CAPÍTULO 9

Por la noche, Kimmo Joentaa sufrió el derrumbamiento que había visto venir en Ojaranta a primera hora de la tarde.

Estaba debajo de la ducha. Cuando el agua caliente cayó sobre su espalda, su cuerpo agotado se relajó tan abruptamente que lo vio todo negro. Las rodillas se le doblaron. Tuvo la sensación de observarse a sí mismo mientras caía.

Cuando abrió los ojos, se hallaba doblado en el suelo. El agua martilleaba sobre él. Pasó un rato hasta que comprendió dónde estaba.

Se incorporó con lentitud, se secó la piel ardiente y se puso un albornoz. Salió del calor humeante al pasillo.

Se oyó llorar ruidosamente, sin sentir el dolor.

«Ya no podré seguir viviendo aquí», pensó al sentarse en el salón.

El llanto convulsivo fue cediendo poco a poco.

Se acordó de que había querido telefonear otra vez a Merja y Jussi Sihvonen el día anterior. Lo había olvidado. Se preguntó cómo estarían, y le sorprendió que no hubieran llamado. Imaginó que algo catastrófico había ocurrido. Quizá Merja se había desplomado bajo el repentino dolor y había muerto. Vio a Jussi sentado junto a su lecho de muerte.

Fue un pensamiento falso y estridente, que desapareció enseguida.

Luego pensó en su madre, que no sabía nada. Nada de la muerte de Sanna y poco de su enfermedad.

No había olvidado llamarla. Había aplazado la llamada, había incluso tomado en consideración la idea de evitarla por completo y dejar a su madre en la creencia de que a Sanna y a él les iba bien.

Cuando pensaba en ella, la veía en medio de un escenario bucólico laboriosamente construido, en un mundo estrecho, pero armonioso. En secreto, él sabía que ese idílico mundo tal vez no existía. Hacía años que no mantenía largas conversaciones con su madre; había respondido a sus extensas cartas de forma amable, aunque monosilábica. Ni había comentado sus problemas ni preguntado por los de ella.

Cuando, a poco de terminar el colegio, le había puesto al tanto de su proyecto de convertirse en policía en Turku, ella trató algunas veces de explicarle que era demasiado pronto para eso.

Había preguntado si tenía que ser forzosamente Turku.

Él había respondido que sólo allí había una plaza de formación libre, y había ocultado que quería ir al sur de Finlandia para distanciarse de ella y de Kitee, el pequeño pueblo del este en el que había crecido.

No tenía recuerdos de su padre. Había perdido la vida en un accidente de circulación, cuando él tenía tres años. Una repentina catástrofe que su madre, según le parecía a él, jamás había superado de verdad. Aunque se había acomodado a su modesta vida y había hallado en su hijo un objetivo para su asfixiante amor.

Naturalmente, la idea de no informarla resultaba descabellada. Sospechaba que se subiría al siguiente tren y viajaría a Turku.

Tendría que impedírselo.

Acercó el teléfono y, al cabo de un rato, empezó a pulsar lentamente las teclas. Esperaba que no estuviera en casa.

Poco antes de que ella descolgara, sintió el impulso de colgar y reflexionar. Preparar primero unas cuantas frases.

—Anita Joentaa.

Su voz era leve y quebradiza.

«Ha envejecido», pensó.

—Hola, Anita, soy Kimmo.

—Kimmo, qué alegría, hace mucho que… —se detuvo. Él sintió lo mucho que ella se alegraba de su llamada.

—Tengo que decirte una cosa…

Ella calló, esperó.

—Sanna ha muerto.

—Qué…

—Te escribí acerca de su enfermedad…

—Escribiste que tenía un tumor benigno que ibais a tratar para estar seguros…

¿Había escrito realmente eso?

—Y lo último que escribiste es que estaba ya mucho mejor —se le quebró la voz.

—No era verdad. Sanna estaba gravemente enferma, y ha muerto a consecuencia de su enfermedad.

Hubo una pausa. Trató de imaginar a su madre al otro extremo de la línea, pero no vio nada.

—Por qué me has…

—No lo sé.

—Tenías que haberme dicho la verdad…

—Por favor, olvidemos eso ahora, lo siento, pero no puedo explicártelo, y además no quiero explicártelo.

—Habría podido ayudarte…, ayudaros a los dos…

—¡No habrías podido! —se estremeció, sorprendido el mismo por la violencia con la que había pronunciado la frase—. Créeme, no habrías podido ayudar —dijo en voz más baja.

«Nadie habría podido ayudar», pensó.

Se arrepentía ya de haberla llamado.

—Me voy a Turku —dijo—. Saldré mañana temprano.

—Te ruego que 1no lo hagas.

—¿Por qué?

—Creo que ahora tengo que estar solo. En estos momentos, sólo yo puedo ayudarme a mí mismo.

Era la verdad. Joentaa lo comprendió en el momento en que hubo pronunciado la frase. Comprendió que tenía miedo a la compasión de los otros. Miedo a que su asfixiante afecto se vertiera en el vacío y tan sólo trajera consigo nuevos problemas.

Anita calló, sorprendida por sus palabras, o sencillamente abrumada por la noticia y la preocupación por su hijo.

—Quisiera que me dieras un poco de tiempo —dijo Joentaa.

—Naturalmente —dijo ella.

—Y quiero disculparme por haberte escrito tan poco y haberte mantenido ignorante de esto. Me cuesta trabajo explicarlo…, quizá, sencillamente, no quería que sufrieras.

Era al menos parte de la verdad. Y, una vez más, quedó sorprendido por sus propias palabras.

Ella guardó silencio durante largo tiempo.

—Aun así, no estuvo bien —dijo al fin. Él no respondió.

Sabía que ella tenía razón.

—Volveré a llamarte mañana y, por supuesto, te diré cuándo… es el día del entierro.

De nuevo se produjo una pausa, pero él sintió que ella quería decir algo, que tenía mil preguntas, demasiadas como para poder hacer una.

—Lo siento tanto —dijo.

—Hasta pronto —dijo Joentaa.

—Hasta pronto, Kimmo.

Colgó. Durante la conversación había sido consciente de que había olvidado algo, algo importante: tenía que informar a los amigos de Sanna, a sus compañeros de trabajo y a todos cuantos la habían querido. Muchas de sus amigas la habían visitado regularmente, sobre todo Elisa, una empleada del despacho de arquitectos en el que Sanna había trabajado con tanto éxito antes de su enfermedad.

Se rebeló contra la idea de publicar una esquela. ¿Cómo iba a resumir en pocas palabras la muerte de Sanna?

Para librarse de la idea, volvió a descolgar el teléfono. Marcó el número de Merja y Jussi Sihvonen. Después de dejarlo sonar cuatro veces, colgó a toda prisa, aliviado por no tener que hablar con ellos. Al mismo tiempo, su preocupación por ellos aumentó.

Se preguntó si su padre habría podido ayudarle a superar la situación. Lo puso en duda. Aún estuvo dándole vueltas un rato, hasta que se sintió del todo seguro de que, al igual que con su madre, de nada serviría.

Encendió la televisión, con la esperanza de poder dejar de pensar al fin. La última edición de noticias se ocupaba por extenso de Sami Järvi, el político víctima del atentado. La longitud de la noticia se hallaba en contradicción con el hecho de que, evidentemente, nada nuevo se había producido.

Petri Nurmela, el jefe superior de policía de Turku, pronunció unas cuantas frases rotundas. Ketola estaba sentado junto a él bajo la tormenta de flashes, y parecía sentirse mal, aunque se esforzaba en sentarse erguido y poner cara convincente.

También habló el propio Sami Järvi, y Kimmo Joentaa se sorprendió al verlo sentado en un jardín, en inmejorable estado de salud. Tan sólo un vendaje en el brazo, que sostenía con forzado descuido en dirección a la cámara, revelaba que algo le había ocurrido. Ya estaba mucho mejor, dijo. Desde luego que no iba a retirar su candidatura a las elecciones generales. Cuando Joentaa vio la controlada sonrisa de político del hombre, tuvo inmediatamente la impresión de que el propio Järvi había escenificado el atentado para cosechar votos. Desechó enseguida la idea y se exhortó a sí mismo a no sacar conclusiones extraviadas sólo porque un político había sobrevivido a un atentado contra su persona y, al parecer, lo había encajado bien.

Vio las noticias del extranjero, las de deportes, el tiempo, sin enterarse de nada. Sus pensamientos se revolvían confusos entre Sanna, el político sonriente y la mujer que yacía muerta en su cama.

Al pensar en ella le asaltó la mala conciencia. Durante toda la tarde no había pensado en el asesinato en Naantali. Tenía que preguntarse si Ketola tenía razón. Si realmente estaba en condiciones de trabajar.

Trató de elaborar por unos minutos las imágenes que había visto en la casa azul, las confusas informaciones que había recibido, pero estaba demasiado cansado. Por primera vez sentía el agotamiento acumulado a lo largo de las semanas anteriores. Apenas había dormido desde que había llevado a Sanna al hospital.

Esperó poder dormir.

No tener que seguir pensando.

Se lavó y se puso un pijama que Sanna le había regalado por su cumpleaños dos años antes. Cuando pensó en ello estuvo a punto de quitárselo, pero se obligó a no hacerlo.

Se tumbó en el dormitorio en su lado de la cama y apagó la luz de la mesilla. A los pocos minutos se levantó, sintiendo que no podía quedarse en el dormitorio.

Fue al salón. Le dolían las piernas, temblaba.

Cuando se tumbó en el sofá, en la oscuridad, pensó que tenía que encontrar al hombre que había asesinado a la mujer de la casa azul. No sabía de dónde había surgido esa idea, y no podía explicarla.

Pensó en el cuadro desaparecido, y en que Ojaranta no sabía cómo era.

Trató de imaginar el paisaje en el cuadro.

El sueño le abrumó como una gran ola.

Soñó con Sanna. En el sueño no ocurría nada, y nunca podía verla. Tan sólo estaba presente, invisible, aunque eso no importaba. Era un hermoso sueño. Sintió que reía mientras dormía, sintió lágrimas en el rostro.

No quería volver a despertar.

Se sentía aliviado, infinitamente aliviado, porque ella estaba viva.