Entrada la tarde, Joentaa condujo hacia Lenganiemi. La enfermera había llamado desde el hospital para recordarle que debía iniciar los trámites del entierro. Cuando oyó su voz rígida y profunda, vio involuntariamente la camilla en la que había estado Sanna, y su rostro amoratado.
—Si usted quiere, podemos llamar a una funeraria —dijo la enfermera.
Joentaa repuso apresuradamente que él se encargaría de todo. Dio las gracias por la llamada y puso fin a la conversación.
Una funeraria…, no había pensado en eso, aunque todo estaba preparado. Sanna había planeado su entierro cuando él aún no era capaz de pensar en su muerte.
Hacía ya unos meses, en un fresco día de primavera, ella empezó a hablar de eso. Estaba sentada en la pasarela, con los pies colgando sobre el agua, y de pronto dijo que quería ser enterrada en Lenganiemi, en el pequeño cementerio junto al mar, al lado de la iglesia de madera roja. Tenía presente el sitio, lo tenía grabado.
Al principio él no comprendió. Sólo habían estado una vez juntos en la península, al borde de Turku, y hacía años de eso.
—Escogí el sitio cuando aún estaba sana —explicó ella al ver su rostro irritado.
Él le había preguntado, confuso y cada vez más enfadado, por qué entonces no le habló de eso, por qué estaba siquiera pensando en su muerte, por qué en vez de eso no se concentraba en vencer la enfermedad.
No obtuvo respuesta. El brillo de sus ojos le indicó que ella no estaba de acuerdo con su reacción, y enseguida se arrepintió de su ira. Se había sentado tras ella y se había estrechado contra su cuerpo. Tras resistirse brevemente ella respondió a su abrazo y empezó a hablar de su excursión a Lenganiemi, de la que él apenas se acordaba, de la que sólo sabía que había sido hermosa, demasiado hermosa como para encontrar un lugar en el presente que le agobiaba. Se había negado interiormente a escuchar, y se sintió aliviado cuando la marea verbal de Sanna fue cediendo poco a poco.
Luego, ella no volvió a hablar de su muerte, y él había evitado el tema, por miedo y porque hasta el final, cuando también él supo que se engañaba, se había convencido de que había esperanza…, de que ella podría ganar el combate sólo con sacudirse la idea de la muerte.
Hacía unas semanas, poco antes de que su estado empeorase tan claramente que Joentaa había solicitado un permiso indefinido, ella le había contado que todo estaba preparado. Al principio, él no comprendió.
No era exactamente el sitio que ella deseaba, había dicho, pero estaba entre la iglesia y el mar.
Él se recobró poco a poco de su estupefacción y le preguntó por qué no le había informado antes. Ella sonrió, le abrazó y dejó la pregunta en el aire. Luego le contó que había hablado con el párroco y que, cuando ella muriera, debía ponerse en contacto con él. Él quiso decir algo, pero ella le había sellado los labios con el dedo índice.
Tras la conversación con el hospital, fue a Lenganiemi. Cuando estaba en el transbordador le vino a la mente, esquemático, el recuerdo del día que había pasado en la isla con Sanna. Entonces hacía mucho más frío, era un día de otoño o de invierno.
Remontó el sendero y comprobó, sorprendido, que sabía exactamente qué dirección tomar. Al cabo de un rato vio la iglesia, cuyo fuerte rojo destacaba nítido contra el cielo azul celeste. Aparcó el coche en el atrio arenoso y caminó con lentitud hacia las filas de tumbas que había a la sombra de los árboles.
Dos mujeres, una muy vieja y otra de mediana edad, salieron a su encuentro. La anciana se apoyaba en la más joven y le hablaba de forma confusa. La más joven trataba de tranquilizarla. Las saludó cuando sus caminos se cruzaron, mas ninguna de las dos se fijó en él.
Preguntó por la casa parroquial a un jardinero del cementerio que regaba las flores de una tumba.
—Junto a la iglesia —dijo el hombre, y señaló en la dirección que mencionaba. Joentaa dio las gracias, y ya había dado unos cuantos pasos cuando el hombre le gritó algo más—: Si busca al párroco está en la iglesia, hay ensayo del coro…
Joentaa volvió a dar las gracias. Cuando abrió la puerta de la iglesia, oyó muy bajo el canto de los niños. Se sentó en la última fila de bancos y trató de escuchar. A los pocos minutos empezó a tener mucho frío. Se levantó, e iba a salir cuando el párroco puso fin al ensayo.
—Muchas gracias, por hoy lo habéis superado —exclamó mientras recogía sonriente los libros de canto. Los niños pasaron corriendo junto a Joentaa buscando el exterior. Él caminó con lentitud hacia el párroco, que apilaba cuidadosamente los libros y apagaba las velas.
—Disculpe —dijo Joentaa. El párroco se volvió y le miró a la cara. A Joentaa enseguida le llamaron la atención los ojos de mirada pícara, que se movían inquietos de un lado para otro.
—Dígame —dijo el párroco.
—Mi nombre es Joentaa. Mi esposa…, Sanna Joentaa…
El párroco le interrumpió:
—Naturalmente, la recuerdo —dijo, y se detuvo un momento—. ¿Ha fallecido?
Joentaa asintió.
—Lo siento mucho —tomó aire un instante—. Su esposa habló dos veces conmigo. Me contó que Lenganiemi le había gustado mucho. Le parecía hermoso que el cementerio lindara directamente con el mar —hizo una pausa—. Venga —dijo, y le precedió con pequeños y rápidos saltitos—. Su esposa me impresionó —dijo por encima del hombro, mientras salían de las sombras al estridente sol—. Tuvo que superar algunas trabas burocráticas para conseguir las dos tumbas. Es un cementerio muy pequeño.
Se detuvo ante un cuadrado de hierba.
Dos tumbas… Sanna había pensado en todo, como siempre que algo se le metía en la cabeza. Joentaa miró el lugar por el que había peleado. Sintió vértigo. El párroco le hablaba, pero él sólo oía ecos.
—Señor Joentaa…
—Disculpe —dijo Joentaa.
—¿Cuándo murió? —preguntó el párroco.
—Ayer por la noche.
El párroco asintió.
—Apreciaba a su mujer. Era muy… muy fuerte. Creo que en verdad aceptó su muerte. He acompañado a muchos moribundos, pero raras veces he visto tal cosa —pareció reflexionar—. ¿Es usted creyente? —preguntó. Joentaa quedó completamente desbordado por la pregunta.
—No quiero ponerle en apuros, discúlpeme. Su esposa me contó que no era creyente, o al menos no pertenecía a ninguna religión. Eso me sorprendió… —guardó silencio un rato. Luego se irguió y estrechó con fuerza la mano de Joentaa—. Le deseo la fuerza que su esposa tuvo —dijo. Cuando Joentaa alzó la cabeza, vio una sonrisa en el rostro del párroco que le irritó.
El párroco se despidió con una cabezada y se alejó. Joentaa le miró irse, hasta que desapareció en el interior de la iglesia. Se quedó allí un rato, luego fue lentamente hacia la ladera que llevaba hasta el mar. Se sentó en un desvencijado banco de madera al borde de los acantilados.
Una motora cortó la tranquila superficie de las aguas. El ruido fue acallándose poco a poco. El transbordador se movía con calma hacia la orilla de enfrente.
Pensó en la sonrisa del párroco y la interpretó como expresión de una confianza en Dios que él nunca había podido comprender. Una confianza en Dios que atenuaba la pena porque no reconocía el horror de la muerte, porque negaba su carácter definitivo.
Pero la muerte de Sanna era definitiva.
Se esforzó en aceptar que Sanna había planeado su muerte sin contar con él, pero le costaba trabajo. Se decía, contra su voluntad, que había sido engañado, y trataba al mismo tiempo de comprender que la conducta de Sanna revelaba comprensión y afecto. Lo había puesto ante los hechos consumados porque, desde su conversación en primavera, sabía lo desmesurado e insoportable que era su miedo a su muerte.
El dolor se desencadenó ante la idea de que ella, la enferma grave, había querido protegerlo a él, que estaba completamente sano. Empezó a llorar y a hablar en voz alta consigo mismo. Se reprochaba haber fallado…, haberla dejado sola con su miedo a la muerte, porque se había aferrado, con terca desesperación, a la falsa esperanza de que podía sobrevivir.
Luego su humor cambió, y se imaginó que Sanna le había precipitado intencionadamente a ese conflicto consigo mismo, que había querido atormentarle más allá de su muerte.
La idea se esfumó tan rápido como había venido, y no entendió cómo podía habérsele ocurrido. Aun así, quedaba el miedo a que jamás comprendería del todo lo que ella había hecho.
El sol se movía lentamente sobre la superficie de las aguas.
Trató de pensar en cómo sería mañana, pero no había nada.
Cuando caminaba hacia su coche por el estrecho sendero de grava, el jardinero del cementerio alzó la vista, tendió al sol la cabeza y le gritó que hacía un día espléndido.