Su deseo se había hecho realidad, había dormido mucho. Aún no anochecía cuando despertó, pero el sol ya estaba bajo. Puso en marcha el coche y condujo hasta el mar, para verlo hundirse.
La playa aún se hallaba poblada de gente. Se sentó en un banco apartado y vio la roja bola de fuego, apenas por encima de los árboles de la isla de enfrente.
Trató de imaginar qué estaría haciendo en ese momento la señora Ojaranta, aunque el marco de su imagen mental siguió vacío. El sol desapareció lentamente detrás de los árboles. Bajó la cabeza, cerró los ojos y oyó cómo se hundía en el agua, burbujeando y siseando. Cuando alzó la vista, el agua ya estaba inflamada, la gente había desaparecido.
Caminó con calma en dirección al agua. Cuando llegó a la orilla, se quitó la ropa.
Las frías chispas rojas agujerearon su piel.
En el horizonte se recortaba una luna gigantesca.
Se levantó de un salto y se sumergió en el fuego, en el que se abrasó y se congeló. Cuando emergió, supo que viviría eternamente.
Nadó hasta la orilla, que yacía en sombras, se puso la ropa y caminó hacia su coche. A su espalda y a su lado se abrían negros abismos, pero caminó como un sonámbulo por la estrecha senda, más allá de la oscuridad.
Subió al coche y condujo hacia la luna, que descendía sobre él. Aparcó en una calle lateral, sacó la llave de la guantera y caminó lentamente hacia la casa. Se aproximó por la parte de atrás, trepó al jardín saltando la tapia. Se acercó más y vio a la señora Ojaranta, sentada en el sofá de su salón; la televisión titilaba. Al parecer, estaba sola.
Disfrutó de observar sin ser visto, y se sintió aliviado al no experimentar impaciencia. El salón estaba bañado en una cálida luz. La idea de que pronto pasaría del negro frío a esa luz le excitaba y le calmaba. Bajó la cabeza y se concentró en el escalofrío que, despacioso, recorría su espalda.
Cuando alzó la vista, la señora Ojaranta caminaba hacia él. Por un momento temió haber sido descubierto. Gimió de horror y quiso salir corriendo, pero ella fue al teléfono y descolgó. Vio cómo sus labios formaban las letras de su apellido.
Estaba justo al lado de la puerta, se apoyaba contra el cristal, a sólo unos metros de él. Retrocedió un paso. El rostro de ella se iluminó, exclamó algo, al parecer se alegraba de la llamada. Escuchó un rato y rio. Su mirada ausente alcanzó sus ojos, pero no podía verlo en la oscuridad.
Volvió a avanzar un paso, irritado con su miedo y con el necio impulso de salir corriendo.
Era invisible e intocable. Era importante, era necesario, comprender esto.
La señora Ojaranta sacudió la cabeza, volvió los ojos al cielo, rio entre dientes, contó. La conversación fue larga. Mientras la observaba, su idea, su deseo, se transformaron en firme certeza. Cuando ella colgó sonriendo y regresó al sofá, supo que esa vez superaría el límite. Ahora estaba completamente seguro de que era fácil, más fácil que cualquier cosa que hubiera hecho antes.
La señora Ojaranta desconectó el televisor y apagó la luz del salón. La oscuridad sobrevino tan abruptamente que se estremeció. Sin la luz dorada, el edificio del que quería tomar posesión parecía excluyente y sin ningún interés. Aferró la llave en el bolsillo de su chaqueta, pero la confianza era difícil de recuperar.
Regresó de la terraza al jardín, hasta que pudo divisar toda la casa. Se fijó en la ventana tras de la cual tenía que estar el dormitorio. Había memorizado con todo detalle la disposición de las habitaciones.
Al cabo de un rato la luz se encendió en el dormitorio, él se acercó más y vio la silueta de la señora Ojaranta a través de los visillos corridos. Vio cómo se quitaba la ropa y se ponía un camisón. Luego, todo quedó oscuro. Él gimió y sintió que crecía su excitación, aunque también regresaba el miedo, el miedo a fracasar ante la gran tarea.
El miedo a no ser redimido.
Aguardó un rato, pero todo continuó oscuro. Creyó sentir que ella se dormía.
Dio la vuelta a la casa, se aseguró desde una distancia prudencial de que nadie podía verlo desde la calle o las fincas colindantes. Luego caminó, lento y erguido, hacia la parte delantera de la casa. Mientras caminaba, se puso los guantes. La confianza volvió, él empezó a flotar y notó una sonrisa en su rostro. Cuando metió la llave en la cerradura y empezó a girar con mucho cuidado, fue por fin, enteramente, aquel que quería ser y tenía que ser para llevar a cabo la tarea.
Abrió en silencio la puerta y vio los contornos de su rostro en el gran espejo del pasillo. La sonrisa le asustó y alivió.
No se reconocía a sí mismo.
Sintió en la espalda la luz estridente de la luna. Cerró la puerta con rapidez y se quedó de pie en la oscuridad. Respiró hondo el silencio y caminó despacio por el pasillo hasta el salón. Le sobrevino un fuerte impulso de bañar la estancia en luz dorada, pero lo resistió. Tanteó a lo largo de la pared hasta el piano, retiró el paño rojo y acarició cauteloso las teclas. Tenía la impresión de que habían pasado años desde que se había sentado allí y había estado hablando con la señora Ojaranta.
Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Caminó lentamente por el pasillo y escaleras abajo hasta la bodega, que estaba cerrada, con la llave puesta. Sintió una agradable punzada de dolor en el estómago al pensar que la señora Ojaranta había querido protegerse contra los ladrones que intentaran llegar a la vivienda por la ventana de la bodega.
Tomó una botella de uno de los botelleros y regresó arriba. En la puerta del dormitorio se detuvo un momento. Estaba entornada. Se acercó y creyó oír, muy bajo, su respiración regular.
En la cocina abrió la botella y se hizo con una copa de uno de los armarios. Se sentó en el sofá del salón y se concentró en el sabor afieltrado y amargo del vino. Trató de respirar tan regularmente como la señora Ojaranta.
Era hermoso saber que todo le pertenecía, todo lo que quisiera.
Era hermoso ser parte de la oscuridad.
Esperó hasta no pensar nada.
Entonces se levantó y fue a largos pasos hasta el dormitorio. Se detuvo ante la puerta entornada y respiró hondo. Sintió que tenía que ocurrir deprisa, tan deprisa como para no entender lo que pasaba. Si ocurría deprisa, sería fácil.
Empujó con cautela la puerta y entró a la habitación. Cuando llegó junto a su cama, la miró. Yacía un poco torcida, con los brazos alrededor de la almohada, y respiraba mediante cortas inspiraciones. Se preguntó qué estaría soñando, trató de inhalar el poder. Pero no pudo, porque el miedo volvió y lo aferró.
No podía tener miedo, todo era absurdo si tenía miedo.
Para superar la tarea tenía que ser rápido y seguro, tan natural como el soplo de viento que apaga la llama de una vela.
Se inclinó sobre ella y agarró la almohada que tenía al lado. Sintió su leve aliento en el cuello, y clavó los dedos en la almohada. Pensó en salir corriendo, olvidarlo todo, sumergirse sin ser reconocido en la oscuridad, pero eso era imposible.
Cerró los ojos y apretó con fuerza la almohada contra su rostro. Se sintió aliviado al no apreciar apenas resistencia, sólo una ligera tensión en el cuerpo de ella, gritos reprimidos que nada significaban. Cuando estuvo seguro de que había pasado, aflojó. Temblaba.
Evitó volver a mirarla.
En el dormitorio encendió la luz dorada. Se quitó los guantes, se sentó al piano y tocó la melodía que tanto le gustaba, una melodía sencilla que traía claridad.
Flotó a caballo de los suaves tonos en la tierra de nadie.
Al cabo de un rato se levantó. Borró las huellas de sus dedos y apagó la luz. En el pasillo, descolgó el cuadro con el paisaje borroso.
Luego salió al exterior. Hacía mucho frío. Se detuvo al pie de la colina, que tenía que subir para no ser más y serlo todo. Gimió ligeramente ante la idea de que detrás de la colina terminaba la muerte y empezaba su vida.
Caminó, despacio al principio, luego más deprisa. Se acercó a la línea divisoria y gritó su euforia.
Luego se encontró en medio de la nada.
Cuando vio el color que nadie conocía, empezó a llorar. Estaba a salvo para siempre.