CAPÍTULO 2

El afinador esperó a tener la impresión de que reinaba un silencio absoluto, luego pulsó la tecla e inhaló el duro y errado tono. Cerró los ojos y vio el sonido, luminoso y amarillo, ante el negro telón de sus pensamientos. Un círculo amarillo, una estridente luna llena, que se encogió y desapareció cuando el sonido se hundió en el seno del silencio.

Abrió los ojos y miró el rostro de la señora Ojaranta, que traía café y le preguntó si se las arreglaba. Él asintió y se esforzó por componer una sonrisa.

En la taza que ella le alcanzó flotaba una luna amarilla y chillona.

Esperaba que la señora Ojaranta le dejara solo, pero se sentó y empezó a hablar. Le preguntó qué opinaba del piano, le contó que tenía un cuarto de siglo, herencia de sus padres.

Lo mismo que ya le había contado el día anterior.

Vio cómo sus palabras goteaban lentamente en dirección al suelo.

Era un buen piano, muy bueno, dijo, y ella asintió, sonrió, satisfecha con su respuesta. Contó que ella no tenía sentido musical, pero su hermana tocaba muy bien y se alegraría la próxima vez que viniera de visita.

Él sorbió su café, disfrutó del calor, del dolor en la lengua. Dio un gran sorbo, esperó ahogarse en la esfera lunar, pero se la tragó.

Por las puertas de cristal que llevaban a la terraza lucía el sol, y vio el polvo arremolinarse sobre las teclas del piano. Ocultó a la señora Ojaranta que aquel instrumento era ya imposible de afinar. Dijo que hacía un verano maravilloso, y creyó ver en sus ojos la esperanza de la eterna calidez.

Fuera, el cielo aparecía azul celeste sobre el verde césped.

La señora Ojaranta sonrió, se levantó y le deseó éxito. Él la miró hasta que desapareció de su campo de visión, luego volvió a pulsar la tecla, levemente; esperó a que la vibración del erróneo sonido se perdiera en la nada.

Trató de imaginar cómo sería sumergirse en esa tierra de nadie, pero no lo logró. Se quedó sentado unos minutos, luego se levantó y se dirigió hacia la ventana abierta. La señora Ojaranta regaba las flores en el jardín, se movía de forma rutinaria, fluida e indiferente.

Estaba seguro de que ella no estaba pensando.

Ella se agachó y arrancó una mala hierba del suelo húmedo. Él la miró trabajar un rato. Llevaba un bikini blanco, su piel era pálida. Él inhaló la imagen, cerró los ojos, los abrió y la vio morir.

La vio en agudos contrastes y estridentes colores, quemándose en una rápida sucesión de imágenes.

El sol era rojo y naranja y muy ardiente.

Se volvió y regresó a la sombra de la estancia, que percibió agradablemente fresca. Empezó a caminar: se dejó llevar, lentamente, por el largo pasillo hasta el luminoso y gran dormitorio, en el que había una ancha cama de madera, sábanas blancas, colchas y almohadas blancas, tiernas y frescas; las palpó cauteloso con los dedos.

De la pared del pasillo pendía un cuadro que le gustó, un borroso paisaje; todo se mezclaba en él, un lago con una montaña y el cielo con la luna.

Estuvo largo rato mirando el cuadro.

Luego bajó la escalera hacia el sótano, sintió conscientemente la frescura y la oscuridad. En la cocina se oía la lavadora, del tendedero colgaban vestidos, el agua goteaba en el suelo.

Respiró el aire húmedo y bochornoso.

En la sauna, escrupulosamente limpia, olía a madera mojada y gel de ducha. Aún estaba caliente, una toalla roja aparecía tirada en el segundo escalón del banco. Se imaginó a la señora Ojaranta, tumbada allí pocos minutos antes.

Junto a la sauna halló una gran bodega. Resistió el impulso de romper una botella y tragárselo todo, el vino y las esquirlas de cristal.

Volvió a subir, su paso se fue haciendo pesado y la luna que devoraba sus pensamientos más grande y más plástica.

Se dirigió al tablero de las llaves, en el pasillo, tomó unas cuantas llaves y buscó sin prisa la de la puerta de entrada. La encontró enseguida, y se la guardó en el bolsillo del pantalón.

Inhaló el poder.

En el salón, elegantemente amueblado, palpó los lomos de los libros y encontró una edición casi intacta, nueva y reluciente, de la epopeya del Kalevala. Vio a la señora Ojaranta por la puerta abierta de la terraza: estaba a la luz del sol y le daba la espalda.

Sacó el libro de la estantería, hojeó con seguridad hasta el canto 49 y leyó cómo Ilmarinen forjaba, en la total oscuridad, una nueva luna, un nuevo sol, una luna de oro, un sol de plata…

Devolvió el libro a la estantería, miró fuera y encontró los ojos de la señora Ojaranta, que le sonreía.

—Siga leyendo —gritó, entró en la sombra de la habitación y se secó el sudor de la frente.

Él vio las perlas en sus mejillas.

—He terminado —dijo mecánicamente, y el rostro de ella se iluminó aún más. Se acercó al piano y tocó una tecla. Sonaba mucho mejor, mucho más claro, dijo. Él asintió, gozando al saber que el sonido era tan erróneo como antes. Ella dijo que había hecho un buen trabajo, y él le dio las gracias.

Sintió que las sombras caían sobre ellos, ahora sólo veía los contornos del rostro de ella.

Fuera el sol ardía, rojo oscuro.

El miedo se hallaba ahora muy presente.

La señora Ojaranta le dio dinero. Él se despidió y salió, titubeando, al exterior. La calle se fundía ante sus ojos, pero a su lado era gris y dura. Caminó con cautela hasta estar seguro de no hundirse. Se dirigió a su coche, rodeado por el viento tibio, cálido, y metió en la guantera la llave sustraída. Se notaba fría y pequeña al tacto, temió que su magia se hubiera extinguido. Se propuso olvidarla hasta la noche, olvidarla por completo, como si no existiera.

Mientras conducía, refrescó. El sol brillaba con un rojo delicado, tinto, el color que menos le gustaba, y que le indicaba que la ola del miedo iba a alcanzar su punto de inflexión.

Paró en un aparcamiento; a una mesa de madera se sentaban unos turistas, una pareja con dos niños pequeños. Hablaban en una lengua que él no entendió. Comían y reían, y él los vio morir. La imagen tinta se volvió azul y gris y gélida. Se concentró, aunque se resistía, en la breve agonía de los dos niños.

A los pocos minutos la imagen cedió. Los niños daban patadas a una pelota de plástico, el matrimonio recogía los restos de la comida.

Se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Quiso dormir largo tiempo, y esperó que su deseo se hiciera realidad.

Ahora sabía que no era él mismo, y ese pensamiento le tranquilizó. Empezó a ver con claridad las próximas horas, y sintió que la conciencia de tener la llave en la guantera le daba fuerzas.

Ahora se sentía confiado, y tenía la impresión de que todo era normal, todo era correcto e inevitable.

Poco antes de dormirse, constató aliviado la llegada de la inconsciencia, que aturdía el miedo, antes de vencerlo durante la noche.