18 de mayo de 1519, mansión de Clos Lucé, Amboise
Francesco Melzi, con la pena sobre sus hombros, recogía despacio las pertenencias de su maestro. Entre los ropajes, jubones, calzas, capas y algún sobretodo forrado de piel; sobre el escritorio, los últimos retazos de cualquier tipo de estudio que el maestro estuviera realizando en sus últimos momentos. Ahora daba igual, pero tarde o temprano empezaría a recopilar los trabajos de Leonardo y a clasificarlos. No debía faltar ninguno. Tampoco tenía prisa. Una vez terminadas sus labores, recogería todo y partiría de nuevo a su patria, pues nada le quedaba ya en tierras francesas. Paseaba y deambulaba desde el dormitorio principal hasta la cocina, pasando por la sala de reuniones. Miraba de un lado a otro y trataba de poner en orden no solo sus pensamientos, sino también sus sentimientos. La casa, sin el ir y venir de sirvientes, visitas, amigos o desconocidos, maestros o aprendices, había adquirido un silencio fantasmal.
De repente, algo sonó en las estancias inferiores. Una puerta chirrió en los talleres que había instalado años atrás. Francesco, desde la cocina, bajó las empinadas escaleras que le llevaban a la fuente del sonido.
La gorra de terciopelo con joyas y plumas, el jubón de satén con cuchilladas y papos, y el forro de piel blanca formando ribetes, la ropilla con falda y la típica abertura triangular, y unos zapatos de puntera roma y abombada. Era el rey de Francia, Francisco I. Solo, sin compañía, sin escolta.
Ambos se sorprendieron. No pensaban encontrarse el uno con el otro. Francisco I había accedido a la mansión de Clos por el pasadizo secreto, tan útil en los tiempos en los que Leonardo aún recorría aquellas salas. Francesco Melzi no supo qué decir. Estaba, a fin de cuentas, ante un rey.
—Meser Francesco, disculpad la intromisión —comenzó el rey.
—Disculpad vos, majestad. Al fin y al cabo, esta mansión es de vuestra propiedad y ya estoy tardando en abandonar vuestros aposentos —se excusó Francesco—. No deberíais entrar aquí sin escolta, majestad. No desde el último atentado.
—No os preocupéis, amigo. Y no tengáis prisa, requerid del tiempo que sea necesario. Si no es problema para vos, me gustaría pasear por la mansión. Se hace extraño no contar con la presencia del maestro y amigo meser Leonardo.
Ambos echaron un vistazo al taller, tiempo atrás fuente de estudios, que ahora empezaba a acumular polvo.
—Majestad, con respecto al testamento del maestro Leonardo… —Las palabras parecían estar suspendidas en el aire. Aun así, Francesco Melzi continuó—: No todo lo dejó por escrito…
—¿Qué queréis decir? —espetó el rey de Francia.
Francesco avanzó unos pasos hacia una sala contigua. Allí, algunos enseres de Leonardo estaban cubiertos por túnicas de lino. Aparatos que no tenían uso ya, maquetas de madera de invenciones anticipadas a su tiempo, caballetes que escondían el mismo número de pigmentos y de secretos.
—Hay algo que Leonardo quería que tuvierais en vuestro poder.
Francesco se quedó intrigado. Leonardo siempre tenía una sorpresa más. Esta vez, incluso desde el más allá.
—Se trata de una pintura —explicó Melzi—, quizá no su mejor trabajo, a mi gusto, pero sí el trabajo al que más cariño profesaba.
Francesco tiró del lienzo. El óleo sobre tabla se presentó majestuoso ante el monarca. La madonna allí plasmada para la eternidad no entendía de realeza, ni de riqueza, ni de protocolos. Sonreía tan enigmática como siempre tuviera a quien tuviese en frente.
—¿Quién es? —preguntó Francisco I, quien ya había visto el cuadro, aunque Leonardo nunca quiso desvelar la identidad de la dama.
—¿Queréis que os diga la versión oficial, majestad? ¿O por el contrario, preferís que os muestre la verdad? —preguntó enigmático Francesco Melzi.
—Ambas, meser Francesco —contestó impaciente el monarca.
Francesco Melzi invitó a Su Majestad a tomar asiento. Él hizo lo mismo. Frente a frente, se dispuso a contarle la historia del legado que le había asignado Leonardo tiempo atrás, en vida.
—En un principio, majestad, ha sido conocida como Lisa di Antonio Maria Gherardini, una noble florentina que contrajo matrimonio con Francesco di Bartolomeo del Giocondo, mercader de textiles. La familia Del Giocondo era amante del arte y algunos de ellos, incluso, mecenas de artistas. En el año 1503 de Nuestro Señor, nuestro amigo Leonardo aceptó un contrato. Un retrato privado. Fue así como realizó el retrato de la madonna Lisa.
—¿Por qué decís «en un principio»? ¿Qué clase de secretos oculta la pintura? —preguntó sin perder detalle Francisco I.
—Porque este, majestad, no es el retrato de Lisa Gherardini. Ese encargo fue entregado tiempo atrás. Pintada en una tabla de mejor calidad, madera de nogal, y con detalles que se diferencian de esta. Alguno de sus discípulos en la época en la que Leonardo trabajaba en el palazzo della Signoria ayudó a que se produjera la duplicidad de la escena, pues es bien semejante. Mientras Leonardo mimaba esta obra que tiene ante sus ojos, los discípulos venidos de España Fernando Yáñez de la Almedina, conocido como Ferrando Spagnolo y Hernando de los Llanos aportaban su talento al verdadero retrato de Lisa Gherardini. ¿Quién sabe si esa obra al final no terminará en la patria de sus creadores? Talento, por otra parte, nada comparable al del maestro Leonardo. En aquel encargo entregado no podíamos observar una de las cualidades que hacían al maestro único. El sfumato. Y por otra parte, el retrato verdadero de la esposa del Giocondo tiene cejas. ¿No veis, majestad, que el rostro ante vos carece de semejante detalle?
Francisco I seguía con atención todos los detalles que le transmitía el mayor confidente de Leonardo da Vinci, pero aún era incapaz de averiguar hasta dónde quería llegar el italiano.
—¿Quién es, pues, la dama del retrato? —preguntó sin vacilaciones Francisco I.
—Esa no es, si me permitís, majestad, la pregunta exacta —respondió cortésmente Melzi—. La pregunta correcta es quién y qué es lo que está plasmado en el cuadro.
De nuevo, Francisco I se quedó sin palabras. Simplemente esperó a que Francesco continuase con la exposición.
—Para Leonardo da Vinci, descanse en paz, el elemento principal de la pintura es el fondo —continuó sin dilación Melzi—. Majestad, lo que estáis viendo no tiene más misterio que el amor. El cuadro en sí mismo es una historia de amor.
—¿Una historia de amor? Perdonadme, joven, pero ¿qué papel desempeña alguien como yo en una historia de amor plasmada al óleo?
—Simplemente la gratitud, señor. Vos, a través del amor y del cariño, ofrecisteis a mi maestro aquello que nunca tuvo en su tierra. La confianza digna que merecía alguien de su talento. Y ahora le lega su trabajo más personal. Su mensaje más codificado. Su historia de amor.
—¿Cuál es esa historia, amigo Melzi? —preguntó algo ruborizado el monarca, cuya admiración por el maestro florentino no tenía fin.
—La información que estoy a punto de revelaros, majestad, es por orden directa de meser Leonardo, más no le gustaría que se propagara innecesariamente. Dejemos creer que este trabajo fue un encargo sin más que nunca llegó a entregar.
Francisco I asintió con la cabeza. Francesco Melzi continuó.
—Si os fijáis con atención, comprobaréis que la línea del horizonte no tiene continuidad en una y otra mitad de la imagen. El maestro, por tanto, nos indica que son dos mensajes distintos. En primer lugar nos encontramos con el paisaje representado a la izquierda. No sé si lo reconoceréis, pero lo podríais hallar cerca de tierras francesas, al sur. Está situado en la Corona de Aragón, en España. Se trata de una montaña, quizá el lugar más cercano al cielo. Las montañas son símbolos de pureza y eternidad. Es el macizo rocoso de Montserrat.
Francisco I no salía de su asombro. Lo importante de la pintura era el fondo. Pero aun así, ardía en deseos por saber quién era la dama que ocupaba la parte central de la composición. Tiempo al tiempo. Aún había mucho que explicar.
—Sin embargo —prosiguió Francesco—, en el lado de la derecha de la composición observamos un paisaje que poco o nada tiene que ver con el macizo de Montserrat. Esta vez Leonardo nos habla de un pasaje de su vida que sucedió en las tierras de Arezzo, una localidad a pocas jornadas de Florencia. En un largo paseo a caballo, pasando Quarata, llegamos al ponte Buriano, un puente de piedra realizado con siete arcos que data del año 1277 de Nuestro Señor. Leonardo llegó allí como parte de la comitiva de Cesare Borgia. Los puentes, a menudo, representan de una manera simbólica el camino entre el mundo terrenal y el mundo divino. Incluso se puede interpretar como la transformación del estado de un ser en otro.
Francisco I había olvidado por un momento el elemento principal de la escena. La madonna que le seguía observando con una enigmática sonrisa.
—Por último —añadió Melzi—, nos encontramos con la prueba definitiva del amor de Leonardo. Un amor jamás correspondido. Un amor despojado antes de tiempo. Un amor del que solo ahora podrá disfrutar, si Dios quiere.
—¿Una amante? —preguntó Francisco I con ganas de llegar al final de la historia.
Francesco Melzi no pudo evitar soltar una carcajada. El monarca había pasado poco tiempo con el maestro florentino. Pero Melzi, que acompañaba a Leonardo desde el año 1507 de Nuestro Señor, jamás había conocido dama ni mozo de compañía. Melzi se excusó como buenamente pudo, pues no podía olvidar que, frente a él, tenía a un rey. El rey se contagió de la sonrisa, pero la impaciencia no le abandonaba. Instó de nuevo a Francesco para que continuara.
—Majestad, si tuvierais que retratar el rostro de una mujer que no fuera por encargo y no tuvierais esposa, ni amante, ni mucho menos descendencia, ¿de quién pintaríais vos un retrato que os acompañara toda vuestra vida? —preguntó Melzi.
Francisco I se quedó pensativo. Sabía de primera mano que el retrato de la supuesta Gioconda había recibido su primer trazo de pigmentos en el año 1503 de Nuestro Señor. ¿Quién tardaría dieciséis años en pintar un retrato? Un genio no, nunca. «A no ser que el retrato estuviera terminado ya», pensó el monarca.
—Si meser Leonardo tuvo consigo el retrato durante tanto tiempo, sería por algún motivo especial —acertó a pronunciar Francisco I.
Francesco Melzi se limitó a afirmar con la cabeza.
—Es el retrato de alguien importante para él. La imagen de alguien que no está a su lado. Que nunca más estará a su lado… —El rey de Francia pensaba en voz alta.
Melzi sabía que el rey no tardaría mucho en reconocer la imagen de la tabla.
—Pero… —titubeó Francisco I—. Leonardo querría esconder su identidad…
—En parte, majestad, solo en parte —arrancó Melzi—. Leonardo quería su amor para él, pero se cuidó mucho de dejar un pequeño mensaje codificado en la pintura.
—¿De qué se trata, amigo? —Los ojos del rey estaban más expectantes que nunca.
—Leonardo enmascaró su firma y la identidad de la madonna con sus iniciales.
—¿Dónde? —preguntó el rey.
Francesco Melzi se levantó y se aproximó a la pintura.
—Veréis, majestad, como sabréis, el maestro Leonardo dedicó gran parte de su trabajo a los estudios de la óptica. A través de sus escritos, podemos encontrar diferentes artilugios relacionados con los espejos curvos, y estaba sumergido de lleno en el ámbito de las lentes de aumento. Sin ellas, sería imposible descifrar el mensaje secreto del retrato. Pero no seáis impaciente, majestad, os sacaré de la ignorancia. En el ojo derecho del retrato, con la lente de aumento adecuada, encontraríais las iniciales LV, correspondientes sin lugar a duda a nuestro difunto amigo y maestro Leonardo da Vinci. Pero el ojo izquierdo contiene otro mensaje: CS.
Por más que intentó combinar las iniciales con el fin de resolver el enigma, a Francisco I le resultó imposible desenmascarar el misterio.
—Lo siento, amigo Francesco, pero no consigo ligar las iniciales con alguien cercano al maestro.
—Vuestra majestad, ya lo habéis adelantado. Además, habéis tenido la solución en vuestras manos todo este tiempo. El libro que os entregó el maestro. Si os fijáis con atención, cada capítulo está encabezado por un extraño símbolo. Cada símbolo pertenece a una letra, un sistema simple de cifrado por sustitución. Si cambiáis los símbolos por las letras adecuadas, desvelaréis el misterio. Cuidado, majestad, pues cualquiera que tuviera el tesón necesario podría descifrarlo. Es un sistema básico, pero el maestro Leonardo jugaba con la escasez de perseverancia de las gentes. Volviendo al retrato, es y no es al mismo tiempo alguien cercano a nuestro querido amigo. Es pero no está. Partió, como Leonardo, del mundo de los vivos tiempo atrás. Las iniciales CS corresponden a Caterina Schiava de Vinci.
—¿Caterina? ¿Esclava? —preguntó el rey frunciendo el ceño al no comprender su significado.
—El rostro que tenéis ante vos es el de la madre de Leonardo da Vinci, Caterina.
Francisco I se lo imaginó por un momento, pero dudó. Esperaba la confirmación oral de alguien muy cercano a meser Leonardo. Y ahora, por fin, comprendía el significado del enigma.
—Pero ¿no hay más enigma en el cuadro? —preguntó de nuevo.
—A veces, los sentimientos de los mortales son más enigmáticos que los códigos cifrados, majestad. El único enigma verdadero de la pintura es el amor. La madre de Leonardo era una esclava a la que se le prohibió hacerse cargo de su hijo, de su salud y de su educación. El velo con la que la representa su hijo significa modestia. Gracias a Caterina, Leonardo comprendió en su totalidad los conceptos de competencia, lealtad y traición. Solo la perseverancia, el cariño y el calor de una madre, a pesar de la distancia, podría tirar de ella para alcanzar sus objetivos, que no eran otros que abrir los ojos de su hijo. Y lo consiguió. Bien por el azar o bien por el destino, Caterina alcanzó a Leonardo y este prometió convertirla en inmortal. Además, Leonardo nunca tuvo en consideración a la figura paterna. Supongo que le culpó de ser el responsable del alejamiento de su madre y, a través de su obra, Leonardo se encargó de eliminar al padre. Tomad como ejemplo la Adoración de los Magos o la Santa Ana, majestad. El único amor familiar que profesó en los últimos tiempos fue hacia su madre. Fijaos bien, majestad. Tiene rasgos parecidos al maestro. Una vez, incluso, Leonardo bromeó sobre el retrato cuando le preguntaron sobre la identidad de la dama. «Soy yo, en mi versión más femenina». Nadie le entendió, y los que lo hicieron se quedaron a medias.
—Disculpad la osadía, admirado Francesco Melzi. Pero si el cuadro refleja el amor que Leonardo sintió por algunas personas cercanas a él, ¿no debería haber entregado la obra a alguien como vos, que le acompañó hasta el final de sus días?
Francesco Melzi se rio.
—Majestad, ¿a vos os parece poco amor hacerme cargo de todo su legado artístico? No solo lo interpreto como un símbolo de amor, sino también como un símbolo de confianza, majestad. No hay nada más grande.
—Su madre… —susurraba Francisco I pensativo—. Retomemos el tema paternal, amigo Melzi.
Francesco Melzi negó con la cabeza.
—Leonardo tuvo una relación bastante tormentosa con su padre. Este le ignoró debido a su ilegitimidad y solo le utilizó para sacar provecho de su arte. Nunca estuvo a su lado cuando surgieron problemas. Como os dije, majestad, el maestro Leonardo siempre excluyó a la figura paterna de sus obras. Lo hizo en su representación de la Virgen de las Rocas, donde San José está ausente, a pesar de tratarse de la Sagrada Familia, y en los retratos de la Virgen con el niño. En esta ocasión, se duplica el sentimiento materno, ya que es la abuela del Niño la que aparece en el lugar del padre.
—A pesar de faltarle el amor de un padre, no creo que haya existido un hombre que supiera tanto como Leonardo, no solo por sus conocimientos de escultura, pintura y arquitectura, sino también por ser además un grandísimo filósofo. Hay algo fascinante en el retrato, la enigmática sonrisa que no deja de embelesar.
—¿Enigmática decís, majestad? Yo solo veo una sonrisa cansada por la fatiga, los años, el tiempo perdido. Pero una sonrisa que se esfuerza en reflejar el pequeño triunfo de una madre que, al fin, ha encontrado a su hijo para exprimir el poco tiempo que le queda en sus brazos. La sonrisa de un triste triunfo. O la sonrisa de una triunfal tristeza.
Francisco I escuchaba a Francesco Melzi sin apartar la vista de la sonrisa de Caterina. Mucho menos enigmática ahora. Mucho más real. Más brillante.
—Ahora, majestad, sois poseedor de dos espíritus inmortales —interrumpió Francesco Melzi.
—¿Cómo decís, Francesco?
—Ahora poseéis el espíritu inmortal de Caterina en este lienzo y el espíritu inmortal de Leonardo en vuestro corazón.