El miedo volvió, y con él la conciencia de que no se había terminado.
De que no había hecho más que empezar.
Inhaló el miedo.
Estaba siendo lentamente arrastrado al mundo que sólo él conocía, y no se resistió.
Se dejó llevar y se vio reír. Disfrutó de volver a ser el otro, al que odiaba.
Resultaba que el miedo era el comienzo de la redención.
Contó a un grupo de jóvenes turistas procedentes de Suecia que en el año 1827 casi todo Turku fue pasto de las llamas.
Mientras hablaba, buscaba los ojos de sus oyentes.
Contó que sólo el pequeño asentamiento del Klosterberg se había librado. Un niño preguntó por qué, y él respondió que nadie lo sabía con exactitud. Probablemente estaba a resguardo del viento, en la ladera del Vardberg.
Disfrutó con el interés de los turistas y los guio por las distintas salas de artesanía. Contó que el museo del Klosterberg fue inaugurado en el verano de 1940. Les mostró ante los viejos aparatos cómo fabricaban los relojeros un reloj en épocas pasadas, y cómo trabajaba el cuero un guarnicionero.
Gozó de las miradas de asombro de sus espectadores, y en pocos minutos hizo para el pequeño un cubilete de dados en cuero marrón. El niño se alegró y mostró el cubilete a un hombre joven, su padre.
El hombre sonrió, se le acercó y le dio las gracias por el regalo.
Él respondió a la sonrisa y cruzó la frontera entre ambos mundos.
Guio con paciencia al grupo por entre las casitas. Rio con ellos cuando los más altos se daban con el dintel de las puertas.
Oyó que algunos hacían bromas sobre la mala comida del albergue juvenil.
Buscó la mirada del chiquillo, que iba a hombros de su padre y ya no le prestaba atención.
El cubilete colgaba olvidado de su mano.
Cuando salieron al aire libre, el sol parecía de color vino tinto.