Volvió a comisaría y llamó a Laukkanen, al despacho de los forenses. Como siempre, el patólogo parecía agobiado, como si estuviera yéndose a una cita importante. Joentaa había aprendido a ignorarlo. Lo decisivo era que ese hombre trabajaba rápido y bien. También ahora tenía una información que le sorprendió.
—La autopsia no está terminada —dijo—. Pero parto de la base de que la mujer fue asesinada mientras dormía. Parece como si apenas hubiera podido defenderse.
Joentaa guardó silencio un rato, tratando de comparar lo que había oído con lo que sabía.
—¿Qué pasó exactamente, en su opinión? —preguntó. Había comprobado que el patólogo, al contrario que la mayoría de sus colegas, se dejaba llevar de buen grado a dar explicaciones detalladas, especulativas, aunque a menudo útiles.
—Sigo sospechando que la mujer fue ahogada —dijo Laukkanen—. Y por lo que he visto, y sobre todo por lo que no he visto, el asesino parece haber sido muy decidido, pero también muy cuidadoso.
—¿Cuidadoso?
—Cuidadoso. Por extraño que pueda parecer.
Joentaa calló.
—Naturalmente, no son más que primeras impresiones —dijo Laukkanen.
—Naturalmente —dijo Joentaa—. Se lo agradezco.
Colgó.
Trató de clasificar las nuevas informaciones, pero no pudo. En el esfuerzo de acercarse, se alejaba de la mujer muerta en la casa azul.
Pensó en la delicada pintora y en su rostro horrorizado cuando le había preguntado por los posibles móviles de la acción. La idea de que su amiga podía haber sido asesinada con premeditación le había parecido del todo extraviada.
Y lo mismo le había pasado a él.
La muerte de la mujer le había parecido antinatural desde el principio, como si algo no fuera como tenía que ser.
Se preguntó por qué había sido así, y llegó en última instancia al resultado de que probablemente tenía que ver con su propia e irreal situación.
Imaginó que todo lo que estaba pasando no era auténtico. Que soñaba un sueño muy largo y asombrosamente real.
Deseó despertar.
Cuando la idea se hizo insoportable, se levantó y fue a ver si Petri Grönholm y Tuomas Heinonen habían vuelto de su interrogatorio a los vecinos de la plaza del mercado.
Después de mucho buscar, los encontró en la cantina. Habían terminado de cenar, tomaban café y reían.
La risa de Heinonen se congeló al ver a Joentaa, pero Grönholm no se dio cuenta.
—Se acumulan los indicios de que a Sami Järvi le disparó un hombre joven y corpulento —gritó—. Pero quizá fuera viejo y delgado. Quizás una mujer. En cualquier caso, se supone que él o ella estaba borracho hasta las cachas y, al parecer, se fue tranquilamente después del hecho en un autobús que pasaba en ese momento —rio con ganas, y esperó inútilmente que Heinonen se le sumara—. ¿Qué pasa? —preguntó irritado.
Joentaa guardó silencio.
—No he tenido tiempo de explicarle… —empezó Heinonen.
—Mi mujer ha muerto —dijo Joentaa.
Grönholm se quedó mirándole.
—Petri libró ayer, por eso aún no había podido contárselo —dijo Heinonen otra vez, como si tuviera que justificarse. Y sin embargo, Joentaa le estaba agradecido por no haberse apresurado a difundir a los cuatro vientos la noticia de la muerte de Sanna.
—Lo siento —murmuró Grönholm. Pareció disponerse a seguir hablando, pero se detuvo.
Joentaa asintió, y pensó que ni él ni Heinonen habían conocido bien a Sanna. Sólo la habían visto un par de veces. En los últimos años, él mismo había hecho raras veces algo con ellos fuera de las horas de trabajo, aunque los apreciaba a ambos, tanto al tranquilo y siempre algo encorvado Heinonen como al bronco Grönholm.
«La gente forzosamente armoniosa se las arregla bien con todo el mundo», había dicho Sanna de vez en cuando, sonriendo de forma significativa.
—¿No cabe pensar que el hombre que disparó contra Järvi se subiera realmente a un autobús y se fuera? —preguntó Joentaa al cabo de un rato.
Grönholm quiso contestar, pero se detuvo con la boca abierta y buscó las palabras, claramente desbordado por el cambio de tema.
—También yo me lo he preguntado —dijo titubeante Heinonen—. Esa afirmación palpitó en el ambiente desde el primer día.
—Es difícil imaginar que justo después de un atentado, en medio de un pánico generalizado, alguien ponga en marcha un autobús de línea —dijo Grönholm.
—¿Lo hemos comprobado? —preguntó Joentaa—. ¿Se han hecho averiguaciones en la empresa de autobuses?
—Ketola las ha solicitado entretanto —respondió Heinonen—. Al principio consideró ridículos los testimonios de los testigos, y sin embargo hay varios que creen haber visto eso mismo.
—Probablemente han leído en los periódicos lo fácil que es llamar la atención de la policía y quieren hacerse los importantes —dijo Grönholm.
—Quizá —dijo Joentaa.
Hubo una pausa.
Joentaa sintió que ambos volvían a pensar en Sanna y no sabían qué decir. Creyó percibir que el silencio los atormentaba a ambos, y quedó sorprendido de lo poco que le molestaba a él.
Hubiera podido guardar silencio durante horas.
—Te llamó una mujer —dijo Heinonen, aliviado de poder romper el silencio.
Joentaa le miró con aire inquisitivo.
—La hermana de la mujer muerta en Naantali —continuó Heinonen—. Dijo que la noche en que su hermana fue asesinada habló por teléfono con ella.
—¿Cuándo exactamente? —preguntó Joentaa.
—No lo sé, por la noche. Le dije que tú la llamarías, porque apenas si poseo información del caso. Ni siquiera sé cómo se llama la muerta.
—Laura Ojaranta —dijo Joentaa—. ¿Puedes darme el número?
—Lo apunté. La nota está en mi oficina.
Joentaa asintió.
—La llamaré enseguida. ¿Dónde puedo encontrar esa nota exactamente?
—En el escritorio, junto al teléfono —dijo Heinonen, irritado con su prisa.
Joentaa asintió y se fue. Como los objetos del escritorio de Heinonen siempre estaban muy bien ordenados, no tendría problemas para encontrar el número. Subió corriendo la escalera, encontró la nota y marcó desde el mismo aparato de Heinonen.
Sintió una tensión repentina, sin saber exactamente de dónde provenía.
Mientras esperaba, volvió a surgir en él la idea de que debía encontrar al hombre que había matado a la mujer de la casa azul. No entendía esa idea, pero estaba ahí.
La voz que contestó era baja y ronca, aunque le pareció muy joven.
—Kerttu Toivonen —dijo.
—Mi nombre es Kimmo Joentaa. Soy miembro de la policía criminal. Un compañero me dijo que había llamado usted…
—Sí, a causa de Laura…
Joentaa esperó, la oyó respirar hondo.
—¿Es usted su hermana?
—Sí.
—Le ha dicho usted a mi compañero que habló por teléfono con ella…
—Sí, es cierto, la noche en que… ocurrió.
—¿Cuándo habló exactamente con ella?
—Hacia las diez, creo… no lo sé con exactitud.
—¿Tenía visita su hermana?
—No. Y tampoco esperaba a nadie —calló. Joentaa esperó—: Se alegró de mi llamada, y se quejó de que estaba muy sola…, por supuesto, no lo decía del todo en serio. Pero Arto estaba de viaje. Me dijo que volvía al día siguiente, y que se alegraba de ello.
—¿Qué más le dijo?
—Casi nada. Apenas la dejé hablar. El martes me dieron unos resultados muy buenos de un examen. Estudio Sociología e Historia…
—¿No dijo nada de si esperaba visita, nada? —preguntó Joentaa.
—No. Quería irse pronto a la cama. Dijo que había trabajado mucho en el jardín y que había hecho mucho calor… Ah, y habló de una sorpresa.
—¿Qué clase de sorpresa?
—No lo sé. Dijo que lo vería cuando fuera la próxima vez. La visito a menudo.
—¿Tiene usted alguna idea de a qué podía referirse?
—No. Algo divertido, creo yo, porque se reía. Pero no hablamos más de ello, porque yo le hablé de mi examen.
—¿Qué hacía, profesionalmente, su hermana?
—Nada. Al menos de momento. Está en paro. Creo que Arto no quiere que trabaje. Es enfermera titulada. Pero Arto gana tanto como programador que ella no tiene por qué trabajar —Joentaa se dio cuenta de que había empezado a hablar en presente de su hermana.
Dijo que volvería a llamarla pronto y se despidió. Se quedó un rato en pie ante la mesa de Heinonen y se preguntó qué haría ahora Kerttu Toivonen, cómo y dónde vivía…, y cómo iba a superar la muerte de su hermana.
Por un momento, se le pasó por la cabeza la absurda idea de que las enfermeras no podían ser asesinadas.
Fue a su despacho, y necesitó media hora larga para comprobar que Arto Ojaranta había estado de hecho en Suecia, y que había ido en un avión de la SAS que había aterrizado el miércoles por la mañana en el pequeño aeropuerto de Turku.
Joentaa sintió una vaga satisfacción por el hecho de poder presentar tal prueba a Ketola, en cuanto regresara de su conversación con Järvi.