16 de mayo de 1519, mansión de Clos Lucé, Amboise
La sirvienta acababa de recibir el pago estipulado por Leonardo da Vinci en su testamento. Las palabras de la última voluntad de aquel hombre italiano aún sonaban en su cabeza: «Ítem: el mismo testador le da a Mathurina, su sirvienta, un vestido de buen paño negro adornado de piel, un manto de paño y diez ducados pagados por una vez solamente, y esto, igualmente, en recompensa de los buenos servicios de la dicha Mathurina hasta este día».
Los diez ducados pagados al contado, sumados a los sueldos obtenidos en los tres últimos años, procuraban un futuro nada desolador para la sirvienta gala. No era un momento para pensar en dinero. Mathurina nunca supo reconocer la valía de aquel anciano con quien compartió los últimos años de su vida. Sabía que era especial. Sabía que era distinto a todo hombre que había conocido. Pocos hombres gozaban de la confianza de un rey, y Leonardo era uno de ellos. Al principio, el idioma había supuesto una barrera difícil de romper, pero poco a poco y con un poco de predisposición de los dos, la comunicación fluyó sin problemas.
Aún podía oler la última sopa que preparó para el maestro. Si no llega a ser por su testarudez para con los horarios de las comidas, Leonardo se habría quedado frente a sus apuntes a pesar de su parálisis y no habría probado bocado de la cena. Su última cena.
También podía saborear las lágrimas que días atrás recorrían sus mejillas mientras un amigo partía del mundo de los vivos. Leonardo, en el lecho de muerte, tuvo un mensaje críptico para ella. «A veces, al igual que las palabras tienen doble sentido, las telas están modeladas con doble forro».
En la habitación, sobre la silla, reposaba el vestido negro de paño y piel que le había legado en su testamento. ¿Se refería Leonardo al caro ajuar? O, por el contrario, ¿se referiría al manto de paño? Este último no podía ser, ya que no cabía la posibilidad de esconder nada en él. Se acercó al vestido. No podría negar, si le preguntaran, que se le había pasado por la cabeza venderlo y obtener una suma importante de dinero. No sabía el motivo real por el que el italiano le había legado aquel traje ostentoso y de muy buena calidad. Acto seguido, se dispuso a recorrer con los dedos cualquier palmo susceptible de albergar un doble forro. Primero recorrió el exterior, mas no halló recoveco alguno. Cada palmo recorrido con las manos le llevaba algún recuerdo a la cabeza. En los últimos años había tenido la oportunidad de recibir visitas inesperadas del rey de Francia por el pasadizo que unía el château de Amboise con la mansión. «Son tiempos de pasadizos secretos», repetía de vez en cuando Leonardo, el de Vinci. Asistió con sus propios ojos a experimentos de nuevos artilugios diseñados en compañía de Francesco Melzi, su fiel escudero. Había cuidado de la parálisis que sufría su amo y que parecía no afectarle a nivel psicológico. Y, por supuesto, había sido víctima de un atentado en la morada donde residía y tuvo que sentir cómo se extinguía la vida de un hombre. Al principio, pensó que le afectaría mucho más, pero sus sentimientos hacia los hombres venidos del extranjero era tan profundo que juró interponerse entre ellos y cualquiera que amenazase sus vidas. Se sentía fuerte, preparada. No contaba los años, sumaba experiencias. Y la hacían más sabia.
De repente, y volviendo de sus pensamientos, el interior del vestido se le antojaba igual de apetecible que el exterior, tratando de resolver el significado de las palabras de Leonardo antes de morir.
Un sonido metálico le hizo detenerse en seco. El sonido no provenía de los diez ducados que momentos antes había depositado en la mesa, sino del interior de la tela del vestido. Al parecer, el metal contenido entre los forros estaba tan ajustado que no emitía sonido alguno al moverlo. Solo con el registro manual exhaustivo pudo comprobar que, por alguna extraña razón, alguien había escondido un pequeño tesoro en el interior. Un tesoro con un nuevo dueño. En este caso, una mujer. Ella. Mathurina.
Con la habilidad de un maestro con un pincel frente a una tabla a punto de ser inmortalizada, Mathurina buscó el origen de la nueva costura. Allí tiró suavemente del añadido, como si no quisiera romper el nuevo pedazo de tela, hasta que pudo ver el contenido. Mathurina se llevó la palma de la mano a la boca abierta fruto de la sorpresa. Tardó unos momentos en recuperar la compostura.
Francesco Melzi hizo aparición en la sala. Distraído, no se percató de la presencia de la sirvienta. Esta, como si de repente hubiera sido descubierta cometiendo algún crimen, apartó la mano de la boca y rápidamente intentó cerrar el remiendo del atuendo. Con la torpeza propia de la sorpresa, varias monedas cayeron a sus pies trazando círculos concéntricos antes de pararse sobre el suelo. Los colores asaltaron las mejillas de Mathurina, que miró directamente a Francesco Melzi para esperar cualquier tipo de reacción. Él siguió con la cabeza el movimiento de Mathurina primero, el movimiento de las monedas después. Acto seguido, su mirada se cruzó con la de la criada, cuyos colores servían en bandeja su vergüenza.
Francesco Melzi no pudo evitar, en ese momento de profunda tristeza, emitir una carcajada. Mathurina no entendió.
—Tranquilizaos, amiga mía —dijo Melzi, tratando de mantener la compostura.
—Esto… Yo… Fue él… —no encontraba las palabras suficientes.
—Lo sé, Mathurina, lo sé —replicó Melzi ayudando a su antigua sirvienta a recoger las pocas monedas que reposaban en el suelo.
—¿Lo sabéis, meser Francesco? —preguntó aún impávida.
—Por supuesto. —Le entregó las últimas monedas—. No sé la cantidad ni me importa. Es vuestro. Disfrutadlo. Honrad sus últimas voluntades.
—Pero ¿por qué? —La pregunta, tan simple como complicada en la mayoría de los casos.
—Leonardo no era una persona que profesara sus sentimientos mediante palabras. Podemos hallar más sentimentalismos en su obra que en sus diálogos. Quizá era su manera más próxima de decir grazie.
—¿Gracias por qué? Meser Francesco, tenía un sueldo por mis servicios, era suficiente gratitud.
—Mathurina, vos le quisisteis. Más allá de labores o remuneraciones, vuestro cariño estuvo por encima de cualquier cosa. Le adorasteis sin condiciones, para bien o para mal. Leonardo se sentía feliz simplemente con ser aceptado tal y como era, con sus defectos y sus virtudes. Vos fuisteis más allá. Le distes amor, cariño y cuidados. Y eso, Mathurina, no se paga con dinero. Lo que guardáis en ese forro no es un sueldo póstumo. Es la manera más fría de decir grazie pero, al fin y al cabo, era su manera. Honrad su memoria, honrad vuestro cariño.
Francesco Melzi abrazó a Mathurina y, sin hacer más preguntas ni responder más dudas, recogió una saca apoyada en la pata de la cama del maestro y salió por la puerta.
Mathurina se quedó mirando el lecho del maestro. Se lo imaginaba allí tendido antes de partir. Esta vez no se lo imaginaba tosiendo, ni derramando lágrimas, ni partiendo al más allá.
Esta vez se imaginaba a Leonardo da Vinci sonriendo mirándola fijamente. Con la mirada fija en ella.
Se imaginó al maestro guiñándole un ojo. Cómplices para el resto de la eternidad.