaba de su hermana. En sus ojos, su pena se había calmado durante un rato.

Más tarde se hizo reproches, sin comprender sus propios sentimientos. ¿Por qué buscaba la cercanía de una mujer a la que no conocía en absoluto? ¿Por qué la noche en que Johann Berg fue asesinado había buscado la cercanía de Annette Söderström? Otra mujer a la que no conocía.

Una mujer que también guardaba luto por una persona. Como él, como Kerttu Toivonen.

¿Por qué buscaban sus pensamientos a Annette Söderström y Kerttu Ojaranta, si Sanna había muerto y ese hecho determinaba su vida?

—¿Cómo está? —preguntó Joentaa, cuando ella ya iba a colgar.

Ella dudó un momento.

—No muy bien…, pienso todo el tiempo en que Laura ya no está… y no entiendo por qué ha ocurrido. Eso es lo peor… que no hay ninguna explicación.

—Hacemos todo lo posible por esclarecer la muerte de su hermana —dijo Joentaa.

Esperó una respuesta, pero no llegó.

—Encontraremos al autor —dijo Joentaa, por decir algo.

—Eso no le devolverá la vida a ella.

Joentaa guardó silencio.

Pensó en Sanna, y se vio en los brazos de Kerttu Toivonen, que le acariciaba.

Se despidió apresuradamente y colgó.

Se quedó sentado un rato, inmóvil, y esperó hasta que el pensamiento se disolvió en otras imágenes.

Trató de concentrarse en Laura Ojaranta.

Cerró los ojos y vio la casa azul en la oscuridad. Quiso abrir los ojos, pero los mantuvo cerrados, porque advirtió que él se acercaba.

Estaba ya en la puerta. Entró.

Tenía una llave.

Fue lentamente al dormitorio. Bajó la vista hacia una mujer que dormía. Se inclinó sobre ella y sintió su respiración.

Tomó una almohada y la apretó sobre su rostro.

Esperó hasta que estuvo muerta.

En el pasillo, descolgó un cuadro sin valor de la pared.

En el salón, bebió vino. Luego se fue.

Era una escena silenciosa.

Una muerte silenciosa.

Cuidadoso, había dicho Laukkanen.

Sin forcejeo, sin gritos, sin amantes secretos.

Ningún amante secreto se lleva a casa un cuadro sin valor.

Un paisaje con una luna. Colores pálidos, había dicho la pintora.

El cuadro que ella le había enseñado era hermoso.

Un cuadro silencioso. Un hombre silencioso.

Tan silencioso, que nadie le había observado en un albergue juvenil atestado de gente.

Había sido invisible, y así se había sentido al recorrer el oscuro pasillo hasta la habitación en la que dormía un estudiante sueco; dormido, como Laura Ojaranta.

—Éxito cero. Y descansas, según veo.

Joentaa abrió los ojos y vio el rostro sonriente de Grönholm.

—¿Has tenido más éxito que yo en la búsqueda de la llave? —preguntó.

Joentaa negó con la cabeza.

—Ahora estoy completamente seguro de que fue el mismo autor —dijo.

Grönholm le miró con expresión interrogativa.

—El de los asesinatos de Johann Berg y Laura Ojaranta.

—Eso llevas diciendo todo el tiempo. ¿Por qué?

—Creo que el autor es un hombre silencioso.

—Me temo que no te sigo —dijo Grönholm.

—A veces me imagino que me encuentro de algún modo próximo a él.

—¿A quién?

—Al asesino.

—¿Qué? —Joentaa vio que Grönholm le miraba con la boca abierta, y no pudo por menos de echarse a reír.

—No me tomes en serio —dijo, y esperó que Grönholm no insistiera, pero lo hizo.

—Claro que te tomo en serio, pero en este momento no entiendo lo que quieres decir.

—Probablemente tiene que ver con Sanna, pero tampoco puedo explicarlo con exactitud.

—Inténtalo, por favor, porque sencillamente no lo pillo.

—Laura Ojaranta murió un día después de Sanna, mientras dormía, como ella. Eso es todo.

—Comprendo —dijo Grönholm, pero Joentaa notó en su voz que no comprendía.

Claro que no. Ni él mismo entendía.

—El autor vio a Laura Ojaranta. Vio cómo dormía, y vio que estaba muerta.

Grönholm le miró expectante.

—De alguna manera, imagino…

—¿Sí?

—Que quizás el autor estaba tan desesperado como yo.

Joentaa se sorprendió ante sus propias palabras. Miró a Grönholm, que ya no era capaz de cerrar la boca.

—¿Qué estás diciendo, Kimmo?

Joentaa se levantó y fue a largos pasos hacia la puerta.

—Olvidémoslo. Te lo explicaré cuando yo mismo lo haya entendido.