Joentaa no fue a comisaría, sino al hospital.
Rintanen se tomó el tiempo necesario para saludarle y preguntarle cómo estaba, aunque se hallaba visiblemente sometido a estrés.
—Lo siento, pero tengo que irme —dijo al cabo de unos minutos—. Una operación.
—Por supuesto —dijo Joentaa. Iba a darle las gracias por haber dedicado tanto tiempo a Sanna, mas no logró formular las palabras. Rintanen estrechó con fuerza su mano, se despidió y se alejó a paso rápido. Joentaa se le quedó mirando hasta que hubo desaparecido en el cubo de la escalera.
A petición suya, una joven enfermera le entregó una bolsa de plástico transparente en la que habían depositado las cosas de Sanna que había en la habitación.
Le miró compasiva.
Se apresuró a salir del hospital. Cuando estuvo sentado en el coche, dejó la bolsa en el asiento del copiloto, en el que Sanna se había sentado siempre.
Quiso llorar, pero no pudo.
Abrió la bolsa y extendió las cosas por el asiento.
En el buzón del móvil había un mensaje de Elisa, la compañera de trabajo de Sanna en el estudio de arquitectos. Hablaba de una reunión que había durado mucho, y anunciaba su visita con voz forzadamente alegre.
«Hasta pronto», decía.
Joentaa se propuso llamarla esa noche. A ella y también a los padres de Sanna.
Hojeó un libro que había en la bolsa. Se acordaba de que Sanna le había dicho innumerables veces que le gustaba mucho, que era divertido. En el hospital lo había leído raras veces, pero durante la última semana que había pasado en casa lo había tenido siempre a mano.
A menudo se había reído a carcajadas, y le había llamado para contarle qué estaba pasando en ese momento.
Él había sonreído y había hecho como si escuchase.
No estaba en condiciones de pensar en otra cosa que en el miedo a su muerte.
Una señal revelaba la página en la que Sanna había interrumpido su lectura.
Se propuso leer el libro y contarle cómo terminaba.