Hacia el mediodía llegó por fax una felicitación del grupo parlamentario del político agredido. Nurmela estaba entusiasmado. Los muertos de Naantali y el albergue ya no representaban ningún papel, como si nunca hubieran existido. Nurmela parecía deducir de la euforia general que de alguna manera también esos casos se solucionarían por sí mismos. La prevista reunión relativa a los dos crímenes fue, primero, aplazada debido a algunas entrevistas en televisión y, finalmente, olvidada por completo.
Grönholm disfrutó, en su áspera impasibilidad, del canto de alabanza entonado por Nurmela respecto a él.
Ketola se fue temprano a casa.
—Sí, tómate el día libre, te lo has ganado —dijo Nurmela, al que evidentemente no inquietaba que los móviles de la autora del atentado permanecieran en la oscuridad.
Joentaa y Heinonen se esforzaron durante toda la tarde en llegar hasta la mente de la mujer, sin éxito. Decía que Sami Järvi era una mala persona. Había tenido que hacer algo contra él.
Grönholm había mantenido conversaciones preliminares con vecinos de la mujer, que habían sacado poco a la luz. Se llamaba Mari Räsänen. Vivía muy retirada con su madre. Nadie parecía haberse interesado especialmente por ellas. La madre aún no había aparecido.
Grönholm relató que la casa de tres dormitorios de las dos mujeres estaba atiborrada de plantas verdes y flores. Se llevó el índice a la sien y dijo que la mujer estaba «sencillamente pirada».
Joentaa le miró y se preguntó por qué Grönholm se tomaba todo el asunto tan a la ligera. Por qué a todos les parecía normal que esa mujer hubiera disparado a un político. A todos menos a Ketola, que se había ido a casa desanimado, antes de terminar la jornada laboral, por primera vez desde que Joentaa trabajaba con él.
Heinonen se hallaba sentado frente a la mujer, y le hacía preguntas con toda la paciencia de que era capaz. Joentaa estaba al borde de la sala, y observaba a Mari Räsänen, que susurraba las respuestas con voz débil y temblorosa. A veces sonreía arrobada, como si estuviera en otro mundo. Por un momento, Joentaa pensó en el joven que tocaba el piano en el café del museo de los artesanos.
Heinonen averiguó que Mari Räsänen tenía cuarenta y dos años, que su madre trabajaba en una lavandería aunque ya se acercaba a los setenta, y que Sami Järvi quería quitarles su dinero.
—Tenía que hacer algo contra él —dijo.
A primera hora de la tarde, Heinonen perdió la paciencia.
—Ya no puedo más —dijo cuando estuvieron en el pasillo.
Joentaa asintió y dijo que seguiría un rato él solo. Se quedó allí, indeciso, cuando Heinonen se fue. Contempló a la mujer por la ancha ventana. Estaba sentada tranquilamente en su silla, y murmuraba. De vez en cuando, sacudía la cabeza de golpe, con decisión.
Joentaa volvió sobre sus pasos. Se sentó frente a la mujer y volvió a encender la grabadora. Trató de establecer contacto visual, pero la mirada de la mujer pasaba de largo ante la suya.
—¿Qué pensaba mientras se dirigía al señor Järvi, en la plaza del mercado? —preguntó. La mujer no respondió, pero volvió la mirada en dirección a él.
—¿Puede recordar el momento en que disparó sobre él?
La mujer se limitó a mirarle.
—¿Vio cómo caía al suelo?
La mujer le miró fijamente.
Joentaa dejó de entender sus propias preguntas.
La mujer preguntó en voz baja por qué aún no había venido su madre.
Joentaa se fue a casa. En el centro se quedó atrapado en el tráfico. Había leído hacía poco que no había en Finlandia un lugar tan contaminado por los gases de escape como la Aninkaistenkatu, la ancha calle que atravesaba Turku. Por otra parte, muy probablemente no había otro país que tuviera tan pocas grandes ciudades y tantos árboles y lagos.
Se sintió aliviado al dejar la ciudad tras de sí. Encendió la radio y oyó una música plana que no le gustó, pero la dejó correr.
Aparcó el coche a la sombra del manzano y miró hacia la casa, tendida al sol del atardecer, que ya no era su casa.
Pensó que sin Sanna ya no tendría casa en ninguna parte.
Se acordó de la sonrisa del corredor de fincas, que había piropeado a Sanna.
Se acordó de la risa de Sanna.
Bajó. Mientras se dirigía hacia la casa, volvió a sentir el impulso de salir corriendo. Sintió el impulso y tuvo, al mismo tiempo, miedo de él.
Se imaginó que corría y se precipitaba en la nada.
Cerró la puerta a regañadientes y entró al pasillo.
Esperaba que Jussi y Merja no estuvieran allí. Esperaba que simplemente se hubieran ido y nunca más volvieran.
No quería ver su dolor, que le hacía ver que Sanna ya no estaba allí.
Imaginó que Sanna podría vivir mientras él negara su muerte y nadie se la recordara.
En la cocina estaba su madre, haciendo café.
Durante un instante irreal creyó que se trataba de un espejismo, y que también su madre había muerto.
—Kimmo —dijo ella—, no te he oído llegar —fue hacia él y le abrazó. Él retrocedió.
—¿Qué haces aquí? —preguntó—. Habíamos acordado que te llamaría.
Anita le acarició levemente la mano y sonrió.
—Ahora estoy aquí —dijo.
Así de fácil había sido siempre.
Pensó que habría debido enfadarse, y que ella había envejecido. Con hábiles movimientos, puso tazas en una bandeja, y él pensó que ella pronto moriría.
Ella le volvió la espalda. Se preguntó si le costaba trabajo mirarle.
Se preguntó qué pensaba, y si había llorado mucho desde su llamada. Estaba seguro de que había llorado, pero se tomaría todas las molestias para ocultárselo. Daría ánimos a todos, consolaría a todos, escucharía paciente y atentamente, sin ocuparse nunca de sí misma. Le preguntó dónde estaba el azúcar, y movió la bandeja en dirección al salón.
Cuando tendió sonriente la taza a Jussi y puso una mano sobre el brazo de Merja, él se alegró de que estuviera allí.
Se sentó en el sillón y esperó a que su madre dijera algo, pero no dijo nada. Mientras el silencio se alargaba, él notó cómo sus pensamientos perdían peso, hasta que empezaban a flotar.
En algún momento oyó a su madre hablar en voz baja con Merja. Merja respondió. No entendió lo que dijo, pero le alivió oírlas hablar.
Trató de imaginar el día en que Merja moriría. Se preguntó dónde estaría él ese día, y qué sentiría al enterarse de su muerte.
Pensó en la mujer de la casa azul y en el joven del albergue, que tenía la misma edad que él.
Pensó en Sven, y en que no iba a poder ayudarle.
Oyó, amortiguada, la voz tranquila de su madre.
Oyó el tintineo de las tazas.
Trató de imaginar el último momento de su vida y el primer momento posterior, que no habría.
Trató de imaginar un momento que no había.
En su cabeza zumbaba una melodía recurrente, que no sabía dónde había oído.