CAPÍTULO 7

Lo primero que llamó la atención de Joentaa fue que era una casa de madera muy bonita, enteramente pintada de azul oscuro, en un barrio muy exclusivo que él no conocía. Delante de la casa había un coche patrulla, una ambulancia y una docena de curiosos que estiraban el cuello con la esperanza de ver algo por la puerta abierta de la casa.

—¿Qué ha pasado? —preguntó una joven cuando bajaron del coche.

—Nada en absoluto —dijo Ketola, desabrido. La mujer iba a insistir, pero se quedó demasiado confusa como para poder reaccionar con rapidez.

Un policía uniformado les salió al paso en el pasillo y explicó brevemente lo ocurrido:

—Laura Ojaranta, de soltera Toivonen, 33 años. Su marido regresó esta mañana de un viaje y encontró a su esposa muerta en el dormitorio. Creo que está bastante destrozado.

—¿Dónde está? —preguntó Ketola. El policía señaló hacia la izquierda. Joentaa vio a un hombre, de mediana edad y cuidada vestimenta, sentado a una mesa en el salón. Miraba al frente con aire apático y movía la cabeza sin cesar. Cuando Joentaa apartó la mirada y vio de nuevo el rostro del policía, pensó en Sanna y en que había muerto. Ketola dijo algo, pero él no oyó nada.

—Le hablo a usted, Kimmo… —gritó Ketola.

Joentaa despertó.

Ketola le dirigió una mirada penetrante y se dirigió al dormitorio, bañado por la estridente luz del sol.

«Aún va a hacer más calor que ayer», pensó Joentaa.

Laukkanen, el forense, salió a su encuentro.

—Lo más probable es que haya sido asfixiada con una almohada, presumiblemente la pasada noche —Kari Niemi, de huellas, andaba a cuatro patas por el suelo. Se puso en pie de un salto al descubrirlos y se les acercó, dinámico y sonriente.

«De buen humor como siempre», pensó Joentaa. Le gustaba Niemi, y creía haber observado a lo largo del tiempo que esa sonrisa pícara no revelaba frialdad alguna para con los heridos o los muertos. El casi incomprensible optimismo vital de Kari Niemi no podía verse, al parecer, conmovido por nada.

—Acabo de empezar —dijo Niemi, mientras tendía la mano a Ketola—. Tengo algo estupendo en marcha, lo que no es común —Ketola torció el gesto.

Niemi se volvió a Joentaa:

—Hola, Kimmo, pensaba que aún estabas de permiso.

—Ya no —dijo Joentaa.

Niemi le estrechó la mano, sonriente.

—¿Cómo está tu mujer?

Joentaa respiró hondo.

—Ha muerto, el lunes por la noche.

Percibió el cambio en el rostro de Niemi sin poder aprehenderlo con exactitud. Siguió viendo la sonrisa pícara, pero estaba algo así como envuelta en sombras, y se fue enfriando lentamente. La mano de Niemi se soltó de la suya.

—Lo siento, Kimmo —dijo Niemi, e hizo algo que dejó a Joentaa totalmente perplejo. Le abrazó—. Lo siento mucho —dijo una vez más.

Ketola carraspeó y pareció incómodo.

—¿Hay algo ya? —preguntó, esforzándose claramente por cambiar de tema.

—Como le decía, acabamos de empezar. Deme media hora, luego podré decirle más.

Ketola asintió, y Niemi se fue. Joentaa se acercó a la ancha cama en la que yacía la mujer muerta. Un fotógrafo de la policía, al que no conocía, hacía fotos desde distintos ángulos.

La mujer parecía dormir, como Sanna.

Ketola lo echó a un lado y se inclinó sobre el cadáver. No pareció encontrar nada interesante y se volvió hacia Joentaa:

—Me gustaría hablar con el marido.

Avanzó en dirección al salón. En el pasillo, un preocupado policía salió a su encuentro:

—El marido parece… estar poniéndose un poco nervioso —dijo.

—¿Qué significa eso? —preguntó Ketola.

El hombre vestido con elegancia, que a su llegada miraba fijamente al frente con expresión apática, caminaba ahora inquieto arriba y abajo e insultaba a un policía de uniforme, ampliamente desbordado por los acontecimientos, y que estaba en el marco de la puerta. Ketola se abrió paso y se dirigió al hombre:

—¿Señor Ojaranta? —empezó, y le tendió la mano.

—¿Es usted el que manda aquí? —preguntó el hombre. Le temblaba la voz. A Joentaa le llamó la atención su gran estatura.

—Yo dirijo las investigaciones, sí. Señor Ojaranta, siento…

—Puede ahorrarse las zalamerías. Me gustaría saber qué mierda está pasando.

Ketola se quedó con la boca abierta. Quiso empezar de nuevo, pero Ojaranta siguió hablando:

—Me gustaría saber qué está pasando aquí, ¿entiende? —su rostro enrojeció—. Vengo y mi mujer está muerta, ¿entiende? No, no lo entiende, porque esta mierda no hay quien la entienda, ¿sabe?

Ketola retrocedió un paso y preguntó a Joentaa si Laukkanen aún estaba allí.

—Me temo que no —dijo Joentaa. Ketola asintió, pero aun así fue a preguntar. Entretanto, Ojaranta se había dejado caer en el sofá y gimoteaba en voz baja.

Contra su voluntad, Joentaa se hallaba cautivado por la situación, y sorprendido al ver lo fácil que le resultaba interpretar la conducta del hombre, el cual había comprendido que su mujer ya no vivía, aunque no estaba en condiciones de digerir la noticia.

—Como siempre, no están cuando se les necesita. El señor doctor ya se ha marchado —dijo Ketola, que de pronto volvía a estar junto a Joentaa. Este se estremeció, y advirtió que había empezado a respirar codiciosamente la desesperación de Ojaranta con la esperanza de aturdir la suya.

Ketola se sentó en un sillón que había frente al sofá. Joentaa se quedó de pie a un lado.

—Señor Ojaranta —dijo Ketola con toda suavidad, con una voz que no era la suya—. Comprendo su dolor, pero necesitamos su ayuda…

—Usted no comprende nada —dijo Ojaranta. Joentaa recordó haber dicho esa mañana exactamente lo mismo cuando Ketola había manifestado su comprensión.

Mientras Ketola se esforzaba, con creciente impaciencia, en llegar hasta Ojaranta, Joentaa trató de hacerse su composición de lugar. Ese hombre que parecía tan fuerte como un huno se había desplomado tras la explosión de ira. «No está acostumbrado a verse desbordado por una situación», pensó.

—Usted regresaba hoy de un viaje… —dijo Ketola.

—Estaba en viaje de negocios, una semana, en Estocolmo —murmuró Ojaranta, sin levantar la vista—. Llegué aquí alrededor de las ocho y media… pensaba que mi mujer aún estaría durmiendo… —se irguió y miró a Ketola directamente a la cara—. Todo iba bien, habíamos hablado por teléfono ayer por la tarde…

Joentaa creyó ver en sus ojos la loca idea que también a él se le había ocurrido: hacer como si nada hubiese sucedido, regresar a la vida cotidiana, conseguir tan sólo eliminar el momento de la catástrofe.

—Incluso cuando la vi tumbada en la cama pensé que dormía —dijo Ojaranta con voz cansada, y se desplomó—. La almohada…, era como si hubiera enterrado la cara en la almohada, pero pensé…, fui a la cocina, me tomé un café y leí el periódico. La había visto muerta en la cama y estuve leyendo el periódico, porque creía que tan sólo dormía, comprende…

Ketola asintió vagamente con la cabeza.

—¿Qué pasó después? —preguntó cuando Ojaranta pareció hundirse en el letargo.

—Al cabo de un rato, volví al dormitorio y quise despertarla…, hacía una semana que no nos veíamos…, entonces, enseguida vi que algo no iba bien, porque de algún modo ella…

—Señor Ojaranta…

—No entiendo todo esto…

Ketola trató de empezar de nuevo, pero su móvil se hizo notar con una alegre melodía que no encajaba ni con Ketola ni con la situación. Ketola se puso en pie de un salto y sacó torpemente el teléfono del bolsillo de su chaqueta:

—¡Disculpe un momento!

Se acercó a la puerta de la terraza, que daba a un jardín colorido y minuciosamente cuidado.

Joentaa le oyó lanzar maldiciones en voz baja. Iba a volverse hacia Ojaranta cuando Niemi le tocó en el hombro desde atrás:

—Ven un momento —dijo.

Joentaa le siguió a la cocina. Niemi empezó a exponer sus primeros resultados, en frases nerviosas e incompletas. A los pocos segundos se interrumpió:

—Kimmo, lo de tu mujer…, si puedo ayudar de alguna manera, estoy a tu disposición, en cualquier momento…

Joentaa quiso reaccionar, pero no fue capaz de decir una palabra. Podrías decir que no es cierto, y traerla de vuelta, pensó.

—¿Has descubierto algo, algo inusual? —dijo, y notó con disgusto la poca fuerza con la que había planteado la pregunta y lo poco interesado que estaba en la respuesta.

—La verdad es que sí hay algo… —empezó titubeante Niemi.

Joentaa le miró con aire inquisitivo.

—Hemos revisado todas las puertas y ventanas de la casa. Y no hemos encontrado signos de violencia.

Joentaa asintió, ausente.

—Es muy probable que tampoco haya huellas dactilares útiles. En cualquier caso, examinaré la copa de vino y la botella.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Joentaa.

—Lo primero que encontré al entrar al salón fue una botella de vino tinto medio vacía y una copa vacía que, a todas luces, había servido para beberse el vino.

—Probablemente de la señora Ojaranta —dijo Joentaa, irritado.

—O del asesino, si es que no encontramos huellas dactilares en la copa.

—¿Qué te hace pensar eso?

—En el fregadero había una copa de otro modelo, y en la encimera había otra botella de vino, blanco, también medio vacía. Como si hubieran bebido dos personas, pero no juntas y en distintos momentos. He preguntado al marido, y nada he podido averiguar. Cuando llegué aún estaba en el dormitorio, mirando fijamente a su mujer. Dijo que no había estado en el salón antes de mi llegada.

—Probablemente la señora Ojaranta bebió de los dos vinos.

—Puede ser. Ya veremos. Por lo demás, aún no tengo nada. Ahora me voy. En cuanto sepa algo más te llamo.

Joentaa asintió.

—¿Puede llevarme, Kari? —exclamó Ketola, que se dirigía hacia ellos agitando su radioteléfono—. Nurmela ha convocado una conferencia de prensa sobre el atentado contra Järvi. Naturalmente, sin informarme —miró el reloj—. Tengo que estar allí dentro de media hora. No sé lo que voy a contarles. Qué estupidez —se secó con un pañuelo el sudor de la frente—. Siga usted aquí, Kimmo, hablaremos esta tarde.

Antes de que Joentaa pudiera responder, Ketola ya había salido con su rígido paso.

—Hasta luego —dijo Niemi, y fue a informar a sus colaboradores, nada dispuesto a dejar que Ketola le metiera prisa.

—¿Dónde se ha metido? —gritó Ketola desde fuera.

Joentaa regresó al salón en el que Ojaranta estaba desplomado en el sofá, como si no se hubiera movido en los últimos minutos. Se sentó en el sillón de enfrente. Iba a decirle algo a Ojaranta, pero éste se le adelantó:

—Engañaba a mi mujer, ¿sabe? —clavó una punzante mirada en los ojos de Joentaa—. A conciencia, sin piedad, sin fin —Joentaa vio una sonrisa en su rostro, una sonrisa errática y desesperada. Rehuyó su mirada y se preguntó si era posible que ese hombre fuera a sufrir una crisis nerviosa, y qué tendría que hacer en ese caso.

«No tengo ni idea de cuáles son los signos de una crisis nerviosa», pensó confundido.

—Desde luego, estaba en Estocolmo en viaje de negocios; no, no, de eso no hay duda, casi todo eran negocios —dijo Ojaranta—. Pero los negocios habrían podido esperar, ¿comprende?

—Señor Ojaranta… —empezó Joentaa.

—Atractiva, veintisiete años, rubia, más joven que mi mujer… —Ojaranta hablaba como extasiado—. Más guapa, se entiende, encantadora, secretaria de marketing de profesión, o algo así, no tengo ni idea de qué es eso —respiró hondo—. ¿Sabe cuándo conocí a mi mujer? Hace doce años. ¿Y sabe cuánto tiempo llevo engañándola? —miró expectante a Joentaa, grandes ojos en un pálido rostro—. Doce años, puro hábito —se hundió en el blando sofá.

—Me gustaría que ahora me ayudara, señor Ojaranta —dijo Joentaa.

El hombre recio le miró con aire aletargado, al parecer ya no tenía nada que decir.

—Quisiera que venga conmigo —dijo Joentaa, y se levantó. Ojaranta se incorporó pesadamente. Joentaa comprobó que el hombre era aún más alto de lo que había pensado al principio, una cabeza más que él, un gigante.

—¿A qué viene esto ahora? —preguntó Ojaranta, que parecía volver a controlarse. Joentaa tuvo la impresión de que se arrepentía de su exabrupto.

—Quisiera saber si encuentra algo distinto en la casa. Si hay algo que no había antes, si falta algo, si algo está cambiado de sitio…

Le precedió. Ojaranta le siguió a regañadientes.

—Todo está como siempre —dijo, y gimió levemente, puede que al darse cuenta de lo absurda que era esa frase.

Fueron de habitación en habitación, y en cada ocasión Ojaranta se limitaba a mover la cabeza. Joentaa pasó de largo ante el dormitorio con el pretexto de que los equipos de huellas aún estaban trabajando. En su cuarto de trabajo, una gran estancia decorada de forma ostentosa, Ojaranta, como presa de una repentina intuición, fue directamente hacia un cuadro tras el que se ocultaba una caja fuerte.

—Nada, intacto —dijo.

—Su esposa parece haber dejado entrar en la casa al asesino —dijo Joentaa—. No fue un ladrón.

Ojaranta le miró fijamente. Joentaa tuvo la impresión de que la cuestión del asesino penetraba en su mente por primera vez desde el hecho de que su mujer estaba muerta.

—¿No fue un ladrón? —dijo en voz baja.

Joentaa asintió.

—¿Qué es lo que ha pasado aquí? —susurró Ojaranta. Joentaa creyó ver por un momento en la desesperada perplejidad del marido la clave para la solución del escenario de esa casa, que cada vez le parecía más extraño e irreal.

«Algo aquí no es como debiera», pensó, y enseguida encontró el pensamiento inadecuado. En un lugar en el que había sido asesinada una persona nada podía ser nunca como debiera.

Tenía la impresión de haber contemplado hasta entonces el lugar del crimen como un espectador externo; toda la escena, la mujer muerta a la luz del sol, el hombre desesperado que parecía un huno, los policías que trabajaban de forma rutinaria, todo era una distracción superficial y pasajera de lo que real mente le ocupaba. Mientras estaba pensando en eso, se preguntó cómo podía estar allí, hablando con un hombre desconocido sobre su esposa muerta, aunque Sanna había muerto y su propia vida había descarrilado.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Ojaranta, mirándolo con desconfianza. Por un momento, Joentaa tuvo el impulso de hablarle al hombre de Sanna, de su enfermedad y de su muerte. Desechó enseguida la idea.

Bajaron la escalera. En la bodega y en la sauna, los colaboradores de Niemi tomaban huellas.

—¿Qué puede haber pasado aquí, señor Ojaranta? —preguntó Joentaa.

No obtuvo respuesta. Ojaranta se encogió de hombros, de manera apenas perceptible.

—¿A quién podría haber dejado entrar su esposa? —preguntó Joentaa, y observó, mientras pronunciaba las palabras, una contradicción, un error lógico en la composición que hasta entonces sólo había percibido de forma inconsciente. La mujer había dejado entrar a una persona para luego acostarse. ¿O era el asesino el que la había llevado allí después de su muerte? ¿Le había puesto el asesino el camisón? Sabía demasiado poco, tenía la sensación de no entender nada.

Ojaranta no parecía haber oído su pregunta. Le miró con expresión vacía y se puso inopinadamente en movimiento, como si ahora tuviera claro lo que tenía que hacer. Subió por la escalera sin preocuparse más de Joentaa. Este le siguió, pero cuando Ojaranta llegó arriba su impulso pareció haberse secado.

—Tengo que acostarme, me siento mal —dijo, y fue en dirección al salón. De pronto se detuvo y se volvió—: Ahí falta algo —dijo.

Joentaa siguió su mirada y vio un clavo en la pared, a la sombra de un armario ropero.

—Ahí había un cuadro —dijo Ojaranta.

—¿Qué clase de cuadro?

Ojaranta pareció tener que reflexionar.

—Un cuadro cualquiera, un paisaje, creo.

—¿Tiene usted un cuadro en el pasillo y no sabe qué hay en él? —dijo Joentaa, lamentando enseguida lo agresivo de su entonación.

—Un paisaje —dijo Ojaranta—. Estaba encantado con que estuviera detrás del armario. Lo pintó una amiga de mi mujer, en algún curso de pintura, en la escuela para adultos, qué sé yo… —ahora lo veo tal como es, tal como es la mayor parte del tiempo, pensó Joentaa. Un hombre acostumbrado a apreciarse a sí mismo y menospreciar a los demás.

—¿Está seguro de que el cuadro estaba ahí cuando se fue usted de viaje? —preguntó Joentaa.

—Naturalmente que estaba ahí; lleva años ahí.

—¿Podría haber quitado el cuadro su mujer?

—No sé por qué iba a hacerlo —Ojaranta parecía haber perdido ya interés por el cuadro y su desaparición. Se dio la vuelta. Joentaa tenía la sensación de entender cada vez menos.

—Para usted —exclamó un colaborador de la sección de huellas, acercándosele y tendiéndole su móvil.

Era Niemi.

—Tu móvil está desconectado —dijo.

Joentaa echó mano instintivamente al bolsillo interior de su chaqueta, y se acordó al mismo tiempo de que su teléfono móvil aún estaba en el hospital. Lo había visto por última vez sobre la mesita de la cama de Sanna…, la cama en la que Sanna había estado, y en la que ahora había una anciana a la que no conocía.

«Tengo que poner en marcha el entierro», pensó.

—Lo que sospechaba. No hay huellas dactilares en la copa de vino.

—Qué…

—La copa que estaba en el salón. No hay huellas dactilares, ni tampoco en la botella de vino tinto.

—Eso significa…

—Eso significa que al parecer el asesino se sentó en el salón y se tomó un vino sin dejar huellas.

Joentaa guardó silencio.

—Quería decírtelo enseguida —dijo Niemi.

Joentaa asintió, se despidió y devolvió el móvil al colaborador de Niemi.

—¿Algo importante? —preguntó éste.

—Aún no lo sé —dijo Joentaa.

«Tengo que irme», pensó, enseguida.

En la puerta de la casa, un sanitario se dirigió a él:

—Venimos a llevarnos a la muerta —dijo con voz aburrida.

—Un momento —exclamó Joentaa. Los colaboradores de Niemi aún se hallaban trabajando en el dormitorio. Joentaa se acercó a la cama y miró a la mujer muerta—. ¿La han movido? —preguntó. Uno de los buscadores de huellas negó con la cabeza.

—Naturalmente que no —dijo sin levantar la vista.

Joentaa contempló largamente a Laura Ojaranta. Estaba tumbada de espaldas, algo inclinada hacia un lado, tenía los ojos cerrados. Una rigidez antinatural en los rasgos de su rostro revelaba que ya no estaba viva.

La imagen que veía le conmovió, aunque seguía teniendo la sensación de verlo todo desde una distancia ajena a él.

«Ha sido sorprendida en medio del sueño, como Sanna», pensó, y supo al mismo tiempo que eso no era más que una mera sospecha. Debía esperar lo que pudiera decirle Laukkanen. La mitad derecha de la cama parecía intacta, la colcha estaba cuidadosamente doblada sobre la lisa sábana.

También eso podía haberlo arreglado el asesino, como todo lo que había visto.

Faltaba la segunda almohada. Joentaa se sintió irritado por un momento, luego recordó la primera apreciación de Laukkanen y comprendió que probablemente la mujer había sido asfixiada con ella. Naturalmente, Niemi la había puesto a buen recaudo.

Joentaa salió al exterior. Cuando recibió de lleno el ardiente sol, se sintió mal. Por un momento temió vomitar. Los sanitarios estaban apoyados en su vehículo y se divertían hablando de algo. Joentaa se tragó las arcadas y les pidió que se llevaran el cadáver.

—Está claro, jefe —dijo uno de los dos. Joentaa sintió el impulso de gritarle, sin saber exactamente por qué. Iba a volver a la casa cuando, de entre el numeroso grupo de curiosos, le salió al paso una corpulenta mujer, vestida con un chándal.

—¿Es usted policía? —preguntó titubeante.

Joentaa asintió y fue a dejar plantada a la mujer.

—Quisiera decirle algo.

—Adelante.

—Mi marido y yo vivimos ahí enfrente —dijo la mujer, y señaló un gran bungaló de madera blanco con un jardín delantero repleto de flores, en ángulo con la casa azul de los Ojaranta—. Somos casi vecinos. Es horrible lo que ha ocurrido. ¿Es cierto que la señora Ojaranta…?

—¿Qué quería decirme?

—Ayer por la noche, muy tarde…

—¿Sí?

—Encendieron la luz.

—¿Luz?

—Sí. Yo estaba despierta, y había tomado una pastilla. En realidad no debo, pero los dolores no me dejaban dormir. Desde mi trombosis duermo muy mal…

—¿Dónde había luz?

—En casa de los Ojaranta, en el salón.

—¿Cuándo? ¿A qué hora exactamente?

—Las dos y media, creo yo —reflexionó—. Sí, seguro, poco después de las dos y media. Cuando me levanté miré el reloj. Naturalmente me sorprendí, lo normal es que todo esté oscuro…, a esa hora estoy a menudo junto a la ventana.

—¿Encendieron y apagaron la luz?

—Sí, pero sólo al cabo de un rato. Seguro que estuvo encendida una media hora.

—¿Pudo usted ver algo, la señora Ojaranta quizá, u otra persona…?

—No. ¿Cómo iba a hacerlo? Los árboles lo impiden —dijo, y señaló el jardín de los Ojaranta—. Sólo pude ver que había luz.

Joentaa asintió.

—Y está usted completamente segura en lo que a la hora se refiere…

—Por supuesto —dijo malhumorada la mujer—. Créame, sólo quiero ayudar…

—Se lo agradezco. Iremos a visitarla hoy, a más tardar mañana, para tomarle declaración.

Le tendió la mano y volvió rápido a la casa, antes de que ella pudiera hacerle más preguntas.

Ojaranta estaba en el salón, crispado, en el sofá; sus ojos cerrados temblaban. Joentaa fue a dirigirse a él, pero se dio cuenta de que había caído en un sueño intranquilo. Aunque el sol inundaba la gran estancia, Joentaa sintió frío.

«No deberías estar aquí», pensó.

Los sanitarios se llevaron la muerta ante sus ojos. Uno de ellos masticaba chicle.

«Ahora tengo que irme», pensó.

—¿Dónde se llevan a mi mujer? —gritó Ojaranta, que de pronto apareció de pie junto a él, sobre unas piernas débiles, dormido y al tiempo enteramente despejado.

—Hay que hacerle la autopsia en el anatómico-forense —dijo Joentaa. Ojaranta asintió. Pareció querer decir algo más, pero a los pocos segundos se arrastró pesadamente de vuelta al sofá.

Joentaa se fue sin despedirse.

Vio por el retrovisor la casa azul hacerse cada vez más pequeña y, finalmente, desaparecer por completo cuando bajó por la ladera en dirección al centro de la ciudad. Tuvo que frenar a menudo y esperar, porque todo Naantali parecía estar camino de la playa. Hombres en bañador, mujeres en bikini, todos visiblemente entusiasmados ante la tardía llegada de un verano en el que habían dejado de creer.

Joentaa esperaba y se forzaba a sonreír cuando una mirada casual se encontraba con la suya.

La imagen de la mujer muerta en la casa de madera azul ya había desaparecido, y con ella la cuestión de la historia que había detrás del cuadro. Pensó en Sanna, y en que le gustaba mucho la playa de Naantali.

Pensó que jamás volvería a esa playa.

Condujo hasta una funeraria de Turku. En los años anteriores había pasado innumerables veces ante el escaparate, decentemente decorado con flores y paños negros, sin que jamás se le pasara por la cabeza que podría entrar. Habló con un hombre que le ilustró acerca de los costes y no se tomó ninguna molestia en fingir compasión.

El hombre le estrechó la mano a modo de despedida y dijo que él se encargaría de todo.

Mientras Joentaa iba hacia casa, pensó que había vuelto a perder a Sanna.