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4 de mayo de 1518, mansión de Clos Lucé, Amboise

El pecho estalló en una explosión de sangre. El acero le atravesó de un lado a otro de manera salvaje. Los ojos, abiertos con una expresión de pánico instantáneo, casi se le salieron de sus órbitas. El cuerpo cayó desplomado en el suelo. La cara de Leonardo estaba cubierta de sangre.

—Las reglas del juego se han de pactar primero.

Al abrir los ojos, Leonardo se encontró con Francesco Melzi. Francesco tenía en la cara una expresión de ira inusitada. Parecía que hubiese perdido toda cordura. Parecía que sus manos habían portado algo afilado un momento antes. En el suelo yacía el piagnone atravesado por una espada. La ira de Melzi se transformó en pánico. Nunca le había quitado la vida a un hombre, no estaba acostumbrado a matar. Por su rostro, era fácil adivinar que no había disfrutado con ello, pero tampoco había rastro de duda. Lo repetiría de volverse a encontrar en la misma situación.

El paño que enmudecía a Leonardo se destensó y le resbaló por el cuello. Intentó girar la cabeza lentamente. En el suelo, su otro raptor. Mathurina apareció con una cacerola de cobre en la mano. El instrumento de cocina estaba teñido de color carmesí, sangre proveniente de la nuca del piagnone.

Leonardo respiró tranquilo. Para él, todo estaba sucediendo a cámara lenta. Miró su mano. Allí estaba posada sobre la mesa, atravesada todavía por la daga. Francesco Melzi se acercó y agarró la empuñadura. Tiro fuerte del puñal y la sacó de un golpe seco. La mano, inerte, cayó de nuevo sobre la mesa. Leonardo no hizo gesto alguno.

Meser Leonardo, ¿estáis bien? —preguntó con evidente preocupación su amigo.

—Ahora sí, querido Kekko, ahora sí —respiró aliviado y con dificultad el maestro.

—Gracias al Señor, le apuñalaron la mano derecha. Todavía podrá seguir trabajando, maestro.

—Sin duda… —Leonardo hablaba casi mecánicamente.

Aún no había reparado en semejante hecho. Si el puñal hubiera atravesado su mano izquierda, habría quedado inválido para el resto de sus días. La cicatrización y la recuperación, a su edad, habrían necesitado de una eternidad. Los terroristas apuñalaron su mano inerte. Falta de información suficiente para preparar su cometido. Melzi se hizo cargo de la herida.

Mathurina se aproximó y, con un paño, limpió de sangre la cara de su señor. Melzi había ensartado con tal fuerza al agresor que la cara de Leonardo, por un momento, se había convertido en un lienzo teñido de un pigmento escarlata.

—Aquel que no valora la vida, no la merece… —susurró Leonardo mientras miraba los cuerpos tendidos sobre las baldosas de su dormitorio.

Mientras Mathurina se encargaba del maestro, Francesco Melzi hizo llamar a la guardia para dar fe del acto y que pudieran retirar los cadáveres. Nadie sabía cómo los piagnoni habían sorteado el extenso muro de la propiedad y habían burlado la torre de vigilancia. Muy probablemente, Francisco I de Francia ordenaría la disposición de una guardia privada más numerosa en la mansión de Clos.

Leonardo sabía que había estado a punto de morir. El destino, personificado en las figuras de su ayudante y amigo Francesco Melzi y de su sirvienta y cada vez más cercana Mathurina, había evitado su evidente defunción.

A pesar de retrasar la visita de la guadaña, sabía que no tenía mucho más tiempo. Trataría de organizar sus escritos sobre el tratado de pintura que quería completar y resolvería algunos problemas matemáticos que llevaban tiempo revoloteando por su cabeza.

—Solo necesito tiempo, más tiempo.

Frente a él, como si no existiera, Mathurina terminaba de enjuagar su cara con el paño. Leonardo estaba ausente, desafiando sus propios límites de longevidad.

Pasó bastante tiempo hasta que se recuperó la confianza en la mansión de Clos. Mathurina consiguió reconciliar el sueño a las pocas jornadas. Leonardo sufría pesadillas todas las noches. Le atacaban de nuevo, esta vez en sueños. ¿Y si era la tecnología militar que había inventado el motivo de tanto atentado? Nunca lo supo, nunca lo sabría. Quizá solo fue alguien que se hallaba en el momento y el sitio erróneos.

Francesco Melzi se convirtió en el guardián más fiel del maestro. Vitruvio se habría puesto celoso. El can había desaparecido años atrás, pero Melzi estaba convencido de que el perro les habría puesto en alerta enseguida. «¿Y si tuviéramos un perro de nuevo?», se preguntaba Francesco. Igual, con el despliegue de la nueva seguridad proporcionada por Francisco I, era prescindible. Tampoco tenía Leonardo tiempo ni fuerzas para cuidar a uno más. Aunque, en realidad, a esa edad, eran los demás los que cuidaban a Leonardo.

—Maestro, ¿creéis que se repetirá el ataque? —El tiempo no tranquilizaba a Melzi.

—No lo creo, Kekko, no lo creo —contestó Leonardo con voz cansada, exento de cualquier preocupación.

—De nuevo un grupo de religiosos… —Esta vez, Francesco pensaba en alto. Fue Leonardo quien le sacó de su error.

—No os equivoquéis, querido amigo. No tiene que ver con la religión. En la Iglesia, como en todo cuanto nos ofrece la naturaleza, hay sitio para el bien y para el mal. Los piagnoni no eran religiosos, eran fanáticos. No mezclemos a todos en el mismo saco. Fueron los monjes benedictinos los que me salvaron en Montserrat. Y estoy convencido de que Michelangelo actuó de buena manera, a sabiendas de que la orden no había sido pronunciada por el Médici León X. Los asuntos internos son desconocidos y, a veces, oscuros. Si se me permitiera, amigo Kekko, me gustaría recibir en mi lecho de muerte la última unción.

—Así se hará, maestro. Se preparará en su momento la extremaunción. Ahora descansad.

—Si Dios existe, le voy a pedir cuentas de lo absurdo de la vida, del dolor, de la muerte, de haber dado a unos la razón y a otros la estupidez… y de tantas otras cosas.

El tiempo pasaba, las arrugas surcaban los rostros y las llamas de las almas se extinguían. Poco a poco, Francesco apartó el miedo del «cómo» y se centró en el «cuándo». Cuándo moriría Leonardo da Vinci.

Semanas después Leonardo da Vinci, en la jornada del 24 de junio de ese mismo año, escribió:

“Continuaré”.