CAPÍTULO 19

Mientras se dirigía a comisaría, pensó en la conferencia de prensa que Nurmela había fijado para las doce, y en que no estaba preparado.

Al llegar, se quedó un rato sentado en el coche y se esforzó en recordar todo lo que sabía sobre la mujer muerta en Naantali. No lo logró.

Trataba de ver a Laura Ojaranta y veía a Sanna.

Bajó del coche para estrangular ese pensamiento.

Caminó con pasos lentos hacia el edificio de ladrillo marrón y se imaginó que salía corriendo y gritando. Quería correr hasta perder el sentido por el agotamiento.

Al pie de la escalera había dos hombres, hablando excitadamente por sus móviles. Cuando se acercó, vio que los conocía. Dos periodistas que, en las conferencias de prensa, gustaban de poner en apuros a Ketola con preguntas incómodas y ofensivas. Sobre todo el más joven, Markus Helin, cuyo descaro disgustaba a Joentaa, lo mismo que el tabloide urbano Illansanomat, para el que Helin trabajaba.

Helin le sonrió ya desde lejos.

—Esto sí que es de veras una noticia —dijo cuando Joentaa pasó ante él.

Joentaa no entendió qué quería decir. Creyó por un momento que Helin aludía a la muerte de Sanna y quería hacerse el gracioso, pero enseguida desechó la idea por absurda.

Subió en el ascensor al quinto piso y fue a darse de bruces con Grönholm, que parecía muy excitado.

—Lo tenemos —dijo.

Joentaa se sobresaltó.

Sólo entendió su reacción al cabo de unos segundos.

—Lo tenemos —volvió a decir Grönholm—. Al autor del atentado, el que disparó contra Sami Järvi. Deberías ver a ese malo, merece la pena —sólo entonces Joentaa se dio cuenta de que Grönholm sonreía, de que estaba de un humor excelente.

Se limitó a asentir y seguir su camino.

—En la sala de interrogatorios —le gritó Grönholm.

Asintió, ausente.

En un primer momento, había creído que Grönholm se refería al asesino de Laura Ojaranta y Johann Berg. La idea de que el autor había sido atrapado le había sobresaltado, le había dado miedo. Con el asesino desaparecería también el enigma que le protegía del vacío definitivo.

En la ancha ventana del cuarto de interrogatorios estaba Tuomas Heinonen. Por el cristal salía la aguda voz de Ketola.

—¿Qué se había creído? —gritaba.

Joentaa llegó junto a Heinonen, que sonreía en silencio.

El autor del atentado, al que habían estado buscando cientos de policías, que había presidido las noticias y del que se había hablado en toda Finlandia, era una lánguida mujer de cortos cabellos, con gafas y un bolso que mantenía aferrado sobre su regazo mientras Ketola le gritaba.

Joentaa no entendía qué era lo que Grönholm y Heinonen encontraban tan divertido.

—¿Ha dicho algo? —preguntó.

Heinonen se encogió de hombros.

—Le falta un tornillo —dijo—. La mayor parte del tiempo calla, y cuando dice algo no son más que tonterías.

Ketola se había puesto en pie. Se puso detrás de la mujer y se inclinó sobre su hombro.

—Si no dice algo sensato dentro de diez segundos le parto la cara —dijo, y se volvió. En un primer momento, Joentaa creyó que había oído mal. Se volvió hacia Heinonen, que alzó las cejas.

Ketola estaba en un extremo de la sala y contaba:

—Uno, dos, tres, cuatro…

La mujer estaba sentada, encogida, en su silla, y no parecía entender lo que ocurría a su alrededor. Llevaba un vestido pasado de moda, que a Joentaa le recordó las películas costumbristas que hacían llorar a su madre, hacía ya muchos años.

Ketola contó. Al llegar a diez se detuvo un momento, luego se lanzó sobre la silla de madera y empezó a sacudir el respaldo hasta que la mujer cayó al suelo. Ketola le dio una patada en la espalda.

—¡Hable! —gritó.

Joentaa quedó petrificado. Durante algunos segundos miró la escena como si se tratase de un sesgado e incomprensible sketch, que nada tenía que ver con la realidad. Luego, salió de su estupefacción y entró corriendo a la sala de interrogatorios. Ketola estaba agachado sobre la mujer, que tenía los ojos cerrados y murmuraba algo en voz baja. Joentaa sujetó a Ketola. Quiso llevarlo hacia la puerta, pero Ketola se soltó, le cogió por el cuello de la camisa y lo lanzó contra la pared.

—¿Qué hace usted aquí? —gritó.

—Tranquilícese —balbuceó Joentaa. Vio a Heinonen, mirando por la ventana con la boca abierta, completamente atónito—. Tranquilícese —repitió Joentaa. Se esforzó en hablar de forma clara y penetrante, y se obligó a mirar directamente a los ojos a Ketola. Notó, aliviado, que las manos aflojaban la presión en el cuello. Ketola eludió su mirada y pareció despertar lentamente. Volvió a agarrarle, luego le soltó y se derrumbó. Se quedó en pie con los hombros caídos delante de él. Joentaa se dio cuenta de que luchaba por hallar las palabras.

—Hablaremos más tarde —dijo Ketola al cabo de un rato, en su viejo tono de impartir órdenes, pero con la cabeza baja.

Se fue sin mirarle.

Joentaa cerró los ojos y se preguntó si todo había pasado. Si podría seguir trabajando con Ketola después de este incidente. Se preguntó qué había sucedido en realidad, por qué había sucedido y si se había portado del modo correcto.

La mujer seguía tumbada en el suelo, gimoteando.

—Es una mala persona… —murmuraba.

Joentaa se acercó y trató con cuidado de incorporarla.

—Ya pasó —susurró, en tono tranquilizador, cuando ella se resistió—. Tranquila, todo va bien.

La mujer se dejó alzar hasta la silla. Cuando sus miradas se encontraron, le miró con aire inquisitivo.

—¿Todo en orden? —preguntó Heinonen, que de pronto se hallaba detrás de él, con la cara roja, sin aliento. En el marco de la puerta estaban, indecisos, dos policías uniformados.

—Creo que sí —dijo Joentaa. Asintió titubeando y no pudo por menos de echarse a reír, sin saber de qué. Quizá por la cara de Heinonen, o por la necia pregunta que le había hecho.

—Ketola parece estar perdiendo la cabeza —dijo, desvalido, Heinonen.

Joentaa respiró hondo y se obligó a poner fin a esa risa insensata.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Heinonen.

—No lo sé —Joentaa hizo a los dos uniformados una señal de que se quedaran con la mujer, y sacó a Heinonen de la habitación.

—¿Qué es lo que está pasando aquí? —preguntó cuando estuvieron en el pasillo. Heinonen no entendió la pregunta—. Quiero decir, ¿de dónde ha salido esta mujer? —precisó Joentaa.

—Grönholm la detuvo esta mañana. Estaba haciendo en el autobús la ruta entre la plaza del mercado y Paattinen. Ya sabes que teníamos aquel dato de que el autor del atentado había huido en un autobús…

Joentaa asintió.

—Esa mujer iba en el autobús y le sonreía todo el tiempo. Él le preguntó si viajaba a menudo en ese autobús, porque pensó que quizá podría haber observado algo. Ella dijo que lo tomaba todos los días, y le invitó a tomar café en su casa. Y en la mesa del salón, Grönholm se encontró con una pistola, sencillamente puesta ahí…

Heinonen calló, como si ya estuviera dicho todo.

—Ajá —dijo Joentaa.

—Como es lógico, Grönholm se la trajo de inmediato.

—Entiendo —dijo Joentaa, aunque no entendía nada—. Y es realmente seguro que esta mujer…

—Karl Niemi parte de la base de que se trata del arma que buscamos. Y cuando Grönholm habló con la mujer de Sami Järvi, ella dijo algo así como que… era una mala persona, contra la que había que hacer algo.

Joentaa asintió.

—Aún no sabemos más —dijo Heinonen—. Hace como mucho una hora de todo esto. Grönholm está ahora mismo buscando parientes y amigos de la mujer.

Nurmela venía a buen paso hacía ellos.

—¿Dónde está Ketola? —preguntó—. La prensa aguarda. La conferencia empieza dentro de cinco minutos, y no quiero todos los elogios para mí solo —rio, cordial, satisfecho consigo mismo y con el mundo.

Heinonen iba a decir algo, pero se limitó a encogerse de hombros.

—Voy a buscarle —dijo Joentaa.

—Hágalo. Dígale que se ponga en camino enseguida. Están esperando ya, impacientes. Tengo que irme. Si Ketola no está allí dentro de cinco minutos, empezaré sin él. Por otra parte, dele mis mejores felicitaciones a Grönholm —alzó los pulgares para dar énfasis a sus palabras, les saludó con una cabezada y corrió al encuentro de su triunfo.

Joentaa pensó que Nurmela estaba al menos tan impaciente como los representantes de la prensa.

Pidió a Heinonen que prosiguiera con el interrogatorio de la mujer, y salió a buscar a Ketola. Lo encontró en su despacho. Estaba sentado, erguido, a su escritorio y miraba la pared.

—Nurmela le ruega que comparezca con él ante la prensa. Debe darse prisa.

Ketola no reaccionó.

Joentaa estaba frente a él. Bajó la vista hacia él y sintió que empezaba a sudar. Pensó que nunca podría sentirse bien en presencia de Ketola.

—Lo siento —dijo Ketola—. Perdí el control —seguía mirando hacia la pared, sin verlo.

—Debe usted irse —dijo Joentaa.

Ketola negó con la cabeza.

—Me quedo aquí.

Alzó la vista. Joentaa vio sorprendido que le sonreía, cansado y triste. Tenía los ojos enrojecidos. Joentaa se preguntó si había estado llorando.

—Siéntese, Kimmo —dijo Ketola. Joentaa titubeó, luego se sentó a su escritorio.

Esperaba que Ketola dijera algo, pero no dijo nada.

Estuvieron callados largo tiempo. Joentaa tuvo la sensación de que pasó una eternidad. En su cabeza se arremolinaban los pensamientos. Se relajó poco a poco. En algún momento, disfrutó del silencio. Se preguntó qué historia ocultaba Ketola. ¿Quién era en realidad el hombre con el que trabajaba cada día? Pensó en el chico que tocaba el piano en el café del museo de artesanía, y que había parecido realmente impresionado con la muerte de un estudiante sueco al que sólo había visto una vez. Pensó que el joven no tenía ni idea de lo profundamente que le había conmovido su forma de tocar. Se preguntó qué pasaba por la cabeza del chico mientras tocaba. Había muchas historias que no conocía y nunca conocería.

Pensó en Sanna.

Miró a Ketola, que miraba inmóvil al vacío.

Cuando Nurmela vino con dos botellas de champán y propuso, de buen humor, brindar por el éxito de sus indagaciones, los confusos pensamientos se dispersaron.

Joentaa vio que Ketola sonreía y se incorporaba con esfuerzo. Le rozó con una breve mirada que no supo interpretar. Pero tuvo la impresión de haber estado, en esos minutos de silencio, más cerca de Ketola que en todas las conversaciones que habían tenido.