Kimmo Joentaa entró a las siete y media al gran edificio de la policía, en el centro de Turku. Subió en ascensor al tercer piso. Dos colegas uniformados del servicio nocturno se hallaban despejando el campo cuando entró a su despacho, y le saludaron de pasada. Era evidente que estaban demasiado cansados como para comprender que no tenía que haber estado allí. Joentaa les saludó con una cabezada y empezó a hojear los expedientes cuidadosamente apilados en el escritorio de Ketola.
Sabía que estaba cansado, que debía estar cansado, mas no había podido dormir en toda la noche. Había estado tumbado en el sofá del salón, mirando fijamente hacia la oscuridad. Por la mañana temprano se hundió por unos instantes en un difuso semisueño. Al despertar, se había dado la vuelta para buscar el brazo de Sanna.
Tardó unos segundos en comprender que no estaba.
Se había vestido y había ido a Turku, sin pensar si era la decisión más acertada.
Los expedientes del escritorio de Ketola hablaban con torpes palabras del intento de asesinato de un político local de alto rango, al que habían disparado en la plaza del mercado de Turku. Joentaa se había enterado sin inmutarse a mediados de la semana anterior, porque nada aparte de Sanna le importaba.
En la cafetería del hospital se había discutido ampliamente el incidente. El autor era desconocido, los testigos decían haber visto a un hombre bajito e insignificante con una pistola subir sin ser molestado a un autobús de línea y marcharse de allí. Sami Järvi, el político, sólo había resultado herido leve, pero los atentados a personas de la vida pública eran tan inusuales en Finlandia que incluso ese roce se había convertido en tema nacional de conversación.
Joentaa sospechaba que Ketola estaba asfixiado de trabajo y era aún más irritable que de costumbre. Miró el reloj. Dentro de seis minutos, a las ocho en punto, Ketola entraría a su despacho. Estaría de mal humor, pero sería un modelo de disciplina. Se quejaría de su vida, de su profesión y de la gente con la que tenía que lidiar. Pero haría todo lo posible para hacer bien su trabajo.
Joentaa siempre había respetado a Ketola, pero nunca le había gustado. A veces llegó a pensar incluso en pedir un traslado, de lo que Sanna le había disuadido sonriendo y con la mordaz observación de que estaba insoportablemente obsesionado con la armonía. No había estado esforzándose tanto por entrar a la sección de asesinatos y homicidios para tirar la toalla después de unas cuantas palabras reprobatorias de su superior. Joentaa se había enfadado con Sanna, sabiendo al mismo tiempo que tenía razón.
Mientras pasaba la vista sin fijarse por las páginas de los expedientes, se preguntó por qué se había hecho policía. Por qué había superado los años de formación tan rápido como el más esforzado arribista, por qué había hecho todo lo posible por conseguir enseguida una plaza en la comisión de homicidios.
Cuando los amigos, divertidos a veces, le preguntaban las razones profundas por las que había elegido su profesión, solía responder torpemente que ni él mismo las conocía. Era mejor no decir nada que manifestar mientras tanto la penosa verdad: que había elegido su profesión con la nebulosa esperanza de combatir el mal del lado de los buenos.
Se hallaba contemplando una foto de carnet, pegada al expediente, del político contra el que habían disparado, cuando Ketola entró al despacho, puntual hasta el minuto y probablemente con la segura creencia de ser el primero en llegar y el último en marcharse.
Ketola se detuvo en el umbral y miró inquisitivamente a Joentaa.
—¿Qué hace usted aquí, Kimmo? —dijo al cabo de un rato, y Joentaa creyó percibir más irritación que interés—. Está de permiso.
Sólo entonces, al verse confrontado con la situación, Joentaa intuyó cuántas preguntas parecidas iba a oír, y lo difícil que sería responderlas una y otra vez.
Se forzó a hablar con tranquilidad:
—Vuelvo aquí. Sanna… murió ayer.
Ketola se quedó inmóvil. Llevaba una de sus tiesas chaquetas parecidas a una guerrera militar, verde oscura. Por un momento, Joentaa creyó ver en sus ojos auténtico horror, pero enseguida se controló.
—Lo siento, Kimmo —dijo, se dio impulso y fue hacia su escritorio sin mirarle. Dejó su maletín, apoyó las manos en el tablero y pareció reflexionar en qué era lo siguiente que debía decir—. No sé si puede sernos de ayuda en su actual situación —dijo al fin, y Joentaa se estremeció bajo la inmediata impresión de las palabras—. No me interprete mal, Kimmo…, pero sé cómo se siente, y considero aconsejable que prolongue usted su permiso.
Joentaa estaba demasiado asombrado como para poder responder enseguida. Trató de defenderse, pero, como el día anterior con Pasi y Liisa Laaksonen, también ahora empezó a evaluar mentalmente la reacción a la noticia de la muerte de Sanna. La distancia del jefe de sección, las escuetas palabras con las que había registrado en una frase y archivado la muerte de Sanna, golpearon a Joentaa. La recomendación de que lo mejor que podía hacer era irse a casa le sorprendió y le irritó.
—No creo que sepa cómo me siento —dijo al cabo de un rato—. Y quiero volver a trabajar ahora mismo.
Se sorprendió por el carácter tan directo de sus palabras, y creyó ver también un breve centelleo en los ojos de Ketola. Luego su rostro anguloso volvió a tensarse, asintió brevemente:
—Como usted quiera. No es que no tengamos trabajo para usted.
Ketola se levantó, salió de la estancia a paso rápido y dejó a Joentaa solo con la pregunta de cómo interpretar su comportamiento. Su superior siempre había sido un enigma para él, desde su primer día de trabajo, en el que el jefe de la comisión de homicidios casi no le había prestado atención. Sólo por la tarde, después de evaluar el escenario de un crimen, se le había ocurrido saludar de pasada a su nuevo colaborador con un vago «bienvenido».
Tampoco entonces Joentaa supo qué pensar de Ketola. ¿Debía entender sus secas y frías palabras como una oferta para continuar de permiso, como un torpe gesto de comprensión y compasión, o como desinterés y menosprecio por su trabajo?
Joentaa aún estaba pensando en ello cuando Ketola regresó con dos archivadores.
—Sin duda ha oído hablar del incidente en la plaza del mercado —dijo sin dejar de caminar. No esperó respuesta—: Nos están presionando por todas partes, sólo porque algún imbécil ha dicho que el autor subió a un autobús y se fue tranquilo —Ketola dio una palmada en el tablero de la mesa—: Naturalmente eso es absurdo, pero ¿a quién le interesa?
Por difícil que a Joentaa le resultara predecir a Ketola, supo que ahora vendría una manifestación general de disgusto.
—Es para vomitar —dijo Ketola, más para sí mismo que para Joentaa, y se dedicó a los expedientes.
A las nueve llegó Heinonen con la noticia de que en Naantali habían asesinado a una mujer:
—Al parecer el marido llamó a urgencias, y el médico sospechó a primera vista que la mujer había sido asfixiada —dijo—. Entonces el marido nos llamó. Grönholm atendió la llamada. Al parecer, estaba bastante confuso y excitado.
—Es comprensible —dijo Ketola, seco y malhumorado, y se puso la chaqueta. Joentaa miró fijamente el rostro de Ketola y creyó ver miedo en sus ojos. Miedo a verse desbordado, supuso.
—Venga conmigo, Kimmo —gritó Ketola, ya desde el pasillo.
—¿Se ha acabado tu permiso? —preguntó Heinonen cuando Joentaa se escurrió junto a él. No respondió, y corrió hasta alcanzar a Ketola.