Bajó la ventanilla y sacó la cabeza al viento de la marcha. Alzó la vista al claro y negro cielo y se imaginó que descendía lentamente sobre él.
Era un bello pensamiento, un pensamiento eufórico.
No tenía miedo. Nunca volvería a tener miedo.
Se estiró hacia las pequeñas estrellas amarillas y las estrujó en sus manos.
Describió eses. Un coche le adelantó pitando.
Pensó en el policía con el que había hablado esa tarde. Había representado su papel sin esfuerzo alguno. Se sentía aliviado de que fuera tan fácil.
Nadie entendería nunca quién era en realidad.
Rio. Apretó a fondo el acelerador y se vio una vez más corriendo por el largo pasillo del albergue juvenil.
Estaba oscuro.
Flotaba.
Había esperado largo tiempo en un aparcamiento junto al río.
Había esperado hasta que comprendió que era invisible e intocable.
Se había tragado el miedo y cambiado de mundo. Había metido el paño con el cloroformo en una bolsa de plástico, para disminuir el olor.
En el pasillo, había sonreído a rostros que le habían rozado sin interés. Había abierto puertas. En algunas habitaciones reinaba una calma total. Se había acercado cautelosamente y había contemplado los rostros de los durmientes.
Había sido infinitamente poderoso.
En una habitación, unos chicos jugaban a las cartas y le habían preguntado sin amabilidad qué quería. Él se había echado a reír. «Perdón, no volverá a ocurrir», había exclamado, para dejar claro que sólo estaba gastando una broma tonta.
En algún sitio se oía música de rock.
Nadie le había prestado atención.
Finalmente, le había encontrado. Había sido cuestión de tiempo.
Por una rendija entre las cortinas había visto la guadaña de la luna.
Se había detenido largo tiempo junto a su cama, inhalando sus regulares respiraciones.
Estaba tan tranquilo. Tan alto.
Esperó pacientemente hasta sentir que lo haría, sin pensar.
Había anestesiado al hombre dormido. Le había quitado la almohada de debajo de la cabeza y la había presionado sobre su rostro.
Había cerrado los ojos.
Cuando estuvo seguro de que todo había terminado, aflojó la presión.
Había cogido el cubilete, que estaba en la mesilla de noche.
Se había dado la vuelta y había caminado por el pasillo oscuro hacia la tierra de nadie.
Había gritado su euforia. El miedo, estridente y amarillo, se había desvanecido en mil chispazos.
Era inmortal.
Era la muerte.