2 de mayo de 1519, mansión de Clos Lucé, Amboise
Esta vez fueron los ojos de Leonardo los que, a través de la humedad, se volvieron cristalinos. El aire que se respiraba en aquella habitación tenía olor a despedida… y sabor a amargura. François Desmoulins, la personificación del protocolo en la corte real, hacía un titánico esfuerzo por mantener la compostura. No había formado parte del círculo de confianza del casi extinto maestro florentino, pero le profesaba cariño solo por cómo trataba a su alumno y, a la vez, señor de Francia. A los pocos meses de instalarse en los dominios franceses de Francisco, ya se podía leer en la cara del avezado artista italiano la expresión más sincera de agradecimiento por un mecenazgo sin parangón en su tierra natal.
—No soy yo quién para dar consejos a un rey, eso es trabajo de otros que, muy posiblemente, lo hagan mejor que yo —dijo Leonardo señalando con su única mano útil a François, que en ese momento salía de sus pensamientos—. Pero dejadme deciros, majestad, que tenéis que procurar adquirir en esta, vuestra juventud, lo que disminuirá el daño de vuestra vejez. Vos, amante de las letras y las artes, y que creéis que la vejez tiene por alimento la sabiduría, haced lo que sea posible e imposible en vuestra juventud de tal modo que, a vuestra vejez, majestad, no os falte tal sustento.
—Así haré, maître Leonardo…
Un nudo en la garganta le impedía hablar. Ni siquiera el utilizar sesenta cañones de bronce contra veinte mil soldados pertenecientes a los tres contingentes de los confederados en la batalla por Milán le había dejado sin palabras.
—Kekko, amigo mío —se dirigió a Melzi—, disponed de todo tal y como hemos decidido. Ahora vos sois el protector.
Las pausas entre palabras eran cada vez más largas.
—Así se hará, maestro —asintió de manera más sentimental que profesional Francesco—. Todo está preparado. Podéis descansar en paz.
Leonardo se volvió hacia su vetusta sirvienta. Antes de abrir la boca, la abrazó con una enorme sonrisa. Mathurina se secaba las lágrimas con un paño, el mismo que días después le sería entregado de una manera especial.
—Mathurina, mandad mis cumplidos a Battista de Villanis, que cuide de Milán y de Salai. Y a vos, constante compañera, gracias por cada palabra de aliento que me habéis dedicado. —Ni siquiera la tos del maestro ensució la atmósfera de cariño—. A veces, al igual que las palabras tienen doble sentido, las prendas están cosidas con doble forro.
Nadie entendió esa última frase, ni siquiera Mathurina. Tampoco nadie hizo un esfuerzo ipso facto por entender el enigma de sus palabras. Tarde o temprano, alguien se llevaría una sorpresa o el maestro se llevaría el resultado del acertijo a la tumba.
—Leonardo, he dado la orden de iniciar vuestro proyecto. El château de Chambord se empezará a construir en cuanto dispongamos de lo necesario. Domenico está ansioso por visualizar su trabajo arquitectónico fusionado con tu escalera de doble hélice. Francia e Italia todo en uno. A pesar de la dificultad que suponía crearlo partiendo de la nada, os aseguro que será un éxito, mon ami.
Francisco I le regaló esas bellas palabras. Sabía de sobra que Leonardo nunca llegaría a ver la obra terminada. Ni siquiera llegaría a ver el ocaso del sol. Aun así, daba por hecho que una buena noticia alegraría los oídos receptivos de su sabio amigo. Sin embargo, el rey no estaba preparado para escuchar las palabras que serían pronunciadas a continuación.
—Majestad, no he perdido contra la dificultad de los retos. Solo he perdido contra el tiempo… —dijo Leonardo restando importancia a las noticias de Chambord.
—Maître, prefiero que me llaméis Francesco —respondió el rey en un acto de humildad que Leonardo supo agradecer con la más cálida de sus miradas.
—Así sea, querido Francesco, así sea. —Y cerró los ojos—. Kekko…, acercaos…
Su ayudante se acercó raudo. En ese breve espacio de tiempo, Francesco Melzi obvió la presencia del rey de Francia, y el mismo Francisco I pasó por alto cualquier ausencia de formalidad.
—Decidme, maestro… ¿Qué necesitáis? —preguntó como si el tiempo se parara solo para complacer a su instructor.
—Solo un abrazo, amigo mío. Solo un abrazo —respondió Leonardo con un delicado tono de voz.
Cuando Melzi se abalanzó apaciblemente sobre el cuerpo de su mentor, se creó tal fusión que cualquier pareja de amantes habría recelado. Pero lejos de toda libido, allí se respiraba cariño, respeto, admiración y dolor, mucho dolor.
—Kekko, amigo mío. No estéis tan triste. —Leonardo intentó apaciguar a su joven incondicional con bellas palabras—. Viviré cada vez que habléis de mí. Recordadme. —Y terminó guiñándole un ojo cargado de complicidad.
Leonardo inhaló de tal manera que los camaradas allí presentes supieron al instante que no vería un nuevo amanecer. Que se le escapaba la vida. Después de tanto sufrimiento y tanta persecución. Después de tanto mensaje cifrado y tanta pincelada para la historia. Leonardo da Vinci llegaba a su fin.
—Francesco…, amigos… Ha llegado la hora… —venerable y vulnerable a la vez, Leonardo estaba preparado para partir— de que andéis el camino sin mí.
—¡Maestro! —gritó Melzi sin reprimir el sollozo.
—Maître… Mon père… —Las siguientes palabras del rey se ahogaron no solo en su propio mar de lágrimas, sino en el océano que se fusionaba con las lágrimas de los demás.
—Ha llegado la hora… de volar…
Y voló. Más alto y más lejos que nunca. Un vuelo solo de ida. Un vuelo que, tarde o temprano, todos tomaremos. Un silencio sepulcral invadió la sala.
François Desmoulins, como si de un fantasma se tratara, dio media vuelta y, sigilosamente, atravesó la puerta que, acto seguido, cerró con extrema precaución. No quiso usurpar ninguna intimidad.
Mathurina empapó de lágrimas el paño que ya no enjugaba líquido alguno.
Francisco I guardó silencio. Un silencio cortés y admirable. Un silencio que lo decía todo.
Francesco Melzi, Kekko, se derrumbó en el suelo al pie de la cama con el guiño cómplice revoloteando en su memoria.
Leonardo da Vinci había conquistado el cielo anclado al suelo.