Por la mañana fue hasta el museo de artesanía del Klosterberg. El sol parecía aún más brillante que los días anteriores, aunque hacía más frío.
Cuando bajó del coche y fue lentamente hacia las casas de madera, pensó que Johann Berg había visto el día anterior lo mismo que él veía ahora. Trató de imaginar lo que había sentido.
En la caseta de la caja se encontraba una joven, que le sonrió cuando se acercó. Mostró su placa y le preguntó si se acordaba de un grupo de viajeros procedente de Suecia. La mujer le preguntó por qué quería saberlo, y él dijo que un hombre había sido asesinado.
Vio en sus ojos curiosidad reprimida y falso horror.
—Es espantoso —dijo.
—¿Recuerda usted algo en relación con el grupo de viajeros? —preguntó Joentaa.
La mujer reflexionó, y al cabo de un rato negó con la cabeza.
—Simples viajeros de buen humor. —Calló. Joentaa creyó ver cómo evocaba los rostros de esas gentes y especulaba de manera febril con cuál de ellos había dejado de estar vivo—. Me limité a darles las entradas —dijo—. Vesa los guio por las salas.
—¿Vesa?
—Creo que está en la cafetería —dijo ella, y señaló hacia la mayor de las casitas de madera, en la que se habían instalado un kiosco con postales y un café—. Vesa es nuestro chico para todo —dijo sonriendo la mujer—. Sobre todo, está increíblemente al tanto de la historia de las casas y de los oficios artesanales.
Joentaa asintió, dio las gracias y fue hacia la casa, en la que un día había estado con Sanna, tomando té y pastel de manzana. Había sido en invierno, nevaba en gruesos copos, y Sanna había dicho que no había que ir muy lejos para ver cosas bellas.
Tuvo que agacharse para no darse en la cabeza al entrar. Se preguntó por qué la gente de los siglos pasados era mucho más bajita, y se acordó de que había pensado eso mismo cuando estuvo allí con Sanna.
Oyó música, una melodía que le gustó enseguida.
La estancia se hallaba en sombras. Por la ventana entraban dos estrechos y vivos rayos de sol. Una camarera con delantal blanco le llevaba café a un anciano. El hombre leía el periódico. Alzó brevemente la vista al entrar Joentaa. La camarera le saludó y le preguntó dónde quería sentarse.
—Busco a Vesa —dijo Joentaa.
—Vesa está tocando —la mujer sonrió y señaló en la dirección de la que venía la música. Sólo entonces Joentaa vio el piano al borde del local, y a un joven con el pelo hasta los hombros que golpeaba las teclas con la cabeza baja y los ojos cerrados.
Iba enteramente vestido de negro.
Joentaa fue hacia él y sintió que la suave melodía le tranquilizaba.
—Toca usted muy bien —dijo.
El joven alzó la vista con parsimonia.
—Muchas gracias.
—Me llamo Kimmo Joentaa. Soy policía —mostró su identificación. El joven le miró, con expresión interrogativa. Joentaa tuvo la impresión de que aún no había vuelto a la realidad, de que venía lentamente hacia él desde otro mundo, y deseó saber tocar un instrumento. Deseó estar en condiciones de construir un mundo alternativo con la música.
—¿Qué melodía es ésa? —preguntó Joentaa. El joven le miró fijamente y pareció no comprender—. Me refiero a la que estaba tocando…
—Ah, cualquier cosa. Siempre toco cualquier cosa. La mayoría de las veces las melodías se parecen, porque no sé leer las partituras —sonrió—. Pulso aquellas teclas de las que sé que su sonido es bello.
Joentaa asintió.
—Lo hace usted muy bien.
El joven bajó la cabeza y siguió tocando, titubeante. Joentaa tuvo la sensación de que se alegraba con el elogio.
—¿Es usted Vesa?
—Sí. Vesa Lehmus.
—Usted guio ayer a un grupo de viajeros por las estancia de los artesanos.
—Varios, incluso. Cinco en total.
—Me refiero a un grupo de turistas suecos. Jóvenes, estudiantes. ¿Los recuerda?
—Sí. fue el primer grupo, por la mañana.
—¿Le llamó… la atención algo, algo inusual?
—¿A qué se refiere?
—Un miembro de ese grupo… ha sido asesinado —Joentaa se detuvo y esperó una reacción, pero no la hubo. Los ojos del hombre se mantuvieron vacíos, como si no entendiera.
—¿Cómo es posible? —preguntó.
—Esperaba que tal vez usted pudiera ayudarme… que hubiera observado algo… sé que es improbable…
—¿Quién ha muerto? —preguntó—. Los recuerdo muy bien a todos.
—¿Nada le llamó la atención?
Negó con la cabeza.
—¿Quién ha muerto? —volvió a preguntar.
—Lo siento, pero no puedo darle información más precisa —dijo Joentaa.
El joven asintió lentamente y guardó silencio durante largo rato.
—Es muy triste que uno de ellos ya no viva. Todos parecían muy agradables —dijo al fin.
Joentaa asintió.
Todavía se quedó un rato de pie, mientras el joven volvía a tocar, dubitativo al principio, luego más decidido. Joentaa vio que cerraba los ojos y se perdía en la melodía.
Le envidió.
Cuando se despidió, Vesa Lehmus alzó un instante la cabeza y le sonrió.