CAPÍTULO 10

Joentaa despertó temprano. Lo primero que pensó fue que Sanna estaba muerta y que había estado soñando.

Se levantó, porque sabía que ya no podría conciliar el sueño. Se obligó a comer y beber algo, aunque no tenía ni hambre ni sed. Estuvo sentado largo rato en el salón, en su sofá cama provisional, mirando por el ancho ventanal la tranquila, azulada superficie del lago.

Se acordó de la tarde en la que habían ido a ver la casa, hacía dos años, en invierno. Había tenido dificultades para guiar el coche por la espesa nieve sin tener un accidente, y le había irritado que a la casita sólo se pudiera llegar por un estrecho sendero. Había bajado del coche con el firme propósito de seguir en el estrecho piso de Turku antes que trasladarse a esa zona apartada.

El corredor de fincas les estaba esperando en la parcela. Aparecía encogido por el frío, los había recibido con un torrente de palabras y no había dejado de hacer cumplidos a Sanna.

La casa estaba vacía, los anteriores inquilinos se habían llevado los muebles. Lo primero que había pensado Kimmo Joentaa era que tendría que pintar las paredes.

Se acordaba de que Sanna se había detenido junto a la ventana del salón y había estado contemplando largo tiempo el lago helado. Al cabo de un rato, se dio la vuelta y sonrió ampliamente. Enseguida él se había dado cuenta de que su decisión estaba tomada. Había leído en sus ojos la pregunta que no se había formulado, y asintió sonriendo. Sanna había interrumpido el torrente verbal del corredor de fincas para decirle que ya había encontrado sus inquilinos. El hombre se quedó perplejo y entusiasmado, y recompensó a Sanna por su sabia decisión con un beso en la mano.

Joentaa se acordaba de todos los detalles, y aun así, tenía la sensación de que aquel día nunca había ocurrido. Se preguntó por qué era así, y llegó a una conciencia que le asustó.

El pasado parecía irreal porque, en él, Sanna aún estaba viva.

Se obligó a levantarse y se fue a Turku. En el centro se vio atrapado en un atasco. El locutor de la radio trataba continuamente de ser gracioso.

Cuando entró en la oficina, vio a Ketola sentado a su escritorio. Se llevó un vaso a la boca y se tragó de golpe su contenido. Delante de él había una botella en la que flotaba un líquido de un marrón rojizo.

Joentaa se detuvo, perplejo, en el marco de la puerta. No tuvo tiempo de comprender lo que había visto.

—Lárguese —dijo Ketola, haciendo desaparecer la botella y el vaso, con rápidos y seguros movimientos, en un cajón de su escritorio, al descubrir a Joentaa.

Joentaa se quedó allí como si hubiera echado raíces.

—Lárguese —repitió Ketola, en voz más baja y en tono más cortante. Joentaa creyó ver en sus rasgos una inmensa ira dirigida contra él. Salió de su estupefacción, cerró la puerta apresuradamente y se quedó plantado en el pasillo.

Respiró hondo y pensó qué era lo próximo que debía hacer. Mientras estaba haciéndolo, se le pasó por la cabeza lo absurdo que era que no pudiera entrar a su despacho porque su superior quería beber alcohol fuerte sin ser molestado.

Cuando se dio la vuelta, indeciso, vio a Nurmela dirigiéndose directamente a él.

—Hola, Kimmo —gritó ya desde lejos. Joentaa necesitó un momento para entender. Titubeó un instante y abrió la puerta del despacho. Ketola le miró perplejo. La botella y el vaso volvían a estar en el escritorio, delante de él.

—Viene Nurmela —dijo Joentaa, y cerró la puerta.

Se volvió al jefe de policía, que estaba a menos de diez metros.

—Quería ver a Ketola —dijo éste, y estrechó con energía la mano de Joentaa—. ¿Está en su despacho?

Joentaa asintió y se preguntó si tenía que enredar a Nurmela en una conversación. Antes de poder pensar más al respecto, Nurmela ya había llamado a la puerta, y la había abierto sin esperar permiso. Joentaa miró por encima de su hombro y vio a Ketola sentado a su escritorio. Parecía embebido en el estudio de un expediente. La botella y el vaso habían desaparecido.

—¿Alguna novedad? —preguntó Nurmela.

—No —dijo Ketola—. Volveré a hablar con Järvi a última hora de la tarde.

—¿Y de qué va a servirnos eso? —tronó Nurmela, renunciando a la elocuente amabilidad que le distinguía en sus apariciones públicas—. Ese hombre no ha visto nada, eso es todo.

—Yo esperaba…

—Tú no tienes nada que esperar, sólo obtener resultados. ¿Qué pasa con el otro asunto, la mujer muerta de Naantali?

—Kimmo estuvo dedicándose a eso ayer —dijo Ketola, sentado muy erguido, esperando visiblemente que Nurmela saliera pronto de la estancia.

Nurmela asintió y se volvió hacia Joentaa:

—También en este caso necesitamos resultados, lo antes posible. Todo esto ya resulta demasiado para mí en estos momentos.

—¿Y crees que para mí no? —gritó Ketola—. Me pregunto por qué Finlandia entera se pone a dar gritos sólo porque han disparado a un político. ¡Ese hombre ya está curado, y del mejor humor!

—Pero habría podido estar muerto.

Estaba claro que Nurmela tenía la impresión de que con eso estaba todo dicho. Saludó a ambos con una cabezada y salió de la habitación.

Mientras Joentaa se quitaba la chaqueta y se sentaba a su escritorio, se preguntaba cómo podía romper el incómodo silencio. Le irritó sufrir por el silencio. Hubiera debido serle indiferente.

Quiso iniciar una frase que no dijera nada, pero Ketola se le adelantó:

—Gracias —dijo.

Joentaa, que había evitado su mirada, se volvió en dirección a él, pero Ketola ya volvía a estar ocupado con los expedientes. Joentaa quería decir algo, pero se tragó las palabras y se limitó a asentir.

Al cabo de un rato, Ketola dejó a un lado los archivadores:

—¿Cómo le fue ayer? —preguntó.

—Hablé con Ojaranta y recorrí con él las habitaciones. Pensaba que quizá…, que algo le llamaría la atención…

—¿Y bien?

—Hay cosas extrañas.

Ketola le miró con aire interrogativo. Joentaa creyó volver a ver en sus ojos el miedo del día anterior, cuando Heinonen le había informado sobre el crimen en Naantali.

Pensó en la botella y el vaso en el cajón del escritorio y se preguntó cuánto tiempo llevaban allí.

—Al parecer ha sido sustraído un cuadro…

—¿Qué clase de cuadro?

—Ojaranta dijo que lo había pintado una amiga de su mujer, en un curso para adultos…

—¿En un qué?

—Según eso, el cuadro carecería, en principio, de valor. Ojaranta dice que era un cuadro feo.

—¿Quiere decir que el asesino se llevó consigo un cuadro feo y sin valor?

Joentaa asintió titubeante.

Ketola trató de decir algo más, pero luego se limitó a mover la cabeza.

—Absurdo. ¿Qué más había?

—El servicio de huellas no ha encontrado signos de escalo —dijo Joentaa—. Niemi analizó una copa y una botella de vino que se encontraban en el salón —Joentaa se detuvo un momento, pensó en la botella y el vaso bajo el escritorio de Ketola y tuvo la impresión de que éste se estremecía imperceptiblemente. Continuó con rapidez—: Ni en la copa ni en la botella hay huellas dactilares —dijo—. Lo cual permite deducir que el asesino las usó y borró sus huellas.

Ketola asintió y reflexionó un rato. Parecía seguro y aliviado cuando siguió hablando:

—Laura Ojaranta abrió la puerta a su asesino y bebió vino con él. Un conocido, un amante, qué práctico que el marido estuviera de viaje. Todo mucho más simple de lo que me temía.

—Pero sólo había una copa en el salón —dijo Joentaa.

—Entonces sólo el visitante bebió.

—Parece que la señora Ojaranta se fue sola a la cama. La otra mitad de la cama no parecía haber sido utilizada.

Ketola reflexionó.

—Quizás el asesino lo dispuso así. O no era un amante, sino sencillamente una amiga, un amigo, alguien al que ella conocía.

—No obstante, ¿por qué se fue a dormir mientras su visitante aún estaba en casa?

Ketola no pareció encontrar ninguna respuesta convincente.

—¿Y por qué desapareció ese cuadro? —prosiguió Joentaa.

—Yo diría que ese cuadro carece por completo de interés. Quizá lo descolgó la propia Laura Ojaranta.

—Ojaranta estaba seguro de que aún estaba allí cuando emprendió su viaje.

Ketola se encogió de hombros.

—Ya que le importa tanto ese cuadro, ¿cuál es su opinión al respecto?

—No tengo ninguna. Tan sólo me sorprende.

—Ajá.

—Y hay otra cosa extraña —dijo Joentaa.

—¿El qué? —Ketola parecía empezar a arrepentirse de haber preguntado por la muerta de Naantali.

—Una vecina ha declarado que en el salón de la casa se encendió la luz hacia las dos y media de la madrugada. Volvieron a apagarla media hora después. Si Laura Ojaranta ya estaba muerta a esa hora, tiene que haber sido el asesino.

Ketola le miró y pareció esperar que continuara.

—Sería raro que el asesino se quedara media hora en una casa iluminada después de cometer el crimen.

—Aún no sabemos la hora de la muerte —dijo Ketola—. Probablemente la señora Ojaranta aún estaba viva a las dos y media.

Joentaa asintió, pero no estaba convencido.

—¿Sabe qué me molesta, Kimmo? —dijo Ketola. Joentaa notó el tono incisivo de su voz—. Tengo la creciente impresión de que usted quiere atribuir a toda costa algo especialmente misterioso a la muerte de esa mujer. Me molesta, porque sabe Dios que ya tengo bastante con la histeria que rodea al caso Järvi. —Hizo una pausa. Su voz se hizo aún más aguzada cuando continuó—: Compréndalo, ya tengo bastante con que la mujer fuera asesinada, no necesito hipótesis extraviadas sobre cuadros feos y copas de vino vacías. Sencillamente es lo que me falta, me viene muy mal, ¿comprende? —Ketola hablaba cada vez más alto, y había empezado a sudar. Se enjugó la frente con un pañuelo. Al cabo de un rato prosiguió, en voz más baja, conteniéndose trabajosamente—: Me gustaría que siga trabajando en Naantali hoy. Eche un vistazo también al marido, compruebe si realmente estaba ayer en Suecia.

Joentaa asintió, aunque la idea de que Ojaranta pudiera haber matado a su esposa le parecía peregrina, extraviada.

—Y manténgame al tanto cuando estén listos los informes de patología o huellas. Si es que eso ocurre hoy —Ketola se había puesto abruptamente en pie—. Voy a ir a ver a Järvi. No se debe hacer esperar a los políticos.

—¿Hay nuevos indicios de quién puede haber sido el autor? —preguntó Joentaa. Ketola se detuvo un momento y pareció preguntarse si estaba obligado a responder a esa pregunta.

—Nada decisivo, aún —dijo al cabo de un rato—. Más adelante podré decirle más. Por el momento, concéntrese en la muerta de Naantali —se echó la chaqueta al hombro—. Heinonen y Grönholm están dando una vuelta por el vecindario de la plaza del mercado. Por supuesto, nadie ha visto nada, pero hay que ser concienzudo. Así que irá usted solo.

Joentaa asintió, aliviado en secreto de librarse de que los otros dos le importunaran con su compasión y con molestas preguntas.

Cuando Ketola se marchó, Joentaa encontró tiempo para sorprenderse del comportamiento de Nurmela. Se preguntó si el jefe de policía aún no sabía nada de la muerte de Sanna, o si sencillamente había pasado por alto ese acontecimiento, tan trascendental para él. Estuvo un rato dándole vueltas a la idea y llegó a la conclusión de que Nurmela no sabía nada.

Probablemente el día anterior Ketola había estado demasiado ocupado como para mencionarlo.

Joentaa cortó el hilo de sus pensamientos y acercó el teléfono. Quería llamar a Ojaranta para preguntarle la dirección de la mujer que había pintado el cuadro desaparecido. Buscó el número en la guía.

Ponía: Laura y Arto Ojaranta.

También el nombre de Sanna seguía en la guía…, Sanna y Kimmo Joentaa, y debajo un número, en el que ya no era posible encontrar a Sanna Joentaa.

Ojaranta tardó en descolgar, lo hizo cuando Joentaa estaba a punto de colgar a su vez. Su voz sonaba muy tranquila y ausente.

Joentaa le preguntó cómo se encontraba.

Ojaranta no respondió.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Me gustaría hablar con la amiga de su esposa, la que pinto el cuadro. ¿Puede darme su dirección y número de teléfono?

—Un momento —dijo Ojaranta. Joentaa le oyó rebuscar en un cajón. Al cabo de un rato le dio la dirección y el número.

Joentaa consideró la posibilidad de decirle algunas palabras de consuelo, pero desechó la idea.

Se despidió y colgó.

Localizó a Jonna Koivuniemi, la autora del cuadro, y se sintió aliviado al descubrir que ya estaba informada de la muerte de su amiga.

Anunció su visita.

Mientras conducía hacia Naantali, se preguntó si Ketola tenía razón. Si de hecho él estaba buscando algo en la muerte de la mujer para distraerse de la muerte de Sanna.