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12 de enero de 1560, Capilla Sixtina, Roma

El frío invierno azotaba Roma.

El primer arquitecto de la ciudad, Michelangelo Buonarroti, había recibido una misiva en la que se le citaba en las estancias de la Capilla Sixtina. Su mismísima Santidad el papa Pío IV, que apenas llevaba unas semanas en el trono de Pedro, era el que enviaba el mensaje. El pontífice anterior solo había durado cuatro años en el cargo. Paulo IV había sido inquisidor general antes de ocupar la Santa Sede y su mandato al frente de la Iglesia no le granjeó muchos amigos. Persiguió a los luteranos, a los reformistas y a los judíos de una forma exagerada. Todos los a priori seguidores de Paulo IV celebraron su muerte con saqueos de conventos e incendios en los edificios de la Inquisición. Así pues, Pío IV tenía un largo trabajo por delante. Debía recuperar la fe de los creyentes en la Iglesia y en el papado.

Había decidido que la Iglesia debía ser un vehículo de propaganda publicitaria contra la reforma protestante de Martín Lutero, el teólogo germano que había roto con la doctrina católica. Lutero acusaba al pontificado de haberse prostituido de una manera mercantil, otorgando bulas eclesiásticas al mejor postor. Además, consideraba la comunicación con Dios todopoderoso como un acto individual, en cuyo diálogo nada tenía que aportar como mediadora la Iglesia.

Desde el trono de Pedro, estos mensajes debían ser silenciados. Pío IV pensó que, lejos de librar batallas físicas, podía escudarse en librar batallas morales. El pueblo tenía que volver a sentirse orgulloso con sus templos dedicados al Todopoderoso. Las pinturas debían tener el componente sagrado para ser veneradas. Pío IV decidió llamar a su arquitecto principal, Michelangelo Buonarroti, que ahora estaba a cargo de la dirección de las obras de la basílica de San Pedro.

—Espero que no os haya causado demora alguna en cualquiera de vuestros asuntos.

—Nada que tuviera la importancia suficiente para no asistir a su llamada, Santidad. Estaba trabajando en una nueva Piedad. De momento, solo puedo definirla como un Cristo con otra figura encima, juntas, esbozadas y aún sin acabar. Los años me hacen ir despacio.

—Despacio, pero brillantemente, como siempre, Buonarroti —le halagó Pío IV—. Veréis, os he hecho llamar para consultaros una duda. Son tiempos difíciles, tanto para la religión como para el arte. Veo como, tarde o temprano, tendremos que utilizar a los maestros del arte como propaganda contrarreformista. La reforma protestante de Martín Lutero desde las tierras germánicas provocará en los años venideros una guerra. Estoy seguro. Antes o después, terminará la época dorada en la que hemos vivido. Apartaremos la creatividad del individuo para dar paso a un dimensión más global, con una finalidad enfocada al conjunto. El arte será el vehículo de la fe reflejado en la arquitectura y en los proyectos urbanísticos que se empiezan a fraguar en nuestras estancias. Después de ver el resultado de mi antecesor en el trono, a veces me paro a pensar sobre qué dirán de mí, de mi legado, de mi mensaje, las generaciones venideras. Cómo me tratará la historia. ¿Habéis pensado, maestro Buonarrotti, cómo os recordarán a través de los tiempos, a vosotros los maestros del arte?

—Santidad, no le deis más vueltas. Yo no sé lo que la historia dirá de mi obra ni en qué lugar me colocarán los hombres del mañana —dijo Michelangelo con una humildad impropia en él—. Como no sé qué dirán de Donatello, ni de Fra Angelico, ni de Masaccio, ni de Filippo Lippi, ni de Piero della Francesca. Ni de los Jacopo, Gentile y Giovanni, ni de Bramante, ni de Verrocchio ni de Botticelli ni del Perugino… Pero sí sé lo que dirán y escribirán de Leonardo da Vinci, porque él fue sin duda el mejor. La cúspide del arte y del saber de nuestros tiempos. ¡Dios mío, lo que yo habría dado por tener la cabeza y los sentidos de aquel hombre!

—¡Buonarroti! —le increpó el santísimo padre—. No toméis el nombre de Nuestro Señor en vano.

—Disculpad, santidad. Era y es tanto lo que me producía ese hombre… Era un verdadero arquitecto de la imaginación. Dicen que murió en brazos del rey de Francia…

—No os preocupéis, vos casi podréis morir en brazos de un papa —dijo solemne Pío IV.

Michelangelo sonrió, pero no era una sonrisa de alegría. Era una sonrisa cargada de tristeza.

—¿No os parece lo suficientemente generoso morir, cuando tenga que llegar la jornada nefasta, en brazos del representante del Todopoderoso en la Tierra?

—No es eso, señor. Le agradezco enormemente su generosidad. Son ya ochenta y cuatro primaveras las que me acompañan. No queda mucho tiempo. Me esforzaré al máximo para terminar la basílica, pero mi descanso eterno no está en Roma. Me gustaría reunirme con el Hacedor desde Florencia.

—Lo entiendo, lo entiendo —asintió el Sumo Pontífice.

—He recibido una carta, Santidad. Un texto de un escritor florentino amigo mío, Benedetto Verchi. No es un gran desconocido para la gente que ronda el trono de Pedro, pues ha servido como nuncio del Papa anterior en Francia. El contenido de la carta no es en absoluto un secreto. De hecho, en nombre de Florencia, me pide mi regreso. «Toda esta ciudad desea sumisamente poderos ver y honraros tanto de cerca como de lejos. Vuestra Excelencia nos haría un gran favor si quisiera honrar con su presencia su patria». Esas fueron sus palabras.

—Bellas palabras, sin duda.

Pío IV, otrora conocido como Giovanni Angelo Médici, pertenecía a una rama secundaria del árbol genealógico de los Médici, que en otros tiempos, fueron los mecenas de los artistas más renombrados de Florencia.

—¿No deseáis nada más? —insistió el Médici.

Michelangelo miró hacia arriba. Todas las escenas de la Creación que años atrás había pintado sobre la bóveda de la capilla le observaban. El Juicio Final en el ábside, el fresco más grande del mundo con la temática religiosa descrita en el Apocalipsis de San Juan, parecía tomarse un respiro entre juicio y salvación para escuchar las palabras de su creador. Veía una obra maestra, ¿cómo no?, pero también recordaba las últimas palabras de aquel loco florentino de pelo largo, barba prodigiosa y amante de las telas de color rosa pastel. Había descifrado los mensajes ocultos de la Capilla Sixtina. Michelangelo también recordó los últimos verbos que le dedicó al de Vinci: «Para llegar a ser el más grande, necesito que me comparen con los más grandes y vos, Leonardo, sois uno de ellos. No puedo permitir que desaparezca aquel a quien quiero superar. No podéis morir. No ahora, no así».

Buonarroti y sus ochenta y cuatro años se estremecieron. El orgullo y el mal humor le habían acompañado toda su vida. Pero una imagen le acompañaba también desde aquel año 1515 de Nuestro Señor. La sonrisa de Leonardo ante la noticia de su inminente arresto y posterior ejecución. No perdió el sentido del humor, ni siquiera frente a su máximo rival. Michelangelo se preguntó a sí mismo: «¿Alguna vez Leonardo, el de Vinci, compitió contra mí? ¿Alguna vez compitió contra alguien, o solo competía contra sí mismo?». Sabría que nunca hallaría respuesta para tanta retórica.

—Solo una cosa más, Santidad. Pero no depende de vos.

—¿De quién depende si no? —preguntó extrañado el Papa.

—De lo que hemos realizado en vida. De lo que hemos hecho, no de lo que debemos realizar —respondió Michelangelo.

Pío IV sabía que ese mensaje tan enigmático llevaba intrínseca una información que su conversador no se atrevía a comunicar. Decidió, envuelto en la curiosidad, preguntárselo.

—¿De qué se trata, amigo Buonarroti?

Michelangelo Buonarroti el Divino, mientras daba por concluida la conversación dirigiéndose a la salida más próxima, contestó sin rodeos:

—El mayor peligro para la mayoría de nosotros no es que nuestra meta sea demasiado alta y no la alcancemos, sino que sea demasiado baja y la consigamos. Yo quiero ser como Leonardo da Vinci. Quiero ser inmortal.