4 de mayo de 1518, mansión de Clos Lucé, Amboise
La resaca de júbilo del día anterior aún duraba en las mentes y en los corazones. Los preparativos y la celebración organizada por el encargado de festejos Leonardo da Vinci para el bautismo de Francisco de Francia habían sido un éxito. Todos los ojos estaban puestos en el acontecimiento, pues se trataba del primer hijo varón de Francisco I de Francia y, por consiguiente, delfín heredero al trono de Francia.
Del heredero, dijo su padre: «Un hermoso Delfín quien es el más bello y potente niño que uno podría imaginar y que será fácil de educar». La madre, Claudia, fue más allá: «Díganle al rey que es incluso más bello que él mismo». Francia entera estaba de celebración. Tenían un nuevo heredero del reino.
Todos descansaban, pues la fiesta fue de tal magnitud que muchos de los allí presentes terminaron ebrios. Leonardo, sin embargo, se levantó pronto. Tenía todavía trabajo por hacer. Salai les había abandonado hacía poco a pesar de que solo llevaban meses en aquella nueva residencia. «Tengo negocios que atender», dijo. Y Leonardo supo que ese adiós era para siempre. Aun así, pensaba en el trabajo. Pensaba en la manera de seguir siendo útil. «El hierro se oxida si no se usa y el agua se vuelve putrefacta si se estanca y, así, la ociosidad mina la fuerza del espíritu», solía repetirse.
Leonardo necesitaba poca iluminación. Como cada noche, tanto Mathurina como Francesco ponían lo necesario al alcance del maestro, ya que siempre se levantaba el primero y la parálisis le hacía moverse con lentitud. Colocó las velas necesarias en su escritorio, frente a la cama de terciopelo grana presidida por el retrato de una dama de sonrisa enigmática, y se dispuso a trazar el futuro. A su izquierda, la chimenea coronada con un escudo azul que albergaba tres flores de loto amarillas reposaba fría y desnuda. A su derecha y frente a él, sendas ventanas que aún no saludaban los primeros rayos del sol.
Su mente viajaba en el espacio y en el tiempo. Su tío Francesco en Vinci, su amigo el traidor Sandro, su valiente madre Caterina, el vuelo con Lorenzo de Médici, la adorable pequeña Isabella de Aragón, sus amigos Gonzalo y Josep de Barcelona, sus coloquios sobre una Italia unificada con Niccolò en Arezzo, Melzi y Salai, Ludovico Sforza y Francisco I, Girolamo o León X, Giulio Sabagni, Stefano Molinari y Fabio Gambeta, Michelangelo o Raffaello. Un sinfín de nombres, lugares y momentos cabalgaban por su mente mientras trataba de concentrarse en una escalera de doble hélice, pensada para el futuro château de Chambord. El trazado de los pliegues espirales se le hacía harto complicado, pues no era capaz de mantener al cien por cien su concentración. Su mano derecha, inerte, reposaba sobre la mesa. Su mano izquierda insistía en escribir a contracorriente.
Todo sucedió demasiado rápido. En cuestión de segundos, una daga afilada atravesó la mano de Leonardo, que quedó pegada a la mesa. El grito, ahogado al instante por un trozo grueso de tela, estaba formado por la sensación física y por la psicológica. De repente, sintió cómo un nudo le apretaba la nuca y cerraba la boca. No podía hablar. No podía gritar. Alguien tras él. Alguien frente a él. Dos hombres habían osado irrumpir en su residencia privada aprovechando la resaca de la fiesta durante la jornada anterior. No era un plan improvisado. Seguramente estarían esperando acontecimientos propicios. Había llegado el momento.
Uno de los rostros se aproximó al maestro italiano. La luz tenue de la vela le marcaba las facciones. No era alguien conocido. Leonardo no había visto en su vida a aquel hombre. Era de suponer que tampoco conocía a aquel que le amarraba por la espalda. Años atrás, Leonardo era un portento físico de más de metro ochenta de estatura. Con los años, la curvatura de la espalda y la parálisis parcial habían convertido al, en otros tiempos, atleta florentino en una presa fácil. Más aún para dos hombres fornidos.
—Aquí estáis meser Leonardo. Mucho tiempo, pero la búsqueda ha dado resultado. —La voz no era ni mucho menos desagradable. Era melodiosa, pero con un toque cruel al final de cada frase.
Leonardo intentó sin éxito emitir alguna palabra.
—No os molestéis. No hay nada que tengáis que decir ni mucho menos que nosotros querríamos escuchar. No nos conocéis y os iréis a la tumba sin conocernos. Pertenecemos a un gremio que pretende volver a instaurar la fe en Florencia y, por extensión, a todo el territorio italiano. Somos piagnoni, herederos del legado de Savonarola. «Llorones», nos llaman, mas somos nosotros los que hacemos derramar lágrimas.
Leonardo abrió los ojos como platos. Las palabras del cardenal Ludovico d’Aragona se habían convertido en realidad. Le habían atrapado, le habían amordazado y le habían apuñalado. Miró de nuevo a la mesa y cerró los ojos. Su mano yacía inerte atravesada por la daga. La sangre manchaba su utópico diseño para Chambord.
—Os preguntaréis cómo os hemos encontrado, ¿verdad? La bebida y las mujeres a veces son fieles ayudantes. Basta con preguntar a la persona indicada y ofrecerle todo cuanto un hombre encaminado al pecado no pueda rechazar. Gian Giacomo Caprotti. Lo conocéis, ¿no es cierto?
A Leonardo se le aguaron los ojos. ¿Traicionado por su propio discípulo? Salai era un ladrón y un chico de mala vida. Pero ¿traidor?
—Leo la decepción en vuestro mirar. Tranquilo. Caprotti solo se fue de la lengua, pero no tenía ninguna intención de desearos ningún mal. A pesar de su evidente estado de embriaguez, se destilaba cierta admiración hacia vos en sus palabras. Nos encantaría quemaros vivos, meser Leonardo. Tal y como le sucedió a nuestro predecesor. Lástima que vuestra chimenea lleve jornadas durmiendo. Tendremos que realizar el trabajo de una manera rápida y limpia. ¿Recordáis las palabras de Girolamo Savonarola?
¿Cómo no recordarlas? Eran palabras que habían acompañado al hijo de Vinci durante toda su vida. «Matar a Leonardo da Vinci». Daba igual en qué territorio se hubieran pronunciado. Daba igual quién las hubiera pronunciado. Seguía sin saber por qué y sabía, en ese mismo momento, que se iría con la duda a la tumba, si es que fuera a gozar de semejante privilegio.
Su cerebro estaba colapsado y aterrorizado. No podía pensar. Peor aún, era consciente de que, por mucho que pudiera pensar, no podría actuar. Se rindió.
—«Matar a Leonardo da Vinci» —repitió el terrorista—. Habéis sido una persona muy molesta, meser Leonardo. Habéis ido contra las normas de la religión y de la naturaleza. Habéis ofendido no solo a los hombres, sino al mismísimo Dios. Nunca debisteis salir de prisión. Deberíais haber pagado por vuestros pecados. Hoguera u horca. Que no se presentaran pruebas concluyentes no significa que no cargarais con el pecado encima. Gustáis de exhibir vuestras flaquezas en público, os vanagloriáis de ser mejor que vuestros semejantes. ¡No sois digno del Señor! ¡No sois dignos de pasar a la historia como un héroe!
Lo último que Leonardo da Vinci alcanzó a ver fue un gran puñal avanzando por encima de la cabeza del piagnone en dirección a su pecho. Leonardo cerró los ojos.