Joentaa oyó el sonido agudo a lo lejos. Quiso despertar, pero no pudo. El sueño le apretaba con fuerza contra el fondo de un sueño que no entendía.
Era un sueño torturante.
Vio la superficie del agua, tan lejos que estuvo seguro de ahogarse.
Oyó una voz que le llamaba.
Cuando despertó, tenía un terror pánico a la muerte.
—¡El teléfono! —gritaba Jussi, inclinado sobre él y sacudiéndole.
—Qué…
—Llaman al teléfono.
Se puso en pie de un salto, se le doblaron las piernas. Jussi le tendió el auricular.
—Hola… aquí Joentaa —dijo él. Era Grönholm.
—Kimmo, lo siento, tienes que levantarte.
—¿Qué pasa? —preguntó Joentaa.
—Un joven ha sido asesinado. En el albergue juvenil…
—Qué…
—Ketola está completamente fuera de sí. No hace más que dar gritos.
—¿Qué es lo que ha pasado? ¿Sabéis ya algo?
—No mucho. Está claro que el hombre fue aturdido previamente. Olía a cloroformo. Y como lo más probable es que estuviera dormido, Laukkanen dijo que su muerte le recordaba la de la mujer de Naantali. La anestesia indicaría que el asesino consideraba la posibilidad de que la resistencia del hombre fuera mayor que la de la mujer.
Joentaa tuvo la sensación de que el suelo se hundía bajo sus pies.
Miró a Jussi, de pie junto a él, confuso y con gesto preocupado.
—Enseguida voy —dijo—. ¿En el albergue juvenil? ¿Sigue siendo el viejo, el de Aurakatu?
—Sí.
—Hasta ahora —colgó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Jussi, siguiéndole mientras él buscaba su ropa en la oscuridad.
—Enciende la luz, por favor.
—¿Qué ocurre?
—Un hombre ha sido asesinado en el albergue juvenil…, lo siento, debo irme enseguida —recogió su ropa y se vistió en cuestión de segundos. Vio a Merja de pie en el marco de la puerta del dormitorio—. Luego os lo explicaré todo —gritó—. Volved a dormir, por favor —se echó la chaqueta al brazo. Merja y Jussi le miraban atemorizados.
—Volved a acostaros —dijo, y salió al exterior.
El frío de la calle le sorprendió.
«El verano no es auténtico», pensó mientras corría hacia el coche.
Recorrió el estrecho sendero del bosque hacia la carretera general.
Pensaba en el fin de semana que había pasado en Turku, siendo estudiante. Fue un gran viaje para él y su clase de Kitee, así como su primera estancia en Turku. Se acordaba de las dos noches pasadas en el albergue, y de que uno de sus mejores amigos había estado en la litera situada encima de la suya con una chica que a él también le gustaba. Pensó que hacía mucho que no veía a ese amigo, y no sabía a qué se dedicaba hoy…, dónde vivía, si vivía.
Ya no sabía qué aspecto tenía aquella chica.
Pensó que hacía una eternidad de eso.
Pensó en Sanna.
El albergue se hallaba ubicado junto al Aurajoki, el río que dividía la ciudad. La zona estaba cortada. Unos policías de uniforme le saludaron. En la oscuridad no les reconoció, pero devolvió el saludo.
Abrió una ancha puerta y tuvo la impresión de entrar a un túnel. Recorrió un largo pasillo, hacia una luz y unas voces.
Niemi salió de la oscuridad.
—Hola, Kimmo —exclamó, y sonrió como si todo fuera de fabula.
—¿Puede alguien encender la luz? —era la voz de Ketola.
Cuando llegó a la habitación de la que salía la poderosa luz amarilla, de pronto vio que el pasillo estaba vivamente iluminado. Se volvió e identificó enseguida, al final del largo pasillo, a un hombre que ya conocía. Era el director del albergue de entonces, el mismo hombre, quince años más viejo, pero tenía el mismo pelo gris y el mismo rostro anguloso.
—Disculpen —dijo el hombre—. Alguien ha debido de apoyarse en el interruptor.
Joentaa asintió, y pensó por un momento que el hombre tenía que reconocerle.
—Disculpe —volvió a gritar el director del albergue, asombrado ante el silencio de su interlocutor.
Joentaa se dio la vuelta y miró hacia la sala de la que había salido la luz. Era un gran dormitorio.
Vio a Ketola, Grönholm y Heinonen de pie junto a una cama, sobre la que yacía un hombre. Ketola estaba hablando con Grönholm y Heinonen, y le saludó de pasada con la cabeza cuando se acercó.
Joentaa fue hacia la estrecha cama y bajó la vista hacia el cuerpo sin vida. Era un joven muy alto. Pensó en la mujer muerta en la casa azul y en que ese hombre era víctima del mismo asesino.
Estaba completamente seguro de que así era. Lo sabía.
En la mesita de noche, junto a la cama, había naipes y un móvil.
En el suelo aparecía un bolso de viaje cerrado, de color verde oscuro.
Oyó retazos de palabras.
—Esta mierda se va a acabar —decía Ketola.
Vio a Heinonen asentir torpemente.
—Vais a hablar con todo el mundo, y preguntaréis hasta que alguien cuente lo que ha pasado aquí —gritó Ketola, incontrolado.
Heinonen y Grönholm se fueron en silencio.
—Mire esto —dijo Ketola, cuando la mirada de Joentaa encontró sus ojos—. Es increíble —señaló al cadáver, a las otras camas, y sacudió la cabeza—. Este hombre ha sido asesinado mientras siete personas dormían junto a él.
Joentaa asintió. Iba a decir algo, pero calló, porque un rayo se había abierto paso por entre sus confusos pensamientos.
Por un momento creyó entenderlo todo.
Vio al hombre al que buscaba correr por un túnel.
—Si Laukkanen tiene razón y es el mismo asesino, tenemos que establecer una relación entre la mujer de Naantali y este hombre —dijo Ketola.
—¿Quién es?
—Johann Berg, sueco, veintinueve años, estudiante, se supone que músico, vive en Estocolmo. Tiene un hijo pequeño, que ahora, como todo el grupo, está sentado en la sala de desayunos y no comprende nada.
Niemi entró con dos colaboradores y empezó, brioso, a impartir instrucciones, totalmente despierto, impasible, impertérrito. Joentaa pensó que Niemi estaba loco, y que quería hablar con él de Sanna.
—El pequeño despertó, al parecer tras una pesadilla, y trató de despertar a su padre —Ketola quiso seguir hablando, pero se atragantó con la frase y carraspeó.
Joentaa sabía lo que quería haber dicho.
Que la verdadera pesadilla del niño había empezado en la realidad.
—Despertó a otro de los viajeros porque su padre no despertaba. Y éste vio que el hombre estaba muerto. Y que olía de una forma extraña, probablemente a cloroformo.
Un fotógrafo de la policía vino e hizo fotos, sin saludarles. Joentaa le miró y se preguntó si ese hombre estaba pensando en lo que hacía en ese momento.
—Por supuesto, esa gente está completamente trastornada —dijo Ketola, y al cabo de un rato continuó—: ¿Qué tiene que ver este sueco con la mujer de Naantali? —miró a Joentaa como si él tuviera que responder a la pregunta.
—No lo sé —dijo Joentaa.
—Hable usted mañana con Ojaranta. Si realmente se trata del mismo asesino, tenemos que establecer esa conexión…, claro, puede ser casualidad…
—No lo creo.
Ketola le miró con aspereza.
—¿Y por qué no?
—No lo sé.
Ketola se dio la vuelta, como si le pareciera absurdo seguir hablando con él. Salió al pasillo sin decir nada más.
Joentaa se quedó junto a la cama y contempló al joven, que pocas horas antes aún estaba vivo. Que se había dormido con la seguridad de despertar y seguir viviendo.
Vio el rostro inmóvil del hombre. Vio sus ojos cerrados y pensó que tras ellos ya no había nada, ni lo más mínimo.
Pensó en Sanna, y en que ya no existía.
Bajó la vista hacia el hombre, que tenía exactamente la misma edad que él.
Pensó en su arma, que estaba en casa.
Se preguntó si estaría en condiciones de apretar el gatillo.
Pensó que había considerado inmortal a Sanna.
—¿Dónde está la sala de desayunos? —preguntó a Niemi, que levantaba con sumo cuidado los objetos de la mesilla de noche.
—A la entrada, justo a la izquierda —dijo Niemi, y le sonrió como si quisiera darle ánimos.
Recorrió el largo pasillo, que ahora estaba inundado de viva luz eléctrica, que le dolía en los ojos. La sala de desayunos estaba más oscura, la débil luz venía de unas estrechas lámparas blancas que colgaban de las paredes.
Vio rostros petrificados.
Grönholm, Heinonen y alrededor de una docena de policías uniformados se hallaban sentados a las mesas anotando declaraciones. Tenían dificultades para hacerse entender en sueco o inglés. Ketola estaba al borde de la sala y hablaba sin parar al director del albergue, que sacudía sin cesar la cabeza en gesto de negativa.
Joentaa vio la escena como un cuadro.
A una mesa estaba sentado un chico que temblaba y lloraba. Una joven lo abrazaba. Joentaa fue hacia ellos y se sentó enfrente. Preguntó su nombre al chico.
El chico alzó la vista hacia él, la mujer estrechó su abrazo y apoyó la mejilla en su cabeza.
—Sven —dijo.
—Kimmo —dijo Joentaa, tendiendo la mano al chico—. Soy policía.
Al sentir la mano del chico, tuvo frío. La estrechó con fuerza, y deseó poder devolverle a su padre. Dejó que la mano escapara de la suya y pensó que no podría decirle nada, porque no había nada que decir.
Heinonen se acercó y pidió a la joven que prestara declaración. La mujer asintió y se levantó, cansada.
—Enseguida vuelvo —susurró a Sven. Hablaba finlandés de manera fluida. Joentaa miró a la mujer y captó una mirada suya. No supo si la había interpretado bien, pero se levantó, se sentó junto al chico y le tomó torpemente en brazos. Cuando el chico se hundió sin fuerzas en su regazo, él empezó a acariciarle la cabeza.
Miró a la mujer y comprobó, irritado, que le gustaba. Se forzó a apartar la vista y borrar esa idea.
Al cabo de un rato se sentía infinitamente lejos. Miró a Heinonen, que estaba cansado, y a Grönholm, que ocultaba a duras penas su impaciencia. Miró a Ketola, que gritaba al confuso director del albergue. Vio personas que no entendían lo que pasaba.
Imaginó que el tiempo se detenía, enseguida, ahora. La escena como cuadro, Ketola para siempre interrumpido en su bronca, el director para siempre perplejo, Heinonen cansado para siempre.
Si el tiempo se detuviera, él se sentaría para siempre al borde del cuadro y acariciaría la cabeza de Sven.
Miró a Ketola, que venía hacia él.
—Por supuesto, al buen hombre nada le ha llamado la atención —dijo—. No, no había nadie que se comportase de forma llamativa, no, todo era normal, no, no vio ni oyó nada, no, todo era como siempre, todo está en orden —Ketola encendió temblando un cigarrillo—. Todo es muy divertido aquí, ¿no le parece?
—¿Pudo un extraño entrar al edificio sin ser visto? —preguntó Joentaa.
—Claro que sí. Como he dicho, este hombre no ve ni oye nada. Se supone que cerró la puerta principal alrededor de la una. En cambio, uno de los huéspedes dice que a veces la puerta está abierta toda la noche —Ketola dio una calada al cigarrillo—. Aquí se alojan en este momento unos cien jóvenes, algunos de los cuales se quedan sólo una noche. Naturalmente, un rostro desconocido no llama la atención.
—¿Hay una lista de huéspedes? —preguntó Joentaa.
Ketola asintió.
—Heinonen la está revisando.
Grönholm vino y se sentó en la silla junto a Joentaa. Tras él venía la joven, que le sonrió débilmente al ver al chico tumbado en su regazo. Joentaa se dio cuenta en ese momento de que Sven se había quedado dormido. Sintió sus agitadas y cortas inspiraciones.
—Hasta ahora no hay nada en absoluto —dijo Grönholm—. Nadie ha visto nada. Se podría pensar que el hombre simplemente se durmió y ya no despertó.
Joentaa miró a Ketola, que inhalaba con ansia el humo del cigarrillo. Su rostro estaba pálido y desfigurado por la ira y el esfuerzo.
—El asesino tiene que ser muy audaz —dijo Joentaa al rato.
Grönholm asintió vagamente, Ketola pareció no escuchar.
—Como si se sintiera intocable —dijo Joentaa.
—Me importa una higa cómo se sienta. Quiero prenderle, nada más —gruñó Ketola.
Joentaa se tragó su irritación y apartó la mirada. Encontró los ojos de la joven, que estaba vacilante, de pie junto a él y le miraba.
—He intentado despertarle —dijo en voz baja—. Pero no se puede.
Joentaa asintió, y pensó que la mujer tenía un bello y luminoso rostro.
No entendió la idea, y la extinguió.
Se echó un poco a un lado, con cuidado, para no despertar al chico, y pidió a la mujer que se sentara junto a él.
—¿Viajaban ustedes juntos? —preguntó.
Se sumergió en sus ojos y pensó en Sanna.
La mujer asintió.
—En total somos ocho, todos estudiantes de Estocolmo. Queríamos seguir viaje a Tallin mañana.
—¿Cuándo se fueron a dormir?
—Hacia las once, creo. Yo estaba tumbada justo al lado de Sven y Johann —respiró hondo—. Se echó a reír cuando le deseé buenas noches, porque la cama era demasiado pequeña para él. Johann medía más de dos metros.
—¿Cuándo llegaron ustedes a Turku? —preguntó Joentaa.
—Hace dos días. Pero ya se lo he contado a uno de sus compañeros…
—Disculpe…, ¿le dice algo el nombre de Ojaranta, Laura Ojaranta?
—No —la mujer le miró con aire inquisitivo. Él respondió a su mirada y luchó contra el absurdo deseo de tocarla.
—¿Qué hizo usted durante el día? ¿Estuvo con Johann Berg?
—Sí, la mayor parte del día. A mediodía estuvimos en el museo de artesanía del Klosterberg. Johann estaba entusiasmado, y quiso entrar a toda costa en cada uno de los talleres. Estudia Historia de la Cultura. Luego pasó un rato solo con Sven. Creo que estuvieron en el puerto, querían hacer un recorrido en barca, no lo sé con exactitud.
Joentaa asintió.
—¿Tiene usted… alguna explicación para lo que ha ocurrido? —preguntó.
La mujer sacudió la cabeza.
—No hay ninguna —dijo.
Ninguna explicación…, lo mismo había dicho Ojaranta. Y Jonna Koivuniemi, la pintora del cuadro desaparecido.
Grönholm vino y preguntó, visiblemente nervioso, si podían conseguirle un intérprete.
—No sabía que mi sueco era tan catastrófico. Además, aquí hay un par de chicos franceses con los que hasta ahora no he podido cambiar una sola palabra.
—Yo hablo ambas lenguas —dijo la joven, y se levantó. El rostro de Grönholm se iluminó. Empezó a dictarle sus preguntas mientras caminaban. Joentaa los miró. Se estremeció cuando Sven empezó a hablar en sueños. No entendió lo que decía. Le acarició la cabeza y esperó que siguiera durmiendo, pero el chico se incorporó de golpe y le miró fijamente con los ojos muy abiertos, como si fuera un desconocido.
«Soy un desconocido», pensó Joentaa.
—¿Qué pasa? —preguntó Sven—. ¿Qué pasa?
—Te has quedado dormido —dijo Joentaa, y trató de retenerlo, pero Sven se soltó. Empezó a gritar. De pronto, todas las miradas se dirigieron hacia el muchacho, Joentaa fue tras él y vio que Grönholm y la joven se volvían, horrorizados. La mujer interceptó al chico y lo abrazó con fuerza, hasta que poco a poco fue tranquilizándose. Grönholm, normalmente tan decidido, siempre dueño de la situación, siempre con una frase descarnada en los labios, se quedó, indeciso y desvalido, en pie junto a ambos. Joentaa oyó que preguntaba por Laukkanen a uno de los policías uniformados, pero el forense ya se había ido.
Joentaa salió de su inmovilidad y preguntó al director del albergue si había una habitación individual.
—El chico necesita descansar —dijo cuando el hombre le miró fijamente sin comprender.
—Naturalmente. Venga —guio a Joentaa, a la joven y a Sven a una habitación doble sin ocupar en el desván del albergue, y explicó que era la habitación más tranquila de la casa.
Joentaa le dio las gracias. Fue a por la bolsa de viaje de Sven al gran dormitorio en el que su padre había sido asesinado. La habitación seguía bañada en luz de neón. Niemi palpaba la sábana blanca en la que había estado tendido el muerto.
—Acaban de llevárselo —dijo al captar la inquisitiva mirada de Joentaa—. Por desgracia, hasta ahora hemos encontrado bien poca cosa.
Joentaa asintió y, tras corta búsqueda, encontró la bolsa de Sven. Cuando regresó al cuartito del desván, Sven se había dormido. La joven se hallaba sentada en su lecho, le sostenía la mano y le miraba.
Joentaa se quedó en el marco de la puerta y pensó que en la noche de su muerte había estado mirando a Sanna como la mujer al chico.
Se acercó, con cautela.
—Le hará bien dormir —dijo. La mujer asintió, sin apartar la mirada del rostro del chico.
Joentaa acercó una silla y se sentó junto a ella. Observó los contornos de su rostro, que quedaba en sombras.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó al cabo de un rato.
—Annette Söderström.
Joentaa asintió, y luchó contra el impulso de hablarle de Sanna.
—¿Cuánto tiempo hace que conocía a Johann Berg? —preguntó.
—Mucho. Fuimos juntos al colegio.
Calló.
—No puedo comprender que esté muerto —dijo al cabo de un rato.
Él alzó la mirada, porque notó los ojos de ella clavados en él. «Espera que consiga que nada de esto haya ocurrido», pensó.
Rehuyó su mirada.
Pensó en Sanna, y se preguntó por qué quería hablar de ella a Annette Söderström. Tenía en los labios la frase: mi esposa ha muerto. Pero no la pronunció.
—Johann Berg y usted… eran amigos —dijo en vez de eso.
Annette Söderström volvió a mirarle. Joentaa se sorprendió al ver que sonreía, probablemente a causa de su torpe formulación.
—Éramos muy buenos amigos —dijo ella.
—¿Dónde está la madre de Sven?
—En Estocolmo. En realidad, Sven vive con ella. Johann le visitaba con frecuencia, y se lo llevaba de viaje en vacaciones.
Joentaa asintió, y sintió un vago alivio ante la idea de que Sven no iba a quedar desvalido.
Se fue sin hablarle de Sanna a Annette Söderström.
En la escalera, le salió al paso un grupo de muchachos. Algunos reían excitados. En la sala de desayunos ya sólo estaban Ketola y el director del albergue, derrengado en una silla, esperando visiblemente poder irse a dormir de una vez.
Ketola hablaba por el móvil. Se hallaba erguido, como si estuviera recibiendo órdenes. Joentaa sospechó que estaba hablando con Nurmela.
—Basta por hoy —dijo Ketola al terminar la conversación.
—¿Tenemos ya algo? —preguntó Joentaa.
Ketola negó con la cabeza. Al parecer, estaba demasiado cansado como para irritarse.
—En realidad, nada —dijo—. Heinonen y Grönholm seguirán aquí mañana. Usted podría pasarse mañana temprano por el museo de artesanía y hablar con los empleados. Quizás algo en el grupo les haya llamado la atención —su voz revelaba que no creía tal cosa—. Nurmela ha fijado una conferencia de prensa para las doce, Debería poder darle usted datos precisos sobre el asunto de Naantali.
Joentaa asintió.
—¿Cómo está el chico? —preguntó Ketola.
—Duerme.
—Bien. Mañana volverá a Estocolmo. Su madre ya ha sido informada. Los otros tendrán que quedarse. Nos veremos mañana —se echó el abrigo por los hombros y salió. El director del albergue se puso en pie de un salto y acompañó a Ketola.
—Si puedo ayudar de algún modo… —dijo con desánimo.
—Encárguese de que todos sus huéspedes estén disponibles y no se marche ninguno —dijo Ketola.
Joentaa los siguió lentamente a ambos. Estaba muy oscuro, sólo en el dormitorio, al final del largo pasillo, había luz, Al parecer, Niemi aún permanecía trabajando.
Joentaa se dirigió lentamente a su coche. Respiró hondo el aire fresco y pensó en el invierno, que llegaría pronto.
Pensó que tenía miedo al invierno.
El director del albergue le salió al paso.
—¿Me reconoce? —preguntó Joentaa sin pensar.
El hombre no entendió.
—¿Perdón?
—Estuve una vez aquí de joven. Hace catorce o quince años. Me acuerdo de usted.
El hombre asintió, pero pareció seguir sin entender.
—Fue mi primer gran viaje —dijo Joentaa—. Procedo de la Finlandia oriental.
El hombre asintió.
—Hasta mañana —dijo Joentaa.
—Sí. Hasta mañana.
Miró irse al hombre hasta que la puerta se cerró tras él.
Alzó la vista y buscó la ventana bajo el tejado. Trató de imaginar a Annette Söderström sentada a la cama de Sven.
Esperaba que Sven aún durmiera.
Condujo hasta casa, se sentó en el salón y redactó la esquela. «Te quiero. Kimmo», escribió al final.
Soñó con Sanna. Estaba tumbado en su regazo y le contaba lo que sentía. Ella escuchaba pacientemente y le tranquilizaba con palabras que hacían que nada hubiera ocurrido. Cuando despertó, creyó tener las palabras en los labios.
Trató de pronunciarlas, pero habían desaparecido.