Jaana miró largamente al joven.
A sus espaldas, Kati gritó que fuera de una vez al agua.
—No está fría —gritó—. ¿Qué te pasa?
Jaana no reaccionó. Dejó caer al suelo la toalla que tenía en la mano y se dirigió al joven, que estaba sentado en un banco y contemplaba la superficie del agua.
Iba enteramente vestido de rojo oscuro.
Mientras se acercaba, pensó que no se movía, y que era esa inmovilidad la que la atraía hacia él.
Se sentó junto al joven y le preguntó si le apetecía ir con ellas.
Señaló a Kati, que les saludó con la mano.
El joven volvió lentamente la cabeza en dirección a ella.
Tenía el sol a sus espaldas. Jaana tuvo que guiñar los ojos para ver su rostro.
—No me apetece —dijo él.
Hablaba en voz baja.
Jaana se mantuvo en silencio un rato.
—¿Eres de aquí? —preguntó al fin.
El joven asintió.
—¿De Naantali o de Turku?
—De Maaria —dijo él—. Es un suburbio de Turku.
Jaana se preguntó qué iba a preguntar después, pero él siguió hablando:
—Trabajo en el museo de artesanía de Turku —dijo—. Lo sé todo sobre esas viejas casas. ¿Has estado allí alguna vez?
Jaana negó con la cabeza. Miró a Kati, que se deslizaba con calma por el agua y, con toda intención, había dejado de prestarles atención.
—Podría contártelo todo sobre esas casas —dijo el joven.
La miró a los ojos.
Él tenía unos ojos hermosos y profundos.
Cuando ella respondió a su mirada, el joven apartó la vista.
—Me gustaría ver el museo —dijo ella.
El joven miró el agua y calló. No estaba segura de si le había oído.
—¿Trabajas allí todos los días? —preguntó.
Él no reaccionó. Iba a repetir la pregunta, pero él asintió lentamente:
—Siempre estoy ahí. De diez a cinco, luego cerramos.
—Podría ir uno de estos días. El miércoles voy a estar en Turku de todos modos.
Él la miró como si no comprendiera lo que decía.
Al cabo de un rato, se levantó y se fue.
Jaana se quedó mirándolo. Esperaba que él se volviera a mirarla, pero no lo hizo.
Kati gritó que fuera de una vez al agua.
«Con toda seguridad, va a ser el último día del año en que poder nadar», había dicho ella cuando, por la mañana, recorrieron la pasarela hasta las relucientes aguas. La mayoría de las veces, los pronósticos de Kati acertaban.
Jaana se levantó y bajó a la orilla.
—¿Quién era ese tipo? —preguntó Kati.
Jaana se encogió de hombros.
—¿No le conocías de nada? —No.
—Entonces, ¿qué querías de él?
—Estaba… solo.
Kati se echó a reír.
—A veces pienso que estás loca —gritó. En dos brazadas llegó hasta ella y la arrastró al agua de un tirón.
Jaana gritó.
Cuando emergió del agua, Kati le sonrió:
—Y a veces hay que obligarte para conseguir algo de ti.