Kimmo Joentaa yacía en la pasarela. Estiró los brazos y las piernas y trató de no moverse, de no hacer nada y de no ser nada. En algún momento empezó el amanecer, lo observó por primera vez en su vida, la alternancia de los colores. El negro se convirtió en gris y el gris en gris claro, azul oscuro, azul pálido. Aclaró con rapidez, sin costuras, se perdió la transición aunque se concentró compulsivamente en el momento en que el umbral entre claro y oscuro fue rebasado.
La mañana era fría y clara.
Cuando hubo pasado el espectáculo, pensó en lo a gusto que Sanna se habría tumbado junto a él. En la finca vecina, a su derecha, unos niños subieron a un bote de remos de color rojo y remaron hacia el lago. Se quedó mirándolos. La imagen se hizo borrosa ante sus ojos, los gritos de entusiasmo se alejaron.
Cerró los ojos y vio un bote de remos gris sobre el agua gris, en el que Sanna se sentaba y reía. Trató de ver el bote en color rojo y el agua azul, pero no pudo. Cuanto más se esforzaba, tanto más pálida se volvía la imagen. Al cabo de un rato desapareció por completo, y se quedó dormido, justo cuando pensaba que nunca más podría volver a dormir.
Durmió inquieto, siempre próximo a la superficie del sueño, y despertó al sentir algo frío sobre su rostro. Se incorporó de un golpe y gritó sin control. Los tres chicos del bote de remos rojo estaban sentados junto a él y lo miraban con los ojos muy abiertos. Uno de ellos preguntó si todo estaba en orden, Joentaa asintió y se disculpó.
—Debo haberme quedado dormido —dijo…
—Pensábamos que quizás algo iba mal —dijo Roope, el hijo de la joven que vivía en la casa de al lado—. Estaba usted tumbado… de una manera rara.
—Todo va bien —dijo Joentaa, y se levanto—. De todos modos, gracias por haberme echado un vistazo —se quitó la chaqueta, que estaba polvorienta y arrugada—. ¿Estáis de vacaciones? —preguntó, por decir algo.
—Nos quedan dos semanas —respondió uno de ellos.
Joentaa asintió, se volvió y subió la pendiente hacia su coche. La llave estaba puesta en el contacto. La sacó y subió a trompicones los tres peldaños hasta la puerta de su casa. Mientras abría, se dio cuenta de que hacía mucho calor. Estaba claro que había estado durmiendo mucho ralo. En la cocina, miro el reloj. Eran las once y cuarto. En el fregadero había platos en los que se había formado moho, porque había pasado casi exclusivamente en el hospital la semana anterior. Sólo había ido a casa a cambiarse de ropa.
En una ocasión, Sanna le había pedido que le llevara las viejas fotos. Fotos de Lahti, donde se habían conocido hacía seis años, en un gélido invierno, cuando ambos eran espectadores de una carrera de esquí de fondo. Él apenas se había reconocido en las fotos, y ella se había reído al verle irritarse con su peinado, el pelo largo hasta los hombros, la gorra azul en punta. Estaba ridículo, había dicho él, y ella le había explicado que sus cabellos le habían gustado especialmente entonces: «Quién sabe si me habría fijado en ti sin esos pelos, y sobre todo sin la gorra».
Recordó su sonrisa, y que ella había apretado su mano con fuerza. Al día siguiente empezó a fantasear y preguntó, cada vez con más frecuencia, quién era él y dónde estaban.
Llenó el fregadero de agua caliente, sumergió los platos y empezó a abrir todas las ventanas de la casa. En la mesa de cristal del salón se hallaba la revista de modas que Sanna había leído por última vez, en el dormitorio la cama estaba sin hacer. Las mantas ocupaban a medias el suelo.
Se acordó de la noche en que ella le había despertado para decirle que debían ir al hospital, porque tenía unos dolores insoportables. Él se dio cuenta de que ella quería llorar, pero no pudo, sólo acertó a sonreír trabajosamente, y de pronto él supo con absoluta certeza que ella iba a morir pronto, que los médicos tenían razón y ya no había esperanza. Durante el viaje al hospital, ella se sentó en silencio a su lado y se tragó los dolores.
Él había tenido la sensación de conducir hacia el vacío total.
En el salón, abrió las puertas de la terraza, se sentó en el respaldo del sofá y pensó que ahora ese vacío estaba allí, un vacío integral, definitivo. Se quedó sentado un rato, luego fue a la cocina y llenó un vaso de agua. Cuando fue a llevárselo a la boca, advirtió que le temblaban las manos. Dejó el vaso, apoyó las manos sobre la mesa y tensó los músculos y los tendones para controlar el temblor.
Por la ventana de la cocina vio a Pasi y Liisa Laaksonen, un matrimonio anciano que vivía en la casa de al lado. Bajaban al lago, como todos los días a esa hora. Pasi llevaba la caña terciada al hombro, Liisa la cesta marrón claro para los peces que su marido siempre sacaba del agua, asombrosamente sin esfuerzo alguno. Los dos lo vieron detrás de la ventana y saludaron. Él no reaccionó.
Bajó la vista y contempló las perlas que explotaban en el vaso de agua. Por su estómago se extendió poco a poco una sensación de entumecimiento, que siguió recorriéndolo hasta que todo el cuerpo quedó aturdido.
Al cabo de un rato fue al salón, tomó el teléfono y marcó el número de Merja y Jussi Sihvonen, los padres de Sanna. Interrumpió la composición del número en el último dígito, colgó el teléfono y respiró hondo.
Los padres de Sanna habían estado con ella el día antes de su muerte, y habían anunciado que volverían el próximo fin de semana. Recordó la cariñosa y cansada mirada con la que Merja había contemplado a su hija, y los desvalidos intentos de animarla de su padre. Los padres de Sanna vivían en las cercanías de Helsinki, a unas dos horas de coche de Turku. Al principio, Kimmo Joentaa no comprendió que durante las pasadas semanas ellos no se hubieran tomado un permiso para poder estar todo el tiempo junto a su hija. Tan sólo poco a poco pudo darse cuenta de que no entendían, o no querían entender, la gravedad del estado de Sanna.
Especialmente Jussi Sihvonen se había cerrado desde el principio a la idea de reconocer su enfermedad como un hecho. Inicialmente se empeñó en que aquél era un diagnóstico erróneo, criticando primero a los médicos y luego a todo el sistema sanitario. Resultaba impensable que Sanna padeciera la enfermedad de Hodgkins, era una imposibilidad estadística. Esa enfermedad sólo la sufrían hombres, se había informado. Luego, cuando el estado de Sanna empeoró, cuando la quimioterapia hizo visible la enfermedad, intentó siempre y por todos los medios forzar el buen ambiente mientras Merja sostenía la mano de Sanna, le hablaba y sonreía sumido en una especie de letargo abstraído. Joentaa se había enfadado algunas veces con el padre de Sanna, pero cuando pensaba en Merja y Jussi, en su espanto y en sus desvalidos esfuerzos por superar la catástrofe, tan sólo sentía una profunda tristeza.
Se detuvo un instante y volvió a marcar. El estómago se le contrajo al oír la agotada y ronca voz de Merja al otro lado de la línea.
—Soy Kimmo —dijo.
—Kimmo, qué alegría oírte. ¿Cómo está Sanna? —dijo en voz baja.
—Merja…, se acabó…, falleció ayer por la noche —quiso pronunciar la frase de forma tranquila y clara, pero la voz se le quebró a mitad de camino. Pasaron algunos segundos. Merja no respondió nada, y en los pensamientos de él resonaron las palabras que acababa de decir.
—No tuvo dolores —dijo, cuando la pausa se prolongó.
—Pero si íbamos a ir a veros este fin de semana, tú sabes que íbamos a ir —exclamó Merja, y mientras Kimmo buscaba palabras tranquilizadoras, de consuelo, empezó a gritar y a llorar. Joentaa oyó la voz de Jussi, primero baja, luego directamente en la línea.
—¿Qué ha pasado, Kimmo? —preguntó agitado, y Joentaa repitió lo que le había dicho a Merja. Otra vez se le quebró la voz, y otra vez la frase resonó irreal como una ola en sus pensamientos. Jussi calló, pero Joentaa tuvo la impresión de sentir su horror a pesar de la distancia.
Al fondo, la madre de Sanna lloraba a empellones.
—Ahora tienes que ocuparte de Merja —dijo Joentaa, pero Jussi siguió callado.
—Ayer por la noche… —dijo muy despacio, al cabo de un rato—. Ayer por la noche, has dicho…
—Sí, ayer por la noche, poco después de las tres —repuso Joentaa.
—Es una mala noticia… —dijo Jussi, más a sí mismo que a él—, una muy mala noticia…
—Ahora deberías ocuparte de Merja —volvió a decir Joentaa—. Volveré a llamar esta noche.
—Hazlo, Kimmo —dijo Jussi Sihvonen, pero Joentaa seguía teniendo la impresión de que no se enteraba de cuanto le decía, porque no parecía comprender lo que había pasado.
—Hasta luego, Jussi —dijo Joentaa. Como el padre de Sanna no reaccionaba, colgó muy despacio. Se quedó mirando al exterior por la abierta puerta de la terraza y oyó a lo lejos las risas y gritos de los niños y su chapoteo en el agua.
Quizás eran los tres chicos del bote de remos, que habrían olvidado hacía mucho su encuentro matinal con él y su extraña conducta. Trató de imaginar cómo superarían el shock Merja y Jussi Sihvonen, y esperó que Jussi tuviera la presencia de ánimo necesaria para llevar a Merja a un médico. Consideró un instante la posibilidad de volver a llamar, pero desechó la idea. Se sentía aliviado por haber dejado atrás la conversación con tanta premura.
Salió al aire libre y se apoyó en la tumbona en la que Sanna había pasado las tardes desde hacía meses, envuelta en mantas de lana. Ya en abril había reclamado con insistencia el derecho a sentarse al aire libre. Había rechazado con disgusto su indicación de que hacía demasiado frío con la sencilla constatación de que ya estaban en primavera. El frío se había mantenido, uno de los veranos más fríos que podía recordar, y en la noche anterior al primer día realmente caluroso Sanna había muerto.
Recordó el momento en el que la enfermera encendió la luz y él vio el rostro de Sanna. Presentaba el mismo aspecto que en las muchas noches en las que lo había contemplado mientras ella dormía.
Empezó a formar, contra su voluntad, la idea de que realmente sólo estaba dormida, hacía mucho que había despertado y se preguntaba dónde estaba él. Sabía que tal pensamiento era erróneo, intuía que era peligroso, y quiso sacudírselo, mas no lo logró. La idea le atormentaba y, al mismo tiempo, aliviaba el sordo dolor.
Se levantó, tomó la llave y condujo hasta el hospital.
Durante el viaje, imaginó que Sanna le sonreiría cuando abriera la puerta de su cuarto. Cuando bajó del coche en el hospital, la imagen ya casi había desaparecido, pero se esforzó en retenerla mientras entraba al macizo edificio blanco y subía al segundo piso en el ascensor. Se dirigió rápidamente al cuarto en el que Sanna había estado, pero en su cama había una anciana que le miró interrogativa cuando se precipitó en la habitación. Se volvió, recorrió el pasillo, preguntó por Rintanen a un joven celador con el que se cruzó y le dijeron que el médico libraba hoy.
—Estoy buscando a mi mujer —dijo—. Sanna Joentaa, estuvo en la habitación 21 hasta ayer.
—Ella… por lo que sé… murió ayer —dijo inseguro el celador.
—Eso ya lo sé —repuso desabrido Joentaa—. Me gustaría saber dónde está. Quiero ir con ella.
—No sé… si eso es posible —dijo el celador, y miró en torno suyo buscando ayuda—. Preguntaré. Un momento —se volvió y caminó en dirección al control de enfermería. Joentaa le miró irse. Poco después, la robusta enfermera que durante la noche había acudido al lecho de Sanna y no había mostrado emoción alguna se dirigía hacia él. Se detuvo al llegar a su altura y le miró, fijando la mirada.
—Su esposa se encuentra en el depósito —dijo sin rodeos—. No es lo habitual, pero si lo desea puede verla.
—Quiero ir con ella —dijo Joentaa.
La enfermera le clavó una mirada penetrante, luego le indicó con la cabeza que la siguiera. Bajaron al sótano en ascensor. Joentaa miraba fijamente a la pared mientras descendían. La enfermera le precedió con paso seco. El local al que le guio era más pequeño de lo que había esperado.
Sanna se hallaba tendida en una camilla junto a una pared lateral, su cuerpo estaba cubierto con un paño verde pálido. La enfermera se acercó a la camilla y le miró antes de levantar el paño.
Él sólo sostuvo la mirada un momento. El rostro de Sanna le pareció amoratado e hinchado. No era su rostro, pero lo reconoció.
Se apartó instintivamente y se oyó gritar. Sintió que caía al suelo, y vio por un rincón de su campo de visión a la enfermera sobresaltarse y correr hacia él.
—Está bien —dijo, mientras ella intentaba incorporarle. Se soltó y caminó vacilante en dirección a la puerta. Se libró de la enfermera y subió corriendo las escaleras. La enfermera gritó algo a sus espaldas, pero él no quería oír nada.
Cuando estuvo al aire libre, respiró hondo. Sudaba. Dos jóvenes sentadas en un banco en la gran explanada lo miraron a escondidas y rieron entre dientes.
Mientras conducía hacia casa, trató de dejar claro ante sí mismo que Sanna estaba muerta, y que desde entonces ese hecho iba a determinar su vida.
Pasi y Liisa Laaksonen lo saludaron de lejos cuando bajó del coche. Él hizo como si no los viera, y se apresuró a entrar en la casa. Se apoyó contra la puerta, cerró los ojos y trató de no pensar ni sentir nada.
Se estremeció cuando sonó el timbre. Por la ventana de la cocina, vio a Pasi y Liisa Laaksonen de pie en el descansillo de la escalera. Liisa bamboleaba expectante su cesto de madera.
Fue a la puerta y abrió.
—Sorpresa —gritó Liisa, y le mostró la cesta con los pescados.
—Han picado muy bien hoy —dijo Pasi Laaksonen, y Joentaa vio el orgullo en sus ojos—. Hemos pensado en traer algo…, su esposa siempre se alegra…
—Muchas gracias —dijo Joentaa. Pasi le entregó una lámina de papel aluminio, cuidadosamente envuelta, en la que había dos truchas.
—Sanna… murió ayer por la noche —dijo Joentaa.
Los dos se le quedaron mirando. Creyó ver cómo la noticia penetraba lentamente en sus conciencias. Guardaron silencio largo rato.
—Kimmo, eso es… terrible —dijo al fin Liisa Laaksonen; Pasi asintió con la boca abierta.
Joentaa experimentaba la sensación de tener que decir algo, pero no sabía qué. Se apartó.
—Hasta pronto —dijo, antes de cerrar la puerta.